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Ansset paseaba por el jardín a la vera del río. En la Casa del Canto, el jardín consistía en un puñado de flores en el patio, o las verduras de la zona cultivable que había detrás de la última cámara. Aquí, el jardín era una vasta extensión de hierba y maleza y altos árboles que se extendían por las dos confluencias de los ríos Susquehanna hasta donde ambos se unían. Al otro lado de los ríos había un bosque denso y lujuriante, y los pájaros y los animales a menudo emergían de los árboles para beber o comer en el agua. El Chambelán había suplicado a Ansset que no caminara por el jardín. El espacio era demasiado grande, kilómetros en cada dirección, y la espesura resultaba demasiado densa para efectuar una ronda decente.

En los dos años que llevaba viviendo en el palacio de Mikal, Ansset había comprobado los límites de su vida y descubierto que eran más amplios de lo que le habrían gustado al Chambelán. Había cosas que Ansset no podía hacer, no porque hubiera reglas y programas sino porque Mikal se disgustaría si lo hiciera, y disgustar a Mikal era algo que Ansset no deseaba nunca. No podía seguir Mikal a las reuniones a menos que se le invitara específicamente. Había ocasiones en que Mikal precisaba estar solo. Ansset no necesitaba que se lo dijeran: percibía el estado de ánimo de Mikal y se marchaba.

Había otras cosas, sin embargo, que Ansset había aprendido que podía hacer. Podía entrar en la habitación privada de Mikal sin pedir permiso. Descubrió, experimentando, que sólo unas pocas puertas del palacio no se abrían bajo sus dedos. Había deambulado por el laberinto del palacio y lo conocía mejor que nadie; a menudo se divertía situándose junto a un mensajero cuando se le encomendaba una misión y luego planeaba una ruta que le llevaría a su destino mucho antes que él. Los mensajeros se desesperaban, naturalmente, pero pronto captaron el sentido de juego y corrieron con él, y a veces llegaban a la meta antes que Ansset.

El Pájaro Cantor también podía pasear por el jardín cuando quisiera. El Chambelán lo discutió con Mikal, pero éste miró a Ansset a los ojos y dijo:

—¿Es importante para ti pasear por el jardín?

—Lo es, Padre Mikal.

—¿Y tienes que pasear solo?

—Si puedo.

—Entonces lo harás.

Y aquello fue el final de la discusión. Por supuesto, el Chambelán tenía hombres vigilándole desde lejos, y de vez en cuando un volador surcaba el cielo, pero normalmente Ansset tenía la sensación de encontrarse solo. A excepción de los animales, eso era algo de lo que no había tenido mucha experiencia en la Casa del Canto. Hizo excursiones ocasionales al campo, al lago, al desierto. Pero allí no había tantas criaturas, ni tantas canciones. El parloteo de las ardillas, los chillidos de los gansos y los grajos y los cuervos, los saltos de los peces bailarines. ¿Cómo podían haberse atrevido los hombres a abandonar este mundo? Ansset no podía adivinar el impulso que había forzado a sus antepasados a entrar en frías naves y dirigirse a otros planetas que muy a menudo les quitaban la vida. En la paz del canto de los pájaros y el rumor del agua era imposible imaginar que nadie quisiera abandonar este lugar si era tu hogar.

Pero no era el hogar de Ansset. Aunque amaba a Mikal como sólo había amado a Esste, y aunque comprendía las razones por las que había sido enviado para convertirse en el Pájaro Cantor de Mikal, dio la espalda al río y miró al palacio con sus falsas piedras muertas y ansió encontrarse de nuevo en casa.

Mientras contemplaba el palacio, escuchó un sonido en el río tras él, y el sonido le hizo estremecerse como un viento frío, y se habría dado la vuelta para enfrentarse al peligro si el gas no le hubiera alcanzado antes. Cayó al suelo, y ya no recordó nada del secuestro.