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Tal como estaban las prisiones, las había peores. Era sólo una celda con una puerta… al menos en el interior. Y aunque no había muebles, el suelo era tan cómodo como el de la habitación privada de Mikal.

Sin embargo, no era difícil sentirse amargado. El Capitán permanecía sentado, apoyado contra una pared, desnudo para que no pudiera herirse con sus propias ropas. Tenía más de sesenta años y durante cuatro había estado a cargo de todas las flotas del emperador, coordinando miles de naves por toda la galaxia. Y ahora había sido atrapado en esta estúpida intriga palaciega e iban a convertirlo en el chivo expiatorio…

El Chambelán lo había planeado todo, por supuesto. Siempre el Chambelán. ¿Pero cómo podría demostrar su inocencia sin recurrir a la hipnosis, y quién llevaría a cabo la operación sino el Chambelán mismo? Además, el Capitán sabía lo que no sabía nadie más: que aunque una sonda en su mente no probaría que estaba relacionado con el secuestro de Ansset, sí revelaría otras cosas, más antiguas, cualquiera de las cuales podría destruir su reputación y que juntas le causarían la muerte con tanta seguridad como si hubiera secuestrado a Ansset él mismo.

Cuarenta años de lealtad inquebrantable y ahora, cuando soy inocente, mis antiguos crímenes evitan que fuerce el asunto. Se pasó las manos por sus viejos muslos mientras permanecía sentado contra una de las paredes. Los músculos estaban aún allí, pero los sentía en las piernas como si la piel se hubiera aflojado, plegándose. Un hombre puede vivir ciento veinte años en este mundo, pensó. No habré vivido ni la mitad.

¿Qué les había llevado a hacerle prisionero? ¿Qué había hecho que levantara sospechas? ¿O no había nada en absoluto?

Tenía que haber algo. Mikal no era un tirano: gobernaba según la ley, aunque fuera todopoderoso. ¿Había hablado con demasiada frecuencia con gente equivocada? Fueran quienes fueren los verdaderos traidores, estaba seguro de que habían dispuesto contra él un caso plausible.

Las luces perdieron bruscamente su intensidad. Conocía suficiente la prisión, cuando estuvo fuera de ella, para saber que aquello significaba que dentro de diez minutos todo quedaría a oscuras. La noche, y el sueño, si podía dormir.

Se tumbó, dejó descansar el brazo sobre sus ojos y supo que el revuelo de su estómago sería irresistible. No podría dormir esta noche. Seguía pensando. Morbosamente, se permitía pensar, porque tenía demasiado valor para esconderse de sus propias imaginaciones. Siguió pensando en la forma en que moriría. Mikal era un gran hombre, pero no era amable con los traidores. Los desmembraban, trozo a trozo, mientras los hologramas grababan la agonía de la muerte para emitirla a todos los planetas. O tal vez declararían que sólo estaba relacionado tangencialmente con el asunto, en cuyo caso su agonía sería más privada, menos prolongada. Pero no era el dolor lo que le asustaba: había perdido dos veces el brazo izquierdo, apenas hacía dos años, y sabía que podía soportar el dolor razonablemente bien. Lo que le preocupaba era que todos los hombres que habían estado alguna vez bajo su mando pensarían en él de ahora en adelante como en un traidor que moría en completa desgracia.

Eso era lo que no podía soportar. El imperio de Mikal había sido creado por soldados con fanática lealtad, amor y honor, y aquella tradición continuaba. Recordó la primera vez que estuvo al mando de una nave. Fue en la rebelión de Quenzee, y su crucero había sido sorprendido en tierra. Tuvo que elegir drásticamente entre despegar inmediatamente, antes de que pudieran dañarlo, o esperar para salvar a algunos destacamentos de sus hombres. Optó por el crucero, porque si esperaba, significaría que nada podría ser salvado para el imperio. Pero los gritos de pánico de esperad, esperad, resonaron en sus oídos mucho después de que la radio pudiera ya captarlos. Había sido recompensado, aunque no le dieron la medalla durante meses porque habría encontrado algún medio de matarse con ella.

Entonces pensaba con tanta facilidad en el suicidio, recordó el Capitán. Ahora, cuando podría ser útil, está completamente fuera de mi alcance.

Si estuviera pagando por mis crímenes… No se dan cuenta, pero aunque pensaran que están condenando a un hombre inocente, me merezco exactamente el castigo que recibo.

Recordó… las luces se apagaron.

Intentó dormir y soñar, pero seguía recordando y recordando. Y en todos sus sueños veía la cara de ella. Sin nombre. Nunca había conocido su nombre, era parte de su protección, porque si no se sabían los nombres, no podían ser descubiertos ni por las pruebas más reveladoras, y no importaba lo mucho que lo intentaran. Pero su cara…, más negra que la suya, como si tuviera sangre pura descendiente de la parte más aislada de África, y su sonrisa, aunque extraña, era tan resplandeciente que su recuerdo le anegaba los ojos de lágrimas y hacía que la cabeza le diera vueltas. Se suponía que ella era la asesina real. Y la noche antes de que planearan matar al prefecto, ella le había llevado a su casa. Sus padres, que no sabían nada, dormían. Ella se le entregó dos veces, antes de que él se diera cuenta de que aquello significaba algo más que la liberación de la tensión antes de una misión difícil. Ella le amaba de verdad, estaba seguro, y por eso él le susurró su nombre al oído.

—¿Qué era eso? —preguntó ella.

—Mi nombre —respondió él, y la cara de ella pareció experimentar un gran dolor.

—¿Por qué me lo has dicho?

—Porque confío en ti —había susurrado él mientras ella le acariciaba la espalda. Ella gimió el peso de aquella confianza… o tal vez fueran los últimos ecos del éxtasis sexual. Nunca lo sabría. Al marcharse, ella le susurró:

—Reúnete conmigo mañana a las nueve, junto a la estatua de Horus, en Flant Fisway.

Y él había esperado junto a la estatua durante dos horas. Luego fue a buscarla y descubrió que su casa estaba rodeada por la policía. Y también las casas de otros dos conspiradores, y supo que habían sido traicionados. Al principio pensó que tal vez ella los había traicionado, y que quería que él salvara la vida y por eso le había dicho que la esperara en el momento en que sabía que acudiría la policía. Sin embargo, de todas formas, aunque fuera inocente, leyó en los periódicos que se había matado cuando la policía llegó a su casa: Se voló la cabeza con una anticuada pistola de proyectiles, delante de sus padres, mientras estaban sentados en el salón preguntándose por qué la policía llamaba a la puerta. Aunque hubiera traicionado al grupo, se negó a traicionarle a él: Sabiendo su nombre, prefirió la muerte a la posibilidad de que la forzaran a revelarlo.

Escaso alivio. Él mismo mató al prefecto y luego abandonó el planeta en el que había nacido y nunca regresó. Pasó unos cuantos años, hasta que cumplió los veinte, intentando unirse a rebeliones, fomentándolas o incluso provocando serios enfrentamientos en algunas zonas del imperio de Mikal, que entonces no era muy antiguo. Pero gradualmente se dio cuenta de que no había tanta gente que ansiara independencia. La vida bajo Mikal era mejor de lo que había sido antes. Y a medida que aprendía eso, empezó a comprender qué era lo que Mikal había conseguido.

Y se enroló, y utilizó su talento para ascender en el escalafón militar hasta convertirse en el lugarteniente en quien Mikal más confiaba, Capitán de la guardia. Todo para nada por causa de un sirviente civil ambicioso que iba a matarle no con honor, como había soñado, sino caído en terrible desgracia.

También me lo merezco, pensó. Porque le dije mi nombre. Todo es culpa mía, porque le dije mi nombre.

Se había quedado adormilado, pero una repentina corriente de aire frío le hizo recuperar la conciencia. ¿Habían venido a por él? Pero no…, habrían encendido la luz. Y no había ninguna luz, ni siquiera en el pasillo, si su impresión era correcta cuando abrieron la puerta.

—¿Quién es? —preguntó.

—Shhh —respondieron—. ¿Capitán?

—Sí —el Capitán se esforzó en reconocer la voz—. ¿Quién eres?

—No me conoce. Soy sólo un soldado. No me conoce. Pero yo le conozco, Capitán. Le he traído algo.

Y el Capitán sintió una mano recorrerle el cuerpo hasta que encontró su brazo, su mano, y le colocó en ella una ampolla con una jeringa.

—¿Qué es esto?

—Honor —dijo el soldado. La voz era muy joven.

—¿Por qué?

—Usted no podría traicionar a Mikal. Pero sé que le matarán… como a un traidor. Si quiere, aquí tiene… honor.

Y entonces el rumor del viento mientras el soldado se marchaba en la oscuridad; el calor reagrupándose mientras la puerta se cerraba y la brisa se detenía. El Capitán sostuvo la muerte en su mano. Pero no tenía mucho tiempo. El soldado era valiente y listo, pero los sistemas de seguridad de la prisión alertarían pronto a los guardias (probablemente ya lo habían hecho) de que alguien había entrado. Tal vez ya venían por él.

¿Y si logro probar mi inocencia?, se preguntó. ¿Por qué morir, cuando podría ser exonerado y vivir el resto de mi vida?

Pero recordó lo que descubrirían las drogas y las preguntas del Chambelán, y sólo pudo ver la cara negra de ella en su mente mientras presionaba la aguja a su estómago, con fuerza, y el impacto rompió el sello y dejó que los componentes químicos abrieran su piel al veneno de la jeringa. Normalmente habría contado los segundos para retirar la droga cuando hubiera conseguido la dosis adecuada, pero esta vez la única dosis apropiada era todo lo que la jeringa pudiera contener.

Aún tenía la mano en el vientre cuando las luces se encendieron y la puerta se abrió, y un grupo de guardias entró corriendo, le quitaron la jeringa del estómago y de la mano, y empezaron a levantarle para sacarlo de la celda.

—Demasiado tarde —dijo el Capitán, débilmente, pero le sacaron de igual modo, arrastrándole corredor abajo. Los miembros del Capitán estaban completamente paralizados; reconoció el veneno y supo que aquello era un indicio de que la muerte no podía tardar, no importaba cuál fuera el tratamiento. Atravesaron otra puerta, y allí vio la espalda de un joven soldado que era forzado por otros tres a entrar en una sala de exámenes.

—Gracias —intentó decirle el Capitán al muchacho, pero no pudo emitir suficiente sonido para que se oyera por encima de las pisadas y el roce de los uniformes a través de los pasillos.

—¡Intentadlo de todas formas! —gritó una voz que el Capitán apenas reconoció como perteneciente al Chambelán.

—Chambelán… —susurró el Capitán.

—¡Sí, bastardo! —dijo el Chambelán, con la voz llena de angustia.

—Dígale a Mikal que mi muerte libera a más conspiradores de los que mata.

—¿Cree que no lo sabe?

—Y dígale…, dígale…

El Chambelán se acercó más, pero el Capitán murió sin saber si había sido capaz de dar a Mikal su último mensaje antes de ser silenciado para siempre.