6
Kya-Kya era una Sorda. A la edad de ocho años aún no había progresado más allá del nivel de Gemido. Su Control era débil. Su tono, incierto. No era carencia de habilidad innata: el buscador que la encontró no había cometido ningún error; Kya-Kya, simplemente, no podía prestar suficiente atención. No se preocupaba.
O al menos eso decían. Pero ella se preocupaba mucho, sobre todo cuando los niños de su edad y un año más pequeños aún la dejaban atrás. Todos eran amables con ella y pocos se desesperaban, porque era bien sabido que algunos cantaban mejor que otros. Se preocupó aún más cuando le dijeron amablemente que no tenía sentido seguir adelante. Era una Sorda, no porque no pudiera oír, sino porque, como le dijo su profesor: «Oír, no oyes». Y eso fue todo. Un tipo de profesor distinto, distintos deberes, distintos niños. No había muchos Sordos, pero sí los suficientes como para llenar una clase. Les enseñaban los mejores profesores que podía proporcionar Tew. Pero no aprendían música.
La Casa del Canto cuida de todos sus niños, pensaba a menudo, a veces con agradecimiento, a veces con amargura. Cuida de mí. Me enseñan a trabajar asignándome tareas en la Casa del Canto. Me enseñan ciencia, historia e idiomas y en eso soy realmente buena. En el exterior, me considerarían una niña dotada. Pero aquí soy una Sorda, y cuanto antes me marche, mejor.
Se iría pronto. Tenía catorce años. Le quedaban sólo unos pocos meses. A los quince años estaría fuera, con un buen sueldo y las puertas de una docena de universidades abiertas. Continuaría disponiendo de dinero hasta que tuviera veintidós años, e incluso más tarde, si lo necesitaba. La Casa del Canto se preocupaba de sus hijos.
Pero todavía quedaban esos pocos meses, y sus tareas eran bastante interesantes. Trabajaba con seguridad, comprobando los sistemas de alarma y protección que aseguraban que la Casa del Canto permaneciera aislada del resto de Tew. Aquellos aparatos no habían sido necesarios en los viejos tiempos. Incluso había habido una época en que el Maestro Cantor de la Sala Alta gobernaba todo el mundo. Pero había transcurrido menos de un siglo desde que los extranjeros habían intentado entrar en la Casa del Canto por culpa de una estúpida disputa de un pirata que codiciaba los reputados tesoros de la Casa del Canto. Y ahora tenían los dispositivos de seguridad, en cuya vigilancia empleaba todo un año. El deber había llevado a Kya-Kya a las afueras, en un viaje mayor que circundar el mundo, y en scooter, así que estaba sola en los bosques, desiertos y costas de las tierras de la Casa del Canto.
Hoy estaba comprobando los dispositivos de seguridad de la propia Casa del Canto. En cierto sentido, ser consciente de que sabía algo que ninguno de los niños y muy pocos maestros y profesores sabían la hacía sentirse superior: que la piedra no era impenetrable; que, de hecho, estaba repleta de cables y tubos y que lo que parecía una primitiva piedra era potencialmente tan moderna como cualquier otra cosa en Tew. La posesión de los diagramas de alambrado le proporcionaba una información que sorprendería a cualquiera de los cantores menos informados. Sin embargo, siempre que se enorgullecía por aquel conocimiento secreto, se obligaba a recordar que le permitían que supiera todo aquello siendo tan joven porque estaba completamente apartada de la disciplina y el estudio de la Casa del Canto. Era una Sorda… Podía conocer secretos porque nunca cantaría, y por eso no importaba.
Ése era su estado de ánimo cuando entró en la Sala Alta. Llamó bruscamente a la puerta porque se sentía trastornada.
No hubo respuesta. El viejo Maestro Cantor, Nniv, no estaba dentro. Empujó la puerta hasta abrirla. La Sala Alta estaba helada, con todos los postigos abiertos para que entrara el viento invernal. Era una locura dejar la habitación en este estado… ¿quién podría trabajar aquí? En vez de dirigirse a los paneles donde estaban escondidos los monitores, Kya-Kya se acercó a los postigos de la ventana más próxima, se inclinó para cogerlos y se sorprendió mirando hacia abajo al tejado más cercano durante una eternidad, o al menos creía ella. No se había dado cuenta de lo alta que estaba. En la zona este, naturalmente, la Casa del Canto era más elevada, y por tanto las escaleras hacia la Sala Alta no eran realmente muy largas. Pero se encontraba muy arriba, y la altura le fascinaba. ¿Qué se sentiría al caer? ¿Sería como volar, con la alegría con la que el scooter corría colina abajo? ¿O tendría miedo?
Se detuvo con una pierna ya sobre el alféizar y los brazos dispuestos a lanzarla al aire. ¿Qué estoy haciendo? El darse cuenta de ello fue casi suficiente como para lanzarla hacia adelante. Se contuvo, agarró los laterales de la ventana y se esforzó por meter la pierna hacia dentro; lentamente, se separó de la ventana y por fin se arrodilló, apoyando la cabeza contra el reborde de roca de la base. ¿Por qué he hecho eso? ¿Qué estaba haciendo?
Me marchaba de la Casa del Canto.
El pensamiento la hizo estremecerse. No de esa manera. No dejaré la Casa del Canto de esa manera. Marcharme de la Casa del Canto no será el final de mi vida.
No lo creía, y por eso se agarró a la piedra y deseó no soltarse nunca.
La sala estaba fría. La hacía sentirse entumecida, inmóvil como estaba, y el gemido del viento a través de los huecos del tejado y las ráfagas que penetraban por las ventanas la atemorizaban de un modo desconocido. Era como si alguien la estuviera observando.
Se dio la vuelta. No había nadie. Sólo montones de ropa, libros y bancos de piedra y un pie que sobresalía de uno de los montones de piedra. El pie estaba violáceo, se acercó a él y descubrió que aquel montón de ropa era el cuerpo retorcido e increíblemente delgado de Nniv, que estaba muerto, helado por el viento invernal que penetraba desde fuera. Tenía los ojos abiertos, y miraba a la piedra que tenía frente a él. Kya-Kya gimió, pero después se agachó y lo sacudió como para despertarlo. Le dio la vuelta, pero un brazo se quedó erguido en el aire, y las piernas se movieron tan sólo un poco. Kya-Kya supo que estaba muerto, que durante todo el tiempo que había estado en la habitación había estado muerto.
El Maestro Cantor de la Sala Alta sólo moría raramente. Nunca había conocido a otro. Era Nniv quien había decidido su destino. La había declarado Sorda y decidido que se marcharía de la Casa del Canto sin canciones. Le había odiado en el fondo de su corazón, aunque sólo había hablado con él muy pocas veces desde que cumplió los ocho años. Ahora sólo sentía repulsión por el cadáver, y más que eso, disgusto por la forma en que había muerto. ¿Siempre se mantenía la habitación con este frío tan terrible? ¿Cómo había podido vivir tanto tiempo? ¿Formaba parte de alguna disciplina el hecho de que el señor de la Casa del Canto viviera con tanta penuria y miseria?
Si este cadáver demacrado y congelado era la culminación de lo que la Casa del Canto podía producir, Kya-Kya no se sentía impresionada. Nniv tenía los labios abiertos y la lengua fuera, azul y fantasmal. Esta lengua, pensó, había sido alguna vez parte de una canción que fue considerada la canción más perfecta de la galaxia, incluso del universo. Pero ¿qué había sido la canción sino la garganta y los labios, dientes y pulmones ahora fríos? ¿Sino el cerebro ahora inmóvil?
Kya-Kya no podía cantar por culpa de labios, dientes, garganta y pulmones y porque su mente no era tan sencilla como para poder ser lo que la Casa del Canto exigía. ¿Pero qué importaba eso?
No se alegraba por el hecho de que Nniv estuviera muerto. Tenía la edad suficiente como para saber que también ella moriría, y el que tuviera quizás un siglo por delante tan sólo significaría que su tiempo podía acabar de una manera tan accidentalmente cruel como había sucedido con Nniv. Kya-Kya no pretendía ninguna virtud inusitada. Sólo un valor poco común que nadie más que ella reconocía. Y se dio cuenta de que el fracaso de Nniv en reconocer quién y qué era ella (¿o lo había reconocido de verdad?), no la cambiaba.
Lo abandonó y bajó las escaleras para buscar al Ciego que estaba a cargo del mantenimiento, un anciano llamado Hrrai que casi nunca salía de su despacho.
—Nniv está muerto —le dijo, preguntándose si su voz reflejaría su felicidad (pero sabiendo que Hrrai tenía pocas posibilidades de interpretarla muy bien, ya que era un Ciego). No puedo dejar que nadie se dé cuenta de que soy feliz, pensó. Porque no me alegro de su muerte, sino de mi vida.
—¿Muerto? —el imperturbable Hrrai parecía poco sorprendido—. Bien, entonces debes ir a informar a su sucesor.
—Pero Hrrai… —dijo Kya-Kya.
—¿Pero qué?
—¿Quién es el sucesor de Nniv?
—El próximo Maestro Cantor de la Sala Alta, naturalmente.
—¿Naturalmente? ¿Y cómo puedo saber quién es? ¿Cómo se supone que voy a averiguarlo si no me lo dices?
Hrrai alzó la cabeza, mucho más sorprendido esta vez que en el momento de oír la noticia de la muerte de Nniv.
—¿No sabes cómo funcionan estas cosas?
—¿Cómo voy a saberlo? Soy una Sorda. Nunca he pasado de Gemido.
—Bien, no te exaltes tanto. No es precisamente un secreto. Quien encuentre el cuerpo lo sabrá, eso es todo. Quien quiera que encuentre muerto al Maestro Cantor en la Salta Alta lo sabrá.
—¿Cómo lo sabré?
—Te resultará obvio. Simplemente ve y dile que tiene que encargarse de los preparativos del funeral. Es así de sencillo. Pero tienes que actuar rápidamente. La Casa del Canto no puede estar mucho tiempo sin alguien en la Sala Alta.
Regresó a su trabajo de un modo tan concluyente que Kya-Kya supo que tenía que marcharse y cumplir con su deber sin molestarle más. Se fue y deambuló por los corredores. Había pensado en salir de la Casa del Canto dentro de unos meses, pues era la persona menos importante que la habitaba, y de pronto se esperaba que eligiera al dirigente del lugar. ¿Qué clase de loco sistema es éste?, se preguntó. ¡Mira que tocarme a mí precisamente con todos los que hay!, ¡qué mala suerte!
Pero no era mala suerte, y mientras vagabundeaba por los corredores de piedra, helados por el frío invierno del exterior, se dio cuenta de que nadie se acercaba a la Sala Alta sin problemas, excepto los encargados de mantenimiento, y que éstos eran Sordos o Ciegos, o sea aquellos que no habían alcanzado los puntos más altos del arte de cantar. Ellos no podían hacerlo, no podían tampoco enseñar… y por eso eran ellos quienes tenían que toparse con los cadáveres y, al ser imparciales y no formar parte del grupo de los elegibles, escogían con justicia a la persona que obviamente debería ser el Maestro Cantor de la Sala Alta.
¿A quién?
Se dirigió a las Salas Comunes y vio cómo los profesores daban sus clases, y supo que no podría ascender súbitamente a un profesor por encima de su categoría; era tentador mostrarse caprichosa, vengarse de la Casa del Canto y nombrar a un incompetente para que la encabezase, pero sería cruel con el incompetente así designado y no podía destruir a nadie de esa forma. Sabía que era igual de cruel ascender a una persona por encima de su puesto que dejarla por debajo de su verdadera posición. No causaré ninguna desdicha.
Pero los Maestros Cantores, el grupo lógico del que habría que elegir… no conocía a ninguno, excepto por su reputación. Onn, era profesor y cantor de talento, pero siempre se le habían asignado tareas de consultor porque no podía soportar la necesidad de mantener un programa fijo, reunirse con gente extraña y aún menos tomar decisiones. Mucho mejor dar consejos. No, Onn no era el que todos esperarían, aunque sí el más agradable. Y Chuffyun era demasiado viejo, excesivamente viejo. No tardaría mucho en reunirse con Nniv.
En realidad, como Hrrai le había dicho, la elección era obvia, aunque no era algo que le gustara ni mucho menos. Esste se mostraba fría con todo el mundo excepto con el niñito que estaba aleccionando para que se convirtiera en el posible Pájaro Cantor de Mikal. Además, había descendido a las Salas Comunes rebajándose a ejercer de maestra, cuando había sido administradora de la mitad de la Casa del Canto, todo por un simple chiquillo. Nadie ha hecho sacrificios tan grandes por mí, pensó Kya-Kya amargamente. Pero Esste era una gran cantora que podía encender fuegos en todos los corazones de la Casa del Canto… o apagarlos si quería, y estaba por encima de los celos y las pequeñas rivalidades endémicas en la Casa del Canto. Su actitud era la que estaba por encima de estas cosas… y además ahora se hallaría también por encima de ella en su posición.
Kya-Kya detuvo a una maestra (que se sorprendió muchísimo al ver que una Sorda la interrumpía), y le preguntó dónde podía encontrar a Esste.
—Con Ansset. Con el niño.
—¿Y dónde está él?
—En su celda.
Celda. El niño había sido promocionado. No debía tener apenas más de seis años y ya estaba en Celdas y Cámaras. Aquello amargó a Kya-Kya y le revolvió el estómago, aunque se recuperó en un momento. El niño había sido ascendido por Esste, eso era todo. Estaría toda su vida en la Casa del Canto, excepto unos cuantos años que pasaría a ser ejecutor. Mientras que ella sería libre, podría ver todo Tew… ¡Aun más, podría visitar otros planetas, tal vez incluso podría ir a la Tierra, donde Mikal gobernaba el universo con indescriptible gloria!
Unas pocas preguntas. Unas pocas direcciones. Encontró la celda de Ansset, idéntica a todas las otras a no ser por el número que tenía en la puerta. Oyó cantar en el interior. Era una conversación… sabía cuándo utilizaban hablacanción. Esste estaba dentro, entonces. Kya-Kya llamó a la puerta.
—¿Quién? —fue la respuesta… del niño, no del Maestro Cantor.
—Kya-Kya. Con un mensaje para la Madre Esste.
La puerta se abrió. El niño, que era mucho menor que Kya-Kya, la dejó entrar. Esste estaba sentada en un banquito junto a la ventana. La habitación era sombría: paredes de madera, tres de ellas desnudas, una litera, una banqueta, y el muro de piedra enmarcando la solitaria ventana que daba al patio. Todas las celdas eran intercambiables entre sí. Pero Kya-Kya habría vendido su alma por poseer una y todo lo que eso implicaba. El niño tenía sólo seis años.
—¿Cuál es tu mensaje?
Esste se comportaba con la misma frialdad de siempre. Sus vestidos se arremolinaban en torno a sus pies y estaba sentada absolutamente erguida.
—Esste, vengo de la Sala Alta.
—¿Nniv quiere verme?
—Está muerto. —La cara de Esste no reveló nada. Tenía el Control—. Está muerto —repitió Kya-Kya—. Y espero que te encargues de los preparativos del funeral.
Esste permaneció en silencio unos instantes antes de contestar.
—¿Encontraste tú el cadáver?
—Sí.
—No me has hecho ningún favor —dijo Esste, y se levantó y salió de la habitación.
¿Y ahora qué?, se preguntó Kya-Kya, de pie cerca de la puerta de la celda de Ansset. No había pensado más que en informar a Esste, aunque había esperado alguna reacción, al menos que le dijera qué tenía que hacer. En cambio allí estaba, en la celda con el niño que era todo lo contrario a ella, el epítome del éxito donde ella no había conocido nada más que fracasos.
El niño la miró inquisitivamente.
—¿Qué significa esto?
—Significa que Esste es el Maestro Cantor de la Salta Alta.
El niño no mostró ningún signo de respuesta. Control, pensó Kya-Kya. El maldito Control.
—¿No significa nada para ti? —demandó.
—¿Qué tendría que significar? —preguntó Ansset, y en su voz había un hilo de inocencia.
—Debería significar al menos una enorme alegría, niño —replicó Kya-Kya, con el desdén que los inferiores sin esperanza pueden mostrar cuando el superior se siente indefenso—. Esste te ha estado mimando en todo momento y guiándote hacia arriba sin que tuvieras que sufrir el dolor que todo el mundo tiene que experimentar. Y ahora ella tiene todo el poder necesario. Serás un Pájaro Cantor, pequeño. Cantarás para las personas más importantes de la galaxia. Y luego regresarás a casa, y tu Esste se encargará de que no tengas que preocuparte de ser amigo o tutor. Empezarás directamente enseñando, o siendo un maestro, o quizá (¿por qué no?), un gran maestro ya desde el principio, y antes de que tengas veinte años serás un Maestro Cantor. ¿Así que por qué no olvidas tu Control y demuestras tu alegría? ¡Esto es lo mejor que podría haberte pasado!
La voz de Kya-Kya era furiosa y amarga, sin ningún rastro de música, ni siquiera la negra música de la cólera.
Ansset la miró plácidamente y entonces abrió la boca, pero no para hablar, sino para cantar. Al principio ella decidió marcharse de inmediato, pero pronto fue incapaz de decidir nada.
Kya-Kya había oído a muchos cantores con anterioridad, pero ninguno le había cantado de esta forma. Eran palabras, aunque no oía palabras, sino amabilidad, comprensión, ánimo. En la canción de Ansset, ella no era un fracaso, sino una mujer sabia que había hecho un gran favor a la Casa del Canto; una mujer que se había ganado el respeto de todas las generaciones futuras. Se sintió orgullosa. Sintió que la Casa del Canto la enviaría al exterior no con vergüenza, sino como emisaria ante los mundos de fuera. Les hablaré de la música, decidió, y gracias a mí la Casa del Canto será tenida en mucha mayor estima por todos los que la conocen, pues yo soy un producto de la Casa del Canto, igual que cualquier cantante o Pájaro Cantor. Kya-Kya rebosaba de alegría, de orgullo. No había sido tan feliz desde hacía años en toda su vida. Abrazó al niño y lloró durante varios minutos.
Si esto es lo que Ansset puede hacer, merece todos los elogios que ha recibido, pensó Kya-Kya. El niño está lleno de amor, incluso hacia mí. Incluso hacia mí. Y entonces lo miró a los ojos y vio…
Nada.
Él la miraba tan plácidamente como había hecho antes. Control. Había cantado la Canción, y eso era todo, pero no había nada humano en él cuando dejaba de cantar. Sabía lo que ella quería oír, se lo había dado, y aquello era todo lo que necesitaba hacer.
—¿No te dan cuerda? —dijo a aquel rostro inexpresivo.
—¿Darme cuerda?
—Quizás seas cantor —dijo ella, furiosa—. ¡Pero no eres humano!
Ansset se puso a cantar de nuevo, con un tono tranquilizador, pero Kya-Kya se puso en pie de un salto y retrocedió.
—¡Otra vez no! ¡No me engañarás de nuevo! ¡Cántale a las piedras y hazlas llorar, pero no me engañarás otra vez!
Salió corriendo de la habitación, cerrando la puerta de golpe, y dejando atrás la canción del niño, su rostro vacío. Ansset era un monstruo, no había nada real en él, y Kya-Kya lo odiaba.
Pero al mismo tiempo recordaba su canción y le amaba, y ansiaba regresar a su celda para oírle cantar eternamente.
Ese mismo día le suplicó a Esste que la dejara marcharse antes de tiempo. Esste parecía confusa y le pidió explicaciones. Kya-Kya insistió de nuevo en que si no la dejaban irse, se mataría.
—Entonces puedes irte mañana —dijo la nueva Maestra Cantora de la Sala Alta.
—¿Antes del funeral?
—¿Por qué antes del funeral?
—Porque él cantará entonces, ¿no?
Esste asintió.
—Su canto será maravilloso.
—Lo sé —contestó Kya-Kya, y sus ojos se llenaron de lágrimas al recordarlo—. Pero no será un ser humano el que cante. Adiós.
—Te echaremos de menos —dijo Esste en voz baja, y las palabras fueron tiernas.
Kya-Kya, antes de marcharse, se dio la vuelta para mirar a Esste a los ojos.
—Oh, hablas tan dulcemente… Ya veo de quién aprendió Ansset. Una máquina enseñando a otra máquina.
—Estás equivocada —contestó Esste—. Es dolor enseñando al dolor. ¿Para qué otra cosa crees que sirve el Control?
Pero Kya-Kya se había marchado ya, y no volvió a ver a Esste ni a Ansset de nuevo antes de que el tranvía la condujera, con su equipaje y con el sueldo de su primer mes, lejos de la Casa del Canto.
—Soy libre —dijo en voz baja cuando traspasó la puerta que conducía a Tew y a las granjas que se extendían ante ella.
Eres una mentirosa, eres una mentirosa, respondió el ritmo de los motores.