[19] —gritaron los espectadores saltando de los asientos y bailando grotescamente, mientras el toro se alejaba a medio galope en busca de otras víctimas.

—El peligro ha pasado, hijo mío —me dijo ella con tierna sonrisa. Y, sin más, desapareció.

Al ponerme en pie, vi que no me había engañado. Con gran audacia y habilidad, Pedro Fernández había virado por avante, fondeando el ancla de sotavento, aun sin disponer casi de espacio. Hasta a la gobernadora le fue evidente entonces que no era posible hacerse a la mar abierta con semejante ventarrón. Le ordenó que volviera a echar el ancla, pero como ahora no la tenía, no le fue posible obedecer; de modo que se dirigió al refugio que tenía en mente. Cuando forzamos a la banda del punto, la escota del trinquete se partió, fuera de la galápago guía y ya no parecía haber salvación. Pero el barco siguió adelante hasta que su pie de roda estuvo cerca de la roca; entonces el valiente Damián saltó por sobre la borda con una cuerda y se lanzó a nado por el mar embravecido hacia la orilla donde una docena de nativos o más acudió en su ayuda. El piloto principal ajustó una guindaleza a la cuerda, que fue remolcada a tierra; y entonces nos halaron a sotavento del punto donde ajustaron la guindaleza a una palmera convenientemente situada. El San Gerónimo había quedado sólidamente amarrado de cara al viento.

No bien se hubo cumplido esta peligrosa maniobra, la tripulación renovó sus exigencias. De pie bajo el alcázar, gritaban al unísono:

—¡Alimentadnos o pagadnos!

A la gobernadora la ganó un histérico frenesí.

—Id a tierra en seguida, mayor; cabalgad hasta Manila en busca de un magistrado y una fragata llena de tropas para ahogar este motín.

El mayor habría estado encantado de partir en cumplimiento de esa ridícula misión, aunque sólo fuera para escapar de su autoridad, pero don Diego se ofreció a ahorrarle la molestia: sólo ensartaría a un par de marineros con su espada lo cual en seguida silenciaría al resto.

Doña Ysabel entonces reiteró la orden y, cambiando de humor, le comunicó humildemente a Pedro Fernández que bien podríamos aprovechar esta forzada demora en Cobos: si él procuraba la reparación de los aparejos, ella sufragaría el costo de los víveres. Él aceptó de buen grado y convenció a los nativos de que le fabricaran una cuerda para el ancla con fibra de coco y también otras varias cuerdas menores con las que pudiera sujetar el palo del trinquete y el palo mayor; pero como no tenía dinero para pagarles y sabiendo que doña Ysabel no soltaría ni un maravedí, pidió en préstamo los sesenta pesos necesarios al capitán López y le dio en prenda su astrolabio, su cruz geométrica, su cruz provista de reflector y su brújula de bolsillo. La gobernadora, por su parte, convino la adquisición de provisiones para tres semanas con el cacique, entregándole unos pocos pesos en concepto de anticipo; el resto se lo daría, dijo, cuando se hiciera entrega de lo ordenado.

Luego hizo conocer una proclama con despliegue del estandarte real y redoble de tambor: nadie debía abandonar el barco so pena de muerte; pero el mayor había ya dado autorización al viejo Miguel Gerónimo para que fuera a tierra y comprara alimentos para un niño enfermo. Más tarde don Luis vio a Miguel que volvía en una canoa y corrió a contárselo a su hermana, que se enfadó tanto, que el mayor no quiso admitir haber dado esa autorización sin previamente consultarla. Guardó silencio, aun cuando ella lo envió a cubierta para disponer un inmediato trato de cuerda.

El contramaestre lo vio mirando boquiabierto el palo mayor, que ya hacía tiempo que había sido aligerado de su gavia.

—¿Se le ha perdido algo a su señoría? —le preguntó con ironía.

—No, en absoluto, mi buen amigo. Pero ¿dónde está ese pedazo de leño al que la gavia solía estar amarrada?

—¿Os referís al mástil, mi señor?

—¡No, no! El travesaño que se extendía en cruz allí arriba.

—¡Ah! —dijo don Marcos—. Si necesitáis esa verga, debéis acudir al piloto principal: la ha escondido en la bodega por temor a los ladrones. ¿Por qué, vuestra señoría, pregunta por ella?

—...Os estáis riendo de mí, borrico, pero no toleraré que se juegue conmigo. Esas son órdenes de la gobernadora.

—¿Y le habéis dicho quién le dio autorización a Miguel Gerónimo para ir a tierra? —preguntó don Marcos dirigiéndole una mirada desconcertante.

—Yo no hice tal cosa.

—En presencia de dos o tres hombres honrados.

—¡Ya basta, bribón! ¡Reponed esa verga en seguida u os atravesaré de parte a parte!

—Yo recibo órdenes del piloto principal y no de ningún soldado, sea cual fuere su rango.

—¡Pero ésta emana de la gobernadora, os digo!

—Entonces, os lo ruego, aconsejadle que lo vuelva a pensar. No hay un solo hombre aquí que tenga fuerza que desperdiciar en un trato de cuerda. Ahora, si nos obsequiara una jarra de vino y una de aceite, un saco de harina y una o dos lonjas de tocino...

—¡Vaya descaro! ¿Cómo sabéis lo que la gobernadora guarda bajo llave?

—Una de sus doncellas va pregonando una lista de provisiones; pero pide un precio excesivamente alto... Ahora, si nos alimentara bien, de buen grado izaríamos a todos los hombres de popa, sin exceptuar a su señoría.

—¿Os negáis a obedecerme, villano?

—Tratos de cuerda por aquí, azotes por allá... ¡No es razonable! ¡Y los hombres otra vez a punto de morir de hambre!

Entretanto había llegado la partida de ejecución encabezada por el alférez Torres, que lucía inusitadamente pálido y delgado por causa de una aguda crisis de flujo. Tras él marchaba el tambor vestido con las galas que había heredado del coronel. El coronel había sido bajo y gordo y el tambor era alto y esquelético, de modo que las ropas no le sentaban demasiado, y llevaba el tambor fantásticamente adornado con cintas. Luego venía el prisionero entre dos alabarderos de mejillas hundidas que, desagradados por su vergonzoso deber, le daban ligeramente con el codo para animarlo a buscar la libertad en las olas.

—¡No hay tragedia sin sus interludios cómicos! —suspiré para mis adentros.

El contramaestre fue en busca del piloto principal, quien, después de advertirle que no debía pasar ninguna jarcia por polea alguna sin que él mismo se lo ordenara expresamente, comunicó a la gobernadora los hechos precisos del caso.

—Vuestra excelencia —dijo—, tiemblo por la reputación que tendréis en Manila. ¿Y si se difundiera la noticia de que habéis hecho mutilar a un anciano que ha perdido ya toda su fortuna y a cuatro de sus siete hijos a vuestro servicio; un anciano cuyo único crimen ha sido ir a tierra con consentimiento del mayor, en busca de algún alimento para los sobrevivientes?

—¿Del mayor? ¿Es eso verdad o estáis recurriendo a alguno de vuestros trucos?

—Dejo los trucos y las mentiras a las mujeres de la nobleza —respondió él con amargura.

—¡Esperad a que estemos en Manila, mi rata de puerto! Os lanzaré a los perros.

—Me conformo con esperar. Entretanto ¿qué hay de este trato de cuerda?

—El hombre desobedeció mis órdenes y debe recibir su castigo.

—Pero ¿qué castigo aguarda a los que desobedecen las leyes de Dios?

Por algún motivo, esta sencilla pregunta atravesó sus defensas. Sin que pudiera prevérselo rompió a llorar y él, que conocía la profunda miseria en que estaba sumido su corazón, estuvo a punto de cogerla en brazos y darle consuelo; tan profundo era el hechizo que aún su belleza ejercía en él. Reprimiéndose a duras penas, le dijo con la voz quebrada:

—Doña Ysabel, os compadezco con toda el alma.

Ella replicó sollozando:

—Decidle al mayor que ponga al hombre en libertad. Sólo quería asustar a los marineros. Ahora ¡apartaos de mi vista antes de que os injurie!

Según yo lo creo, no había dejado de amar todavía a Pedro Fernández; de otro modo, jamás podría haberlo tratado con tanta barbarie.