11
La puerta de la habitación privada de Mikal se cerró, y Ansset sólo dio unos pocos pasos hacia el interior. Mikal, que caminaba por delante de él, se detuvo, sin mirar a nada, dándole la espalda.
—Nunca más —dijo el emperador.
La voz sonaba ronca por la emoción, y la espalda estaba encorvada. Mikal se dio la vuelta y miró a Ansset, y el niño se impresionó por lo que había envejecido el rostro de Mikal. Las arrugas eran más profundas, la boca caía más bruscamente hacia las comisuras, y los ojos mostraban un terrible dolor, hundidos en unas ojeras que parecían joyas sobre un terciopelo oscuro. Y Ansset, de repente, advirtió que Mikal moriría cualquier día.
—Nunca más —repitió Mikal—. Esto no puede volver a suceder. Cuando me pediste libertad de los guardias, las reglas y los programas, te dije, de acuerdo, puedes hacerlo, no se puede enjaular a un Pájaro Cantor. Para mí, para mis amigos, eras una hermosa melodía en el aire. Para mis enemigos, que sobrepasan con mucho a mis amigos, eres una herramienta. El simple hecho de que te separaran de mí podría haberme matado, Ansset. No soy joven. No puedo soportar ese tipo de cosas.
—Lo siento.
—¿Cómo podías saberlo? Educado en esa maldita Casa del Canto sin ninguna exposición a la vida, ¿cómo podrías haber sabido qué clase de odios propagan los animales que caminan sobre dos patas y dicen ser inteligentes? Yo sí lo sabía. Pero desde que llegaste, me he comportado como un tonto. He vivido haciéndolo lo que me parecen mil años, un millón de años, y nunca he cometido tantos errores como desde que viniste.
—Entonces, haz que me vaya. Por favor.
Mikal le miró con firmeza.
—¿Quieres irte?
Ansset quiso mentirle, decirle que sí, que tenía que marcharse, que lo enviara a su hogar en la Casa del Canto. Pero no podía mentirle a Mikal.
—No —dijo por fin.
—Entonces aquí estamos. Pero a partir de ahora te vigilarán constantemente. Es demasiado tarde ya, pero te vigilaremos y dejarás que mis hombres y yo te protejamos.
—Sí.
—¡Cántame, maldición! ¡Cántame!
Y Mikal alzó al niño de once años en sus brazos, lo llevó junto al fuego y le abrazó mientras Ansset empezaba a cantar. Fue una canción suave y breve, pero al final Mikal estaba tumbado sobre su espalda contemplando el techo. Por sus mejillas corrían lágrimas.
—No tenía intención de que la canción fuera triste. Estaba regocijándome —dijo Ansset.
—Yo también.
Mikal alargó una mano y cogió la de Ansset.
—¿Cómo iba a saber, Ansset, cómo iba a saber que ahora, en la vejez, cometería las estupideces que he evitado durante toda mi vida? Oh, he amado la vida como a cualquier otra cosa apasionada que he hecho, pero cuando te raptaron descubrí, hijo mío, que te necesitaba —Mikal se dio la vuelta y miró a Ansset, que contemplaba al anciano con gesto adorador—. No me adores, chico. Soy un viejo bastardo que mataría a su propia madre si uno de mis enemigos no lo hubiera hecho ya.
—Nunca me lastimarías.
—Lastimo todo lo que amo. —Su rostro se desprendió de la amargura ante el recuerdo del miedo—. Tuvimos miedo por ti. Al principio temimos que fueras otra víctima de ese loco que ha estado aterrorizando a los ciudadanos. La audacia del secuestro fue increíble. Esperaba que encontraran tu cuerpo hecho pedazos… —su voz se quebró—. Pero no ocurrió así, seguimos encontrando más y más cadáveres, y ninguno de ellos era el tuyo. Incluso les tomamos las huellas dactilares a varios, o comprobamos sus dientes, pero ninguno eras tú, y nos dimos cuenta de que los que te habían capturado habían medido bien su tiempo. Perdimos semanas intentando relacionarte con los otros secuestros, y cuando nos dimos cuenta de que estábamos equivocados, la pista era ya muy vaga. No hubo notas de rescate. Nada. Me quedaba despierto por las noches, durante horas, preguntándome qué te habían hecho.
—Estoy muy bien.
—Aún les temes.
—A ellos no —dijo Ansset—. A mí.
Mikal suspiró y se dio la vuelta.
—Me he permitido llegar a necesitarte, y ahora lo peor que alguien puede hacer es separarte de mí. Me he vuelto débil.
Y Ansset le cantó acerca de la debilidad, pero en su canto la debilidad era la mayor fuerza de todas.
Más tarde, aquella misma noche, cuando Ansset creía que Mikal se estaba quedando dormido, el viejo emperador agitó una mano y gritó con furia:
—¡Lo estoy perdiendo!
—¿El qué? —preguntó Ansset.
—Mi imperio. ¿Lo edifiqué para que cayera? ¿Arrasé una docena de mundos y saqueé otro centenar de ellos para que todo se vuelva un caos cuando yo muera? —se acercó a Ansset y le susurró, sólo a unos centímetros de distancia: Me llaman Mikal el Terrible, pero lo edifiqué para que se alzara como un paraguas por toda la galaxia. Ahora tienen paz y prosperidad y toda la libertad que sus pequeñas mentes pueden soportar. Pero cuando muera lo echarán todo a perder.
Ansset intentó cantarle esperanza.
—No hay esperanza. Tengo cincuenta hijos, tres de ellos legítimos, y todos ellos idiotas que intentan adularme. No podrían conservar el imperio ni durante una semana, ninguno. No hay un solo hombre al que haya conocido que pueda controlar lo que he edificado durante toda mi vida. Cuando muera, todo morirá conmigo.
Y Mikal se hundió en el suelo, agotado.
Por una vez, Ansset no pudo cantar. Extendió una mano para tocar a Mikal y la apoyó sobre la rodilla del viejo.
—Por ti, Padre Mikal, creceré para hacerme fuerte. ¡Tu imperio no caerá! —dijo. Habló con tanta intensidad que tanto él como Mikal tuvieron que echarse a reír tras un instante de sorpresa.
—Sin embargo, es cierto —dijo Mikal, revolviendo el pelo del niño—. Por ti, lo haría. Te daría el imperio, pero te matarían. Y aunque pudiera vivir lo suficiente para entrenarte y convertirte en un gobernador de hombres, para ponerte en el trono y obligarles a aceptarte, no lo haría. El hombre que sea mi heredero tendrá que ser cruel y malvado, sibilino y sabio, completamente egoísta y ambicioso, desdeñoso de todo el resto del mundo, brillante en la batalla, capaz de adivinar los movimientos y maniobras de sus enemigos, y lo suficientemente fuerte para vivir completamente solo durante toda su vida —Mikal sonrió—. Ni siquiera yo cumplo todos los requisitos, porque ahora no estoy solo.
—Ni yo —dijo Ansset. Y le cantó al Padre Mikal para que se durmiera.
Y mientras yacía en la oscuridad, Ansset se preguntó cómo sería ser emperador, hablar y hacer que sus palabras fueran obedecidas, no sólo por aquellos que estuvieran suficientemente cerca para oírle, sino por cientos de millones de personas en todo el universo. Imaginó grandes multitudes moviéndose al son de su canto, y mundos siguiendo el ritmo alrededor de sus soles obedeciendo su palabra, y las propias estrellas moviéndose a derecha e izquierda, cerca o lejos, según lo deseara. Sus imaginaciones se convirtieron en sueños a medida que fue quedándose dormido, y sintió el júbilo del poder como si estuviera volando, toda Susquehanna extendida bajo él, pero de noche, con las luces resplandecientes como estrellas.
Junto a él volaba alguien más. El rostro era familiar, pero no recordaba por qué. El hombre era alto, y vestía uniforme de sargento. Miraba a Ansset plácidamente, pero entonces extendía una mano y le tocaba, y de repente Ansset quedaba desnudo, solo y temeroso, y el hombre manoseaba su entrepierna y a Ansset no le gustaba y golpeaba al hombre, le golpeaba con todo el poder de un emperador, y el sargento caía del aire con una mirada de terror, caía y quedaba aplastado sobre una de las torres del palacio. Ansset contemplaba el cuerpo roto, desgarrado, sangrante, y de repente sentía el terrible peso de la responsabilidad. Alzaba la cabeza y veía que todas las estrellas caían, todos los mundos se precipitaban sobre sus soles, todas las multitudes marchaban hacia un despeñadero enorme y terrible, y por mucho que gritara y sollozara diciéndoles que se detuvieran, no le escuchaban. Entonces sus propios gritos le despertaron, y vio la amable cara de Mikal que le observaba con preocupación.
—Un sueño —dijo Ansset, no despierto del todo—. No quiero ser emperador.
—No lo seas —respondió Mikal—. No lo seas nunca.
Estaba oscuro, y Ansset rápidamente se durmió de nuevo.