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El Chambelán era un hombre atareado, y ese aspecto era lo que más se evidenciaba en él. Se empinaba ligeramente sobre sus talones cuando estaba de pie; se inclinaba hacia adelante mientras andaba; tan ansioso estaba por llegar a su destino que ni siquiera sus pies podían mantener su ritmo. Y aunque era amable e interminablemente lento durante las ceremonias, su conversación normal era rápida y sus palabras surgían tan atropelladamente que uno no se atrevía a dejar de prestar atención durante un momento por temor de perder algo y tener que pedirle que lo repitiera… ah, entonces, se enfadaría y el ascenso del año estaría completamente perdido.

Así que los hombres del Chambelán eran también rápidos. O, más bien, lo parecían. Pues aquellos que trabajaban para el Chambelán no tardaban en darse cuenta de que su rapidez era una ilusión. Sus palabras eran rápidas, pero sus pensamientos lentos, y requería cinco o seis conversaciones para llegar a un punto que podría haber sido dicho con una sola frase. Era algo enloquecedor, enervante, y por eso sus subordinados sufrían lo infinito con tal de evitar hablarle.

Que era, precisamente, lo que el Chambelán quería.

—Soy el Chambelán —le dijo a Ansset en cuanto estuvieron solos.

Ansset le miró sin ninguna expresión en el rostro. Aquello cogió al Chambelán por sorpresa. Normalmente había algún parpadeo de reconocimiento, una media sonrisa que traicionaba el nervioso conocimiento de su poder y su posición. ¿Del niño? Nada.

—Eres consciente —continuó diciendo sin esperar más tiempo una respuesta—, que soy el administrador de este palacio, y, por extensión, de esta ciudad. Nada más. Mi autoridad no se extiende más allá. Sin embargo, esa autoridad te incluye. Completa, totalmente, sin excepción. Harás lo que yo diga.

Ansset le miró sin parpadear.

Maldición, odio tener que tratar con niños, pensó el Chambelán. Ni siquiera son humanos.

—Eres un Pájaro Cantor increíblemente valioso. Por lo tanto, no saldrás sin mi permiso. Mi permiso. Dos de mis hombres te acompañarán constantemente. Seguirás el programa que se te prepare, el cual incluye amplias oportunidades de recreación. No puedo tenerte bajo mi tutela todo el tiempo. Por el precio que pagamos por ti, podríamos construir otro palacio como éste y tener espacio suficiente como para alojar un ejército.

Nada. Ninguna emoción.

—¿No tienes nada que decir?

Ansset sonrió levemente.

—Chambelán, tengo mis propios programas. Serán ésos los que cumpla. O no podré cantar.

Era inaudito. El Chambelán no pudo decir nada, absolutamente nada, mientras el niño le sonreía.

—Y en cuanto a tu autoridad, Riktors Ashen ya me lo ha explicado todo.

—¿De veras? ¿Qué te explicó?

—No lo controlas todo, Chambelán. No controlas la guardia del palacio, que tiene su propio Capitán nombrado por Mikal. No controlas otros aspectos del gobierno imperial que no sean la administración palaciega y el protocolo. Y nadie me controla, Chambelán. Excepto yo.

Había esperado muchas cosas. Pero no que un niño de nueve años, por hermoso que fuera, le hablara con más autoridad que un almirante de la flota. Sin embargo, la voz del niño era una admirable lección de fuerza. El Chambelán, que nunca se confundía, se sintió completamente anonadado.

—La Casa del Canto no dijo nada de eso.

—La Casa del Canto no habla, Chambelán. Tengo que vivir de cierta manera para poder cantar. Si no puedo vivir como debo, entonces me iré a casa.

—¡Imposible! ¡Hay programas que cumplir!

Ansset le ignoró.

—¿Cuándo veré a Mikal?

—¡Cuándo la programación lo diga!

—¿Y cuándo será eso?

—Cuando yo lo diga. Yo hago la programación. ¡Yo doy acceso a Mikal o niego el acceso a él!

Ansset solamente sonrió y canturreó de forma tranquilizadora. El Chambelán se sintió muy aliviado. Más tarde intentaría pensar por qué, pero no pudo.

—Eso está mejor —dijo el Chambelán. En realidad, se sentía tan aliviado que se sentó y el mobiliario se adaptó a él perfectamente—. Ansset, no tienes ni idea de la increíble carga que supone el oficio de Chambelán.

—Tienes mucho que hacer. Riktors me lo dijo.

El Chambelán tenía muy buen autocontrol. Se enorgullecía de ello. Se habría sentido angustiado de saber que Ansset leía los destellos de emoción en su voz y sabía que el Chambelán albergaba poco amor hacia Riktors Ashen.

—Me pregunto si deberías cantar algo ahora —dijo el Chambelán—. La música amansa a las fieras más salvajes, ya sabes.

—Me encantaría cantar para ti —respondió Ansset.

El Chambelán esperó un momento y luego miró inquisitoriamente a Ansset.

—Pero, Chambelán —dijo el niño—. Soy el Pájaro Cantor de Mikal. No puedo cantar para nadie hasta que le haya conocido y él haya dado su consentimiento.

La voz del Pájaro Cantor tenía el tono justo de burla para que el Chambelán se enervara por dentro, azorado, como si hubiera intentado dormir con la esposa de su amo y descubriera que ella simplemente se estaba riendo de él. El niño iba a ser todo un horror.

—Le hablaré de ti a Mikal.

—Sabe que estoy aquí. He oído que estaba muy impaciente por hacerme venir.

—¡He dicho que hablaré con Mikal!

El Chambelán se dio la vuelta y se marchó haciendo una salida rápida y dramática; pero el drama quedó anulado cuando la voz de Ansset le siguió suavemente, con una gentileza y un tono tan precisos que podría haberle estado susurrando al oído.

—Gracias.

Y la palabra estaba llena de respeto y gratitud para que el Chambelán no se enfadara ni pudiera pensar en ningún motivo para sentirse furioso. El niño, obviamente, iba a ser complaciente, como es natural.

El Chambelán fue directamente a ver a Mikal, algo que sólo muy pocas personas podían hacer, y le dijo que el Pájaro Cantor estaba allí, que ansiaba verle, y que era desde luego un niño encantador, pero algo testarudo.

—Esta noche, a las diez —dijo Mikal, y el Chambelán salió y le dijo a sus hombres lo que tenían que hacer a continuación y en qué momento, ajustó los programas para fijar aquella cita y entonces se dio cuenta de que había procedido exactamente como el niño había querido. Lo había cambiado todo para complacerle.

Me ha engañado, le reveló la sensación enfermiza que se abría en la boca de su estómago.

Odio a ese pequeño bastardo, le reveló el cálido rubor de sus mejillas un momento después.

El contrato establecía que estaría en el palacio seis años. El Chambelán pensó que aquellos seis años iban a ser muy largos. Terriblemente largos.