6
Lo que acaeció en Paita

En cada puerto que visitábamos explotaban las reyertas, y como Paita, situado a doscientas leguas al noroeste de El Callao, es uno de los mejores puertos de la costa peruana, en él ocurrió nuestra mejor reyerta. Estaba yo durmiendo una siesta poco después de nuestra llegada temprano por la tarde del 22 de abril, cuando inflamados juramentos y gritos resonaron por el pasadizo y adormilado reconocí la voz del coronel:

—¡Mil pestes y furias os lleven, chivo tonsurado! ¿Cómo os atrevéis a meter vuestro largo hocico en mis asuntos? ¿Qué os importa a quién envío a dónde y para qué? Yo soy el coronel y en cuestiones militares, quien decide, dirige y hace lo que se le antoje, y sólo a la aprobación del general me someto.

Una respuesta dulce y urbana cuyo sentido no pude captar fue interrumpida bruscamente por una nueva andanada de imprecaciones.

—¿De modo que el sargento fue a consultaros? ¿Dijo que temía cometer un pecado mortal si obedecía mis órdenes? ¡Sí que lo cometió! Cuando le eche mano, lo juro por Dios Todopoderoso, lo desollaré como a una raya; y en cuanto a vos ¿cómo os atrevéis a traicionar el secreto de confesión para sembrar cizaña entre yo y mis sargentos? ¡Por el cielo, os trincharé como a un capón, padre de sodomitas!

—¡Paz, paz, hijo mío! —exclamó el otro con voz semejante a un balido. Y luego—: ¡Corréis peligro! ¿No os importa nada vuestra alma inmortal?

—¡Dios mío! —me dije ya del todo despierto—. Ese debe de ser el vicario.

Me arrojé de la litera desnudo con excepción de una ligera camisa y me apresuré a llamar a la gran cabina.

—Rápido, por amor de Dios, don Álvaro —rogué—. Salid al pasillo en seguida para evitar derramamiento de sangre o algo todavía peor.

El general, que se hacía recortar la barba y rezaba el rosario a la vez, se me quedó mirando boquiabierto.

—¡Vaya, si no es Andresito —dijo— con las faldas de la camisa al aire! Muchacho, pareces el virtuoso José huyendo de la mujer de Putifar.

Doña Mariana irrumpió en una sonora carcajada:

—Le hacéis al pobre desdichado demasiado honor, cuñado. Por la expresión de su cara, diría que Putifar lo ha atrapado in fraganti y lo corre con el cuchillo del castrador.

Avergonzado y confuso, cogí una tela de damasco que cubría una mesa y me la até en torno a la cintura con una muda súplica de perdón a doña Mariana.

—Rápido, don Álvaro —repetí—, no hay tiempo que perder. El coronel está a punto de convertir en mártir al padre Juan.

Él se puso en pie de un salto con la toalla del barbero todavía en torno al cuello y me siguió a la puerta, a la que llegamos justo a tiempo. El coronel, con el puño alzado y la cara encendida, avanzaba por el pasadizo hacia nosotros. El vicario, con su cruz de plata en alto, retrocedía delante de él, paso a paso, reiterando:

—¡Largo, pecador, largo!

Cuando la puerta se abrió de un golpe, el buen padre cayó en mis brazos casi desmayado de terror. Lo arrastré a la cabina y lo senté contra una cómoda, dejando que don Álvaro le hiciera frente al coronel.

Al general se le deben todos los honores: no dio el menor signo de temor, sino sólo una gentil aflicción.

—¡Oh, noble don Pedro Merino! —exclamó—. ¿Cómo podéis olvidaros de vos al punto de levantar una mano airada contra nuestro conductor espiritual? Vamos, mi señor, calmaos y decidme qué os ha disgustado así.

El coronel dejó caer el puño e hizo una reverencia algo confundido.

—¿Tendría a bien vuestra excelencia —preguntó con la boca espumeante de ira— explicar al vicario que no tiene el menor derecho a inmiscuirse en los asuntos militares? Lo pido por su propio bien, pues su atrevimiento por poco no me hace cometer un sacrilegio; llegasteis a tiempo para salvarnos, a él de la muerte y a mí de la condenación.

—Mi señor —respondió con suavidad don Álvaro—, sé que sois un oficial pío y diligente; sólo la chicha os vuelve pecador. Un demonio indio con cuernos está agazapado en esa copa de veneno. Evitadla por completo, hombre, o practicad una decente temperancia.

—Ese es un buen consejo, un buen consejo en verdad —dijo el coronel con ímpetu—. Pero una vez que ese diablillo indio se ha posesionado de mis tripas, tengo derecho a esperar que mi prójimo me demuestre caridad cristiana o me ceda un amplio lecho; el vicario se ha excedido de manera monstruosa en el ejercicio de sus derechos al persuadir a un sargento a que desobedezca mis órdenes.

—Si tenéis la suficiente osadía, hijo mío, decid al general cuál era la orden y que él sea juez —dijo jadeante el vicario con los labios azules y asiendo con las manos el borde de la cómoda.

—Lo que pueda haberle dicho al sargento —profirió colérico el coronel— no viene al caso, es asunto que a nadie más incumbe que a mí, y menos que a nadie a un cura.

Don Álvaro observó su embarazo y lo utilizó para controlarlo, cosa que hizo con bastante eficacia. Cuando regresé a la sala de cartografía para ponerme los calzones, llamó al capitán don Lorenzo para que sirviera de testigo e hizo que los dos hombres se reconciliaran en su presencia. No obstante, aunque se separaron con protestas de estima y prometiendo olvidar lo ocurrido, el vicario estaba molesto de que el general no hubiera expresado un mayor desagrado por las impías amenazas del coronel, y al coronel lo resintió el hecho de que don Lorenzo se encontrara allí presente cuando humildemente debió arrodillarse ante el vicario para besarle el crucifijo y pedirle perdón. Nadie sabe hasta el día de hoy cuál fue la orden que el sargento vaciló en obedecer; se hicieron no pocas conjeturas al respecto, groseras y extravagantes en su mayoría, pero no vienen al caso.

El vicario volvió a su breviario, el coronel a su botella y todo volvió a estar tranquilo. Pero menos de media hora más tarde, se organizó un nuevo alboroto. Sucedió que el ordenanza de don Diego de Barreto llevaba un ramillete de cintas de colores y una imagen de seda prendidas del sombrero, y otro gran ramillete en el pecho. El coronel salió repentinamente de una cabina y, asestándole una patada, le preguntó:

—Dime, borrico ¿quién es el borracho de tu amo y cuándo te montará para ir contigo al mercado con los nabos?

El soldado, cogido de sorpresa, se volvió para vengarse, pero cuando reconoció al coronel, contestó con suma cortesía:

—Si place a su señoría, soy Juan de la Roca, el ordenanza del alférez Diego de Barreto, a las órdenes de su señoría.

—¿Y te dijo el noble alférez que te convirtieras en bufón para vergüenza de tu compañía con ese atuendo ridículo en contra de las normas establecidas?

—Sí, vuestra señoría, tengo su plena autorización; no me habría atrevido de lo contrario. Sabed que hoy es el día de San José, y que yo soy de San José, más allá de Cherrepé, donde todo hijo leal lleva las mismas galas por amor de nuestro patrono.

—¡De todos los santos del calendario —vociferó el coronel arrancando las cintas y pisoteándolas— el vuestro me es el más repugnante, a mí y a cualquier hombre de honor! ¿No oíste nunca de cómo desairó a Nuestra Señora cuando ella estaba preñada y tenía antojo de cerezas? Que no vuelva a atraparte nunca otra vez disfrazado, campesino, a no ser en martes de carnaval, y entretanto... —aquí levantó su bastón— toma esto y esto y esto como recordatorio.

El capitán don Lorenzo salió de la cabina que compartía con sus dos hermanos y preguntó fríamente al coronel en qué ofensa había incurrido el ordenanza.

—Os lo ruego, capitán, no finjáis que desconocéis su ofensa —dijo el coronel imitando el acento gallego del otro—. Sé que este insolente cabeza hueca se ha burlado de su uniforme con vuestra connivencia... acicalándose como el perrillo faldero de una abadesa; y luego, para sumar el insulto a la injuria, invoca el patronazgo del repulsivo san José.

—Pero antes de levantar vuestro bastón sobre él —dijo don Lorenzo reprimiendo a duras penas su enojo— ¿no habría sido más atinado quejaros ante mi hermano o ante mí de este terrible quebrantamiento de las normas? De cualquier manera, el hombre no está de servicio y como nosotros los Barreto profesamos gran devoción por san José, lo autoricé a llevar estas cintas mientras nos hacía una visita de cortesía. En este momento estábamos celebrando al buen santo con pasteles y vinos y nos sentiríamos verdaderamente honrados si aceptarais compartirlos con nosotros.

—Antes preferiría comer mierda en compañía de gitanos —rugió el coronel blandiendo nuevamente el bastón.

En eso la puerta de la cabina se abrió de un golpe y don Diego salió apresurado y le dio un empellón por accidente. El coronel, a quien siempre le era natural actuar antes de reflexionar, descargó su bastón sobre la cabeza de don Diego haciéndolo trastabillar y casi caer. Luego fingió no saber quién era su atacante; pero el alférez sabía ahora una cosa que juró no olvidar nunca en la vida, a saber, el peso de ese bastón cargado.

Algo peor aún seguiría. Los hermanos Barreto estaban desconcertados e imposibilitados de resolverse a nada, pero su sargento había sido testigo del ataque y cuando el coronel levantó el bastón para asestar otro golpe, avanzó corriendo y asiendo su propia barba, exclamó con enfado:

—Si su señoría no desiste, juro...

El coronel dejó caer el bastón, desenvainó la espada y atacó furiosamente al sargento, que se volvió y trepó al alcázar ágil como un mono, pasándole la punta de la espada entre las piernas y arañándole la piel del muslo.

—¡Detened a ese amotinado! —gritó el coronel a todo pulmón—. ¡Lo ensartaré como a un tordo!

—Asesinar a un hombre desarmado no contribuirá a vuestro honor, don Pedro Merino —dijo el capitán con frialdad, y el coronel tuvo el tino suficiente como para envainar y recoger su bastón con el que se dirigió con pasos pesados a la gran cabina.

Yo estaba allí con el general escribiendo a su dictado, pero con frecuentes interrupciones y enmiendas de doña Ysabel, almibaradas excusas al virrey por lo que habíamos hecho en los pasados doce días. Levantó la cabeza con fatigada sonrisa.

—¿Qué sucede ahora, mi señor? —preguntó—. Tanto ruido viene del pasadizo que apenas puedo concentrarme. Supongo que habréis reprendido a los culpables cualesquiera fueren.

—En verdad, vuestra excelencia, lo he hecho —respondió el coronel sin vacilar en coger el pie que se le daba— y pido vuestra autorización para que el sargento Dimas, el principal ofensor, sea azotado públicamente. Exijo doscientos azotes.

—¿Es el mismo sargento, no es cierto, que presentó una queja contra vos al vicario?

—¡El mismo perro amotinado! Y ahora mismo, cuando iba a protestar contra una conducta nada militar de ciertos oficiales que estaban celebrando en su cabina, un alférez se atrevió a empujarme y, cuando me defendí, ese tal Dimas se llevó la mano a la barba y profirió amenazas.

—Si es así... —dijo don Álvaro.

—¿Si es así? —vociferó el coronel.

—Puesto que es así —concedió don Álvaro—, sólo me queda satisfacer vuestro pedido. Pero lo que hizo el sargento es una cosa, y lo que hacen mis oficiales, otra. Lamento más de lo que pueda expresar con palabras que os hayáis golpeado con un alférez y confío aceptéis reconciliaros con él en mi presencia antes de tomar venganza alguna del sargento. Me parece que la ofensa cometida por Dimas consiste en que se puso de parte de su oficial en una riña de la cual nunca debió ser testigo.

Don Lorenzo, don Diego y el tercer hermano, don Luis, entretanto habían enviado un mensaje a doña Ysabel rogándole que acudiera inmediatamente sin llamar la atención del general; y cuando, al cabo de una breve ausencia, ella volvió a la gran cabina, pude percibir que estaba muy enfadada.

—Don Álvaro —dijo con la más dulce de las voces—, vengo en nombre de mis hermanos a rogar por el sargento Dimas. Como su tocayo a quien Nuestro Salvador perdonó desde la misma Cruz parece, a pesar de lo que se ha dicho en su contra, un hombre de coraje y buenos principios. —Pero aquí su indignación súbitamente se traslució—. Intervino para salvar a mi hermano don Diego de un ataque brutal e injustificado de parte del coronel. Si se azota al sargento, si sólo se lo toca, el honor de mi familia quedará comprometido.

—Y si no se azota al amotinado —gritó el coronel con gran altivez—, renunciaré a mi designación y bajaré a tierra...

—A un burdel bien provisto de negritas rollizas de diez años, sátiro apestoso, donde beberéis chicha hasta vomitar —interrumpió doña Mariana desde su asiento junto a la ventana.

—Si no fuerais una mujer noble —replicó el coronel reprimiéndose galantemente— y no fuera yo hombre de gran refinamiento y consumada paciencia, ¡Dios quisiera ayudarme!, esparciría vuestros sesos por el suelo de la cabina.

Arrojó su bastón a un rincón y se retiró dando un portazo tras de sí.

El general se retorció las manos.

—Ahora sí que estamos perdidos —se lamentó—. Doña Mariana ¿por qué en nombre de las cinco vírgenes sabias no pudisteis teneros de la lengua?

—Y supongo que querríais que yo hubiera hecho lo mismo —dijo doña Ysabel con desprecio—. Mi hermana habló como una verdadera Barreto.

—Luz de mi vida —exclamó don Álvaro cogiéndole las manos y besándoselas con devoción—, ¿no os han enseñado los nueve años que vivimos unidos en matrimonio que el honor de tu familia me es tan caro como el mío propio? Dejad, os lo ruego, que el coronel se salga con la suya una vez más; de lo contrario, irá a tierra y le irá al teniente con un largo cuento. Y entonces no sólo nos negarán agua y armas, sino que quizás aun nos demoren en Paita meses hasta que el virrey haya considerado nuestro caso.

Después de hacerme jurar silencio, doña Ysabel me indicó que me fuera y perdí el resto de su conversación. En cubierta oí que el coronel exigía con amenazas e insultos ser transportado a tierra en el esquife, y en seguida don Álvaro emergió de la gran cabina. Yo le fui detrás y le oí decir en voz baja mientras abrazaba al coronel:

—Os lo ruego, mi señor, que la lengua mordaz de mi cuñada no os ofenda. La he reprendido y podéis estar seguro de que cumplirá una pesada penitencia por esas vergonzosas palabras. Ahora os pido encarecidamente que permanezcáis con nosotros. ¿Acaso no confirmé vuestra autoridad en el caso del sargento ordenando que sea azotado inmediatamente?

El coronel sostuvo que no permanecería en un barco en que tan poco se respetaba su rango y su edad, pero yo advertí que se había ablandado un tanto y aceptaría quedarse. En este delicado instante, sin embargo, acudió el piloto principal y rogó al general que postergara el azotamiento. Explicó que el sargento no le había hecho la menor violencia al coronel, sino que sólo había protestado contra el ataque injustificado al alférez.

—Ya basta con eso, señor —dijo el general severo—. En el futuro, os agradeceré que limitéis vuestras sugerencias a los asuntos náuticos y que dejéis las decisiones militares al coronel y a mí mismo.

El piloto principal no admitió disuasiones.

—Me escucharéis o tendréis que despediros de mí —dijo—. Todo el castillo de proa organizará un gran alboroto, si el sargento sufre otra indignidad. Los guardias del coronel ya le han dado de puñetazos despiadadamente y lo han pateado por toda la cubierta.

—Se llevó la mano a la barba, lo cual es sin duda una especie de motín —dijo el general haciendo con la mano un gesto que quería terminar con la cuestión.

El piloto principal subrayó entonces lo que estaba de su parte:

—Dado que no sólo el honor del coronel es lo que está en juego sino también el de vuestros cuñados, es vuestro deber como comandante de la flotilla convocar testigos y hacer una cabal investigación del caso en lugar de permitir que un solo hombre sea a la vez demandante, juez y ejecutor.

Don Álvaro hizo una seña al contramaestre que se mantenía a una respetuosa distancia.

—Venid, honrado amigo mío, ¿qué tenéis que decir sobre el asunto?

—En relación con el coronel, vuestra excelencia, aunque no sea cosa que me incumba, el piloto principal no está muy lejos de la verdad. Si vuestra señoría no lo piensa dos veces, os garantizo que al caer la tarde no quedará un marinero en el barco capaz de manejar el velamen.

Con gran turbación don Álvaro se dirigió nuevamente al coronel.

—Mi querido señor —dijo con voz trémula—, puesto que, según parece, mis oficiales no coinciden exactamente con su señoría, ¿no objetaréis quizás una encuesta formal? Cuando hayáis probado, como no tengo la menor duda que haréis, que sólo os guió el deseo de mantener una buena disciplina, se aplicará el castigo hasta el último azote y se silenciará a los perturbadores del orden.

Pero antes de terminar este discurso, el coronel había trepado por la borda y ya descendía por la escala de gato.

—¿Y el sargento Dimas? —preguntó doña Ysabel apareciendo junto a su esposo—. ¿No ha de ser liberado ahora? El piloto principal habló como un campeón. A decir verdad, parece ser el único oficial a bordo, con excepción de mis hermanos, con espíritu bastante como para denunciar la injusticia.

—Vaya, por supuesto, amor mío —respondió don Álvaro con desdicha—. El sargento queda libre como un pájaro volado de su jaula.

Sin embargo, aún estaba ansioso por apaciguar al coronel. No bien doña Ysabel se hubo retirado, envió por don Lorenzo y el almirante y les rogó que fueran a tierra y recurrieran a los argumentos que mejor les pareciera para inducir al pródigo a regresar. Les dio su palabra de honor de que, si su misión llegaba a buen término, nunca volvería a permitirle al coronel abusos de autoridad; aunque, por el momento, tenía el destino de la expedición en sus manos, ya no sería en absoluto formidable una vez que abandonaran definitivamente el Perú.

Ellos se manifestaron dispuestos a hacer lo que se les pedía y aunque el coronel ya había enviado de regreso el esquife en busca de su bagaje, lo siguieron al lugar donde moraba para rogarle con humildad y sumisión; y el almirante llegó a decir incluso que ya en ese preciso momento el sargento estaba siendo azotado.

El coronel no tardó en ceder. Por lo que más tarde supe, no le habría sido posible hacer otra cosa, pues el virrey había estado a punto de enviarlo a la cárcel por causa de excesos alcohólicos semejantes y lo había designado para la coronelía de la expedición a solicitud del alcalde de El Callao con la advertencia de que no volviera a aparecer en el Perú en tanto el rey no hubiera designado otro virrey. Que nunca había tenido intención de abandonar el barco hízose evidente por el hecho de que no le ordenara a su sobrino, el alférez Jacinto de Merino, del que era tutor, que lo acompañara. Era este un joven extravagante, tan petimetre como sus forzados medios se lo permitían, al que le encantaba torturar la lengua castellana con tropos e ingeniosidades al punto que la significación de lo que decía a menudo se nos escapaba; pero tan respetuoso terror le inspiraba su tío, que en su presencia se quedaba tieso como un palo y sin proferir la menor palabra a no ser que se le formulara una pregunta.

Entretanto, en la sala de cartografía, el piloto principal recogió sus instrumentos y los guardó en su baúl marino. Cuando también quitó la imagen de Nuestra Señora de la Soledad del nicho que ocupaba por sobre la mesa y la envolvió en un lienzo de lino, le pregunté:

—Don Pedro ¿qué significa esto?

—Estoy arrojando por la borda mil pesos —dijo— y quizá, quién lo sabe, protegiendo mi vida. Puesto que se ha de convencer al coronel que regrese, yo parto, y el ruego de hombre alguno, por muy elocuente que sea, no alterará mi resolución. Cuando un viaje empieza con desorden, termina en caos.

Me dirigí directamente a don Álvaro.

—Vuestra excelencia —le dije—, estoy aquí para poner fin al despacho. Pero en primer lugar, con vuestro permiso, deseo deciros que debo renunciar a mi cargo.

—¿Qué renuncias? —preguntó incrédulo—. Pero ¿por qué, Andresito? ¿No te he tratado bien?

—Como un padre —le contesté sinceramente—, pero ahora que el piloto principal está empacando...

Abandonó de un salto la litera y corrió a la sala de cartografía, donde le echó los brazos al cuello de Pedro Fernández y le imploró que desistiera de su decisión.

—¿No provoqué acaso el disgusto del coronel por vuestra causa cuando liberé al sargento?

—Puede que así sea, vuestra excelencia, pero ahora habéis enviado nuevamente por él, y como él fue testigo de mi intervención, no hay sitio para los dos en el mismo barco.

—Si vais a tierra —dijo el general con amargura— toda la tripulación seguirá vuestro ejemplo y ni siquiera la fuerza lograría impedirlo. ¿Frustrarías mis esperanzas una vez más, en el último momento, sólo por una reyerta privada?

—Puedo disuadirlos de que se vayan; no tengo sino que mencionar vuestra propia fama mundial como navegante. Siendo vos el que planee la ruta y el contramaestre el que dirija la navegación, mi pobre pilotaje no hace ninguna falta. Para hablar sin tapujos, vuestra excelencia, el San Gerónimo se ha convertido en una casa de locos; he decidido perder mi inversión.

—Sólo un ángel podría satisfacer a todos en semejantes circunstancias —se lamentó el general— y yo no soy más que un pobre hombre lleno de defectos y mortalmente cansado.

Rogó y sedujo con voz meliflua, pero la decisión del piloto principal estaba ya tomada: se despidió con palabras corteses de estima y dolor, y siguió empacando. Cuando el baúl estuvo atado con una cuerda, lo hizo bajar al esquife, descendió la escalera con la imagen sagrada bajo el brazo y agitó el gorro en señal de despedida. Verlo partir me dolía, y aunque había apostado mi corazón en esta aventura, me decidí a abandonarla también después de presentar mis cuentas a Miguel Llano.

Cuando el esquife pasó junto a las amuras, hubo un murmullo de aflicción y un marinero gritó:

—¡Ahó, piloto! ¿Adónde os dirigís?

Y otro:

—Al diablo con todas estas idas y venidas. Habladnos con verdad, don Pedro ¿os vais para siempre? Si es así, ni un alma se quedará en este desdichado barco aunque nos cuelguen en fila de la verga mayor.

—¡Cumplid con vuestro deber! —les gritó él a su vez—. El contramaestre será el capitán y el general es mucho mejor piloto que yo.

—¡El general! —exclamó con escarnio el primer marinero, y escupió en el agua—. Pudo haber sido un hombre de valía en sus tiempos, pero como todos pueden verlo casi sin mirar siquiera, se está rompiendo como un viejo casco al chocar con un escollo. ¡Preferiría que el capitán fuera el capellán!

—San Nicolás me sirva de testigo —intervino otro—, don Álvaro no es capaz siquiera de guiar el curso de un zueco por una tina.

El esquife llegó al muelle y Pedro Fernández bajaba a tierra cuando una procesión de personajes ricamente vestidos avanzaba por el pavimento de adoquines con caras sonrientes y afables. A la cabeza, de rojo, dorado y verde, venía el teniente de Paita junto con el almirante; detrás iban el capitán don Lorenzo y don Luis con el capitán de puerto; tras ellos seguían el séquito del capitán y un grupo de mercaderes de Paita que se dirigía a despedir la flotilla con presentes y Oraciones.

Cuando el almirante vio al piloto principal en el muelle de capa y con una manta bajo el brazo izquierdo y la estatua bajo el derecho, le dijo alegremente:

—Dejad vuestra carga, amigo, y venid a presentar vuestros respetos a su excelencia el teniente. Acababa de decirle que en vos tenemos al más audaz y más hábil piloto del Nuevo como del Viejo Mundo, y que mientras seáis el que nos mantenga en la ruta, no tenemos nada que temer.

Pedro Fernández no tuvo en cuenta la lisonja, pero hizo una reverencia ante el teniente.

—Lamento informaros, vuestra excelencia —dijo—, que me he despedido del general; si mis servicios os sirven de algo en este puerto, están a vuestra disposición.

Se levantó un coro de protestas y el almirante le pidió que explicara esta cruel deserción. Sin pasión y escogiendo palabras que resultaran tan poco ofensivas como fuera posible, explicó que por causa de amargas riñas habidas entre ciertas personas de prestigiosa situación en la flotilla, prefería buscar trabajo en otro sitio.

—Pero, querido amigo —exclamó don Lope abrazándolo—, gracias a la generosa intervención de su excelencia, esas diferencias son ahora cosa del pasado. Estamos todos reconciliados, y en adelante el San Gerónimo será un barco tan feliz como el galeón que yo comando. Pues, vaya ¿quién es el que por aquí se acerca? ¿Habéis visto alguna vez un amor más grande?

Señaló detrás de sí al capitán Corzo que asistía al coronel en su avance vacilante con tanta ternura como si hubiera sido su tío rico y sin hijos.

—Que siga por mucho tiempo —dijo el piloto principal secamente—. No estaré ya presente para aplaudirlo.

El coronel se acercó y, cuando vio a Pedro Fernández de pie junto a su bagaje, gritó:

—¡Cómo, señor! ¿Desertáis de vuestro barco? Esto está muy mal y es poco generoso de vuestra parte además. ¡Oh, el pobre general, con todo lo que ha tenido que sufrir! Y ahora, en el último momento, el piloto principal escurre el bulto y lo abandona.

—No es deserción, mi señor. He cancelado mi contrato y perdido mi inversión.

—No arguyáis conmigo, señor. ¡He dicho que es deserción! Válgame Dios, el diablo parece estar suelto entre nosotros tratando de destruir con lo mejor de su capacidad infernal la gloriosa hazaña que el general Mendaña tiene entre manos. Volvamos todos a la nave capitana y mandemos a paseo al de patas de chivo. Por la cerda de san Antonio, juro que se sentirá muy desilusionado. Intentará vengarse e inventará nuevas tretas para llevarnos nuevamente de la oreja, pero ¡al infierno con él y que se fría en la parrilla! Es nuestro deber ahora izar el estandarte de nuestra fe cristiana y servir a Dios y a nuestro rey con extravagantes hazañas aunque nos cueste la cabeza.

Levantó el bastón como si fuera una bandera, la agitó frenético y cayó desmoronado sobre el muelle.

Todos, salvo el piloto principal, se echaron a reír; aun el mismo coronel se les unió en la risa. Cuando la alegría se hubo diluido y el coronel logró ponerse nuevamente en pie con ayuda, Pedro Fernández contestó:

—Mi señor, valoremos la moderación y la capacidad de resistencia por encima de los extravagantes actos de atrevimiento. Habéis ya estado en exceso pronto a utilizar vuestro bastón y vuestra espada contra las tropas a vuestro mando y echar andanadas de maldiciones sobre mis afanados marineros. Bien conozco el daño que ha sido ocasionado y no me es posible considerar volver a mi cargo a no ser que juréis ponerle remedio.

El coronel se contentó con esbozar una sonrisa y responder:

—Pero, mi querido señor ¿seguramente no esperaréis capacidad de resistencia y moderación en un coronel?

—Espero ambas cosas de él y en todas las ocasiones —insistió el piloto principal, y luego prosiguió utilizando palabras sencillas como si hablara con un niño—: Su señoría se encuentra todavía en el Perú, de donde pronto mis marineros os llevarán a vos y a vuestros soldados a las lejanas islas Salomón; y mientras bajéis allí a tierra, ellos permanecerán a bordo al cuidado de las naves. ¿Me seguís hasta aquí? Pues bien, si a vuestra señoría le ha parecido bien tratarlos como a basura, puede que a ellos les parezca bien hacerse a la vela y abandonaros a vuestros propios recursos. Y aun si deciden no jugaros una mala pasada, no debéis olvidar que más tarde aún navegarán de vuelta al Perú en busca de refuerzos y nuevas provisiones. Y lo que informen acerca de nuestras perspectivas no será mejor ni peor que el tratamiento que vos les dispenséis.

—Habláis con claridad, señor —dijo el teniente de Paita—, pero, por favor, bajad la voz, no sea que vuestros compañeros en el barco oigan lo que no les está destinado. Tengo la seguridad de que nuestro noble amigo está de acuerdo con vos en principio.

Pero el coronel estaba íntimamente apegado a su propio punto de vista.

—¡En absoluto, vuestra excelencia! —exclamó—. Este hombre consiente a su tripulación y, a no ser que manifieste una mayor firmeza, pronto se estarán riendo de él. Debe lograr que obedezcan sus órdenes de un salto y no andando con desgana. ¡Vaya! vuestra excelencia habría visto con repugnancia el lánguido espectáculo que ofrecieron la noche del viernes, y en presencia del almirante-general, por añadidura. Y él ¿cómo lo tomó? Con un débil encogimiento de hombros, como Eli en la fábula.

Pedro Fernández se mantuvo tercamente en su decisión.

—Vuestra excelencia —dijo—, he dado mi palabra de que nadie me persuadirá nunca de navegar junto con el coronel, a no ser que demuestre un cambio radical de actitud.

El teniente era un hombre astuto y de gran habilidad diplomática.

—¡Ah —replicó—, si es cuestión de mantener vuestra palabra, no se hable más! Pero al menos, tened la bondad de aguardar aquí y no hacer nada que agrave más aún este asunto hasta que vuelva a estar con vos.

Hizo venir su barcaza y no tardó en ser anunciado con tambores a bordo del San Gerónimo.

En la nave capitana todos habíamos estado asomados a la borda escuchando este debate, y la admiración que yo sentía por el piloto principal me hizo suponer que las tropas lo apoyaban tan de corazón como la tripulación; pero mientras el teniente estaba abajo en la gran cabina, varios soldados salieron ruidosamente en defensa del coronel. El grupo, que estaba indolentemente tendido sobre cubierta a mis espaldas, expresaba su opinión con decidido vigor.

—Estoy hasta el fin de parte del coronel —dijo Matías—. Ese Dimas es sólo un criado servil y no más soldado que yo niñera. El coronel le dio una orden y él debió haberla obedecido sin protesta, aunque hubiera sido que degollara a su padre. ¿Qué hizo él? Fue lloriqueando al encuentro del vicario. «¡Padre, tengo una conciencia delicada!» ¿Qué derecho tiene un sargento a tener conciencia? Que deje esos lujos para sus superiores. «El coronel me ha dado una orden y temo por mi alma inmortal si la cumplo.» ¿Por qué no recurrió al capellán en cambio, que fue otrora uno de nosotros? El padre Antonio lo habría interrumpido sin vacilar: «Una orden es una orden, hijo mío», le habría dicho, «y si el coronel está en un error, no es asunto que te incumba. ¡Cumple con tu deber, hombre!»

—Sí —dijo Juárez—, habría empleado exactamente esas palabras, y Dimas volvió a demostrar su ignorancia de lo que es un buen soldado al intervenir en una riña entre nobles. Oídos sordos, ojos ciegos y labios mudos cuando un oficial pelea con otro: esa es la primera lección que se me enseñó cuando recluta. Dimas se tiene bien ganado el trato de cuerda.

—Un momento, camaradas —intervino el camarero—. Quizá yo sea sólo un marinero y no me es posible seguiros cuando os referís a las costumbres militares. Pero ¿sostenéis que el coronel estuvo acertado al patear y golpear al ordenanza por hacer lo que se le había permitido?

—En cuanto a eso, pendenciero ¿no hubo nunca un marinero que recibiera una paliza por obedecer una orden estúpida de su contramaestre? Si hubiera sido un buen soldado, habría escudado a su oficial, habría dicho: «No, vuestra señoría, nadie me autorizó. Pido el perdón de vuestra señoría; me bebí una cucharadita de chicha de más.» Ten en cuenta que no estoy diciendo que el ordenanza luciera las cintas para llamar la atención del coronel, erizarle los cabellos y hacerle resoplar; pero éste ya ha tenido diferencias con ciertos miembros de la alta oficialidad, no he de decir cuáles, y tiene intención de hacerse respetar. Todo empezó cuando la señora del general le dirigió una reprimenda desde el alcázar en el momento mismo de presentarse; por supuesto, no se puede poner un bozal en boca de una mujer noble; pero esa señora tiene lengua afilada y la piel del coronel es delicada.

—Y entonces —dijo Matías— el caballero andante de tu piloto principal se puso de su parte y salió en defensa del contramaestre, y no digo que en eso haya errado porque también los marineros tienen su orgullo. Pero le pasó la mano al coronel a contrapelo ¿no lo comprendes? Puede que su señoría esté en exceso dispuesto a desenvainar la espada y sea un viejo zorro además, pero su bolsa está siempre abierta para los pobres, cuida de que estemos bien alimentados y armados y nunca en su vida ha ofendido a nadie sin que mediara provocación. Si quieres que te lo diga, esos altos oficiales debieron pensarlo mejor antes de ofrecer al piloto principal su protección, y doy al hombre todos mis respetos por haberla rechazado; unirse en trato secreto contra el coronel no dista mucho de ser un motín y, por mi parte, sé cuál es mi deber. Pero cuando salió en defensa del sargento, cometió una transgresión. El coronel maldice al contramaestre; muy bien, el piloto principal tiene derecho a protestar; pero el coronel patea a un soldado, lo atraviesa con su espada, lo despelleja, lo destripa, lo corta en pedazos y lo da de comer a los perros... todo eso no es nada que le incumba al piloto principal. Debe contentarse con persignarse y seguir adelante.

—En eso tienes razón, Matías —dijo Juárez—. Y la moraleja de toda la cuestión es: una falda a bordo y los líos se multiplican como piojos.

Mientras hablaba, un alférez dio la voz de atención, y el teniente de Paita volvía a su barcaza llevando a doña Ysabel del brazo. El general permaneció en cubierta. En el muelle todas las cabezas se descubrieron ante la dama mientras avanzaba delicadamente por el rudo pavimento; nunca, antes ni después, vi lucir a una mujer más encantadora que a doña Ysabel en aquel momento a los rayos del sol poniente. Apoyando ligeramente su mano sobre el brazo del piloto principal, murmuró:

—Venid, amigo mío, os necesitamos. Aunque hombre alguno jamás podría haceros cambiar de opinión, no dudo de que escucharéis a una mujer. Os doy mi palabra que el coronel no ocasionará ya ningún otro escándalo, ni durante el viaje, ni cuando desembarquemos en las islas. ¿Aceptáis?

¿Qué podía contestar Pedro Fernández? Se arrodilló y le besó la mano en silencio. Luego, después de agradecerle al teniente su bondad, volvió a la nave capitana y se presentó para la reanudación de sus funciones. El coronel también fue a bordo algo más tarde sin que se intentara de nuevo reconciliarlos.

En Paita llenamos mil ochocientos barrilitos y cántaros de agua, y el teniente nos entregó el resto de los arcabuces, de modo que ahora teníamos doscientos en total. De las trescientas ochenta y siete personas que integraban la flotilla, no menos de doscientas ochenta eran capaces de manejar armas; y el general logró encontrar a un oficial dispuesto a pagar un mayorazgo para que sirviera como segundo en el mando del coronel. Su nombre era don Luis Morán y, según yo creo, habría sido más atinado permitir que se quedara en tierra y se guardara su dinero, la muy timorata, mezquina y lúgubre criatura, más adecuado para servir de cochero a una vieja que para mandar tropas capacitadas.