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—Has cambiado —dijo Rruk.
—Tú también.
Rruk se comparó con la niña torpe que había sido.
—No tanto como podrías pensar. Ansset, ¿por qué no les dijiste quién eres?
Ansset se apoyó contra uno de los postigos de la Sala Alta.
—Si le hubiera dicho a la guardesa quién soy, en diez minutos la Casa del Canto entera hubiera sabido que estoy aquí. Me habrías dejado quedarme de visita, y después de unos cuantos días me hubieras llevado aparte y me habías dicho: «No puedes quedarte aquí».
—No puedes.
—Pero lo he hecho. Durante meses. No soy tan viejo todavía, pero siento como si volviera a vivir mi infancia. Los niños son hermosos. Cuando tenía su edad y su tamaño no lo sabía.
—Ni yo.
—Tampoco lo saben ellos. Se tiran pan cuando la cocinera no está mirando, ya sabes. Es una terrible infracción al Control.
—El Control no puede ser absoluto en los niños. O en la mayoría de ellos, al menos.
—Rruk, he estado fuera tanto tiempo… Deja que me quede.
Ella sacudió la cabeza.
—No puedo.
—¿Por qué no? Puedo hacer lo que he venido haciendo.
¿He causado algún daño? Piensa sólo que soy un Ciego más. Ya sabes que eso es lo que soy. Un Pájaro Cantor que regresó y no puede ser utilizado como instructor.
Rruk le escuchaba y su calma exterior enmascaraba su interior, cada vez más turbulento. No había hecho ningún daño en los meses que había estado en la Casa del Canto, y sin embargo iba contra la costumbre.
—No me importan mucho las costumbres —dijo Ansset—. Nada en mi vida ha sido particularmente rutinario.
—Esste decidió…
—Esste está muerta —dijo él, y aunque sus palabras eran rudas, Rruk se preguntó si no podía detectar una nota de ternura en su voz—. Tú ocupas ahora la Sala Alta. Esste me amaba, pero la compasión no era su estilo.
—Esste te oyó intentando cantar.
—No puedo cantar. No canto.
—Pero lo haces. Involuntariamente, tal vez, pero lo haces. Sólo hablando, las melodías de tu voz son más elocuentes que muchas de las que nosotros podemos conseguir cuando intentamos interpretar.
Ansset apartó la mirada.
—No has oído tus propias canciones, Ansset. Has experimentado demasiadas cosas en los últimos tiempos. En tus primeros años, principalmente. Tu voz está llena de los mundos exteriores. Llena de demasiado dolor recordado y de pesada responsabilidad. ¿Quién podría oírte y no quedar afectado?
—¿Temes que pueda contaminar a los niños?
—Y a los profesores. Y a mí.
Ansset reflexionó durante un momento.
—Hasta ahora he guardado silencio. Puedo seguir callado. Seré un mudo en la Casa del Canto.
—¿Cuánto tiempo podrías soportarlo?
—¿No hay retiros? Déjame ir y venir como me plazca, déjame deambular por Tew cuando sienta la necesidad de hablar, y luego volver a casa.
—Ésta ya no es tu casa.
Y entonces el Control desapareció de Ansset y su cara y su voz se volvieron suplicantes.
—Rruk, ésta es mi casa. Durante sesenta y cinco años ha sido mi casa, aunque se me prohibió regresar. He intentado mantenerme al margen. He gobernado en aquel palacio durante demasiados años, he vivido entre gente a la que amaba, pero, Rruk, ¿cuánto tiempo podría vivir separado de esta piedra?
Y Rruk recordó su propia época como cantora, y los años en Umusuwee, donde la habían amado y tratado bien, donde había llamado a sus patrones Padre y Madre; y, sin embargo, cuando cumplió quince años casi voló de regreso a casa, porque la jungla podía ser hermosa y dulce, pero la fría piedra había formado todo su interior y no podía soportar estar apartada de ella más de lo necesario.
—¿Qué tienen estas paredes, Ansset, que nos hacen sentir tanto apego?
Ansset la miró inquisitivamente.
—Ansset, no puedo decidir con justicia. Comprendo lo que sientes, creo que comprendo, pero el Maestro Cantor de la Sala Alta no puede actuar movido por la piedad.
—Piedad —dijo él, su Control se hizo fuerte de nuevo.
—Tengo que actuar por el bien de la Casa del Canto. Y tu presencia aquí introduciría demasiadas cosas que no puedo controlar. Las consecuencias podrían resentirse durante siglos.
—Piedad —repitió Ansset—. Entendí mal. Pensaba que te estaba pidiendo un acto de amor.
Ahora fue Rruk quien guardó silencio, observándole. Amor. Eso es, pensó, para eso existimos aquí. Amor, paz y belleza, para eso está la Casa del Canto. Y uno de nuestros mejores hijos, uno de los mejores (no, el mejor Pájaro Cantor que la Casa del Canto ha producido nunca), nos pide amor y por miedo no puedo dárselo.
A Rruk no le parecía justo. Hacer que Ansset se marchara no le parecía apropiado, no importaba lo que pudiera exigir la lógica. Y Rruk no era Esste; no gobernaba por lógica y buen sentido.
—Si en este caso fuera necesaria una decisión sensata, entonces habría una Maestra Cantora sensata en la Sala Alta —le dijo—. Pero no tomo mis decisiones de esa forma. No me siento bien dejando que te quedes, aunque me siento mucho peor haciendo que te marches.
—Gracias —dijo él en voz baja.
—Silencio dentro de estas paredes. Ningún niño debe oír tu voz, ni siquiera un gruñido. Servirás como un Sordo. Y cuando no puedas soportar más el silencio, puedes salir y dirigirte a donde quieras. Toma el dinero que necesites…, puedes gastar eternamente y no acercarte siquiera a lo que cobró la Casa del Canto por tus servicios cuando estabas en la Tierra.
—¿Y puedo volver?
—Mientras quieras. Siempre y cuando guardes silencio aquí dentro. Y me perdonarás si les prohíbo a los Ciegos y Sordos que le digan a ninguno de los cantores quién eres.
Él renunció al Control, le sonrió y la abrazó, y luego le cantó:
Nunca te lastimaré.
Siempre te ayudaré.
Si tienes hambre
te daré mi comida.
Si estás asustado
yo soy su amigo.
Te amo ahora
y el amor no tiene fin.
La canción rompió el corazón de Rruk, sólo durante un momento. Porque era terrible. La voz no era ni siquiera tan buena como la de un niño. Era la voz de un anciano que había hablado demasiado y no había cantado durante demasiados años. No estaba controlada, ni modulada, la melodía ni siquiera era correcta. ¡Cuánto ha perdido!, gritó en su interior. ¿Es esto todo lo que queda?
Y, sin embargo, el poder estaba aún allí. El poder no había sido entregado a Ansset por la Casa del Canto. Nació con él y fue mejorado con sus propios sufrimientos, y por eso cuando le cantó la canción del amor la conmovió profundamente. Rruk recordó su propia vocecita débil cantándole aquellas palabras en lo que parecía un millón de años antes, como si fuera ayer. Recordó su lealtad hacia ella cuando no tenía necesidad de ser leal. Y sus últimos recelos por dejar que se quedara desaparecieron.
—Puedes hablar conmigo —dijo—. No hables con ninguno de los otros, pero conmigo no puedes ser mudo.
—Contaminaré tu voz igual que la de los otros.
Ella negó con la cabeza.
—Nada que proceda de ti podrá hacerme ningún daño. Cuando oigo tu voz recuerdo la Despedida de Ansset. Algunos de nosotros aún la recordamos. Nos hace ser humildes, porque sabemos lo que puede hacer una voz. Y me mantendrá limpia.
—Gracias —repitió él, y entonces la dejó, bajó las escaleras y se dirigió a las zonas de la Casa del Canto donde acababa de prometer que nunca volverían a oír su voz.