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Si los Hombres Libres de Eire no hubieran sido culpables, ¿habrían disparado contra los primeros soldados imperiales que pretendían interrogarles sobre su base supuestamente secreta en Antrim? Algunos sostenían que no. Pero el Chambelán dijo:

—Es demasiado estúpido para creerlo.

El Capitán de la guardia refrenó sus ímpetus.

—Todo encaja. El acento indicaba que procedían de Antrim. Diecisiete miembros del grupo habían estado en Esteamérica por una razón u otra durante la mayor parte del tiempo que Ansset estuvo secuestrado. Y abrieron fuego en el momento en que vieron a las tropas.

—No hay un sólo grupo nacionalista que no hubiera abierto fuego.

—Hay muchos grupos nacionalistas que no lo hubieran hecho.

—Demasiado conveniente, me parece —insistió el Chambelán, sin mirar a Mikal porque había aprendido hacía mucho tiempo que mirar a Mikal no ayudaba en nada a convencerle—. Todos los malditos Hombres Libres de Eire resultaron muertos. ¡Todos!

—Empezaron a matarse ellos mismos cuando vieron que llevaban las de perder.

—¡Sigo pensando que Ansset es aún un peligro para Mikal!

—¡He descubierto la conspiración y la he destruido!

Luego se hizo el silencio mientras Mikal reflexionaba.

—¿Ha podido reconocer Ansset alguno de los hombres que matasteis?

El Capitán se ruborizó un poco.

—Hubo un incendio. Pocos cuerpos quedaron reconocibles. Le mostré fotografías y creí que dos o tres podrían haber sido…

—Podrían haber —refunfuñó el Chambelán.

—Podrían perfectamente haber sido miembros de la tripulación del barco. Lo hice lo mejor que pude. ¡Yo mando flotas, maldita sea, no pequeños grupos de limpieza!

Mikal le miró con frialdad.

—Entonces, Capitán, deberías haber cedido el mando a alguien que supiera lo que hacía.

—Quise asegurarme de que no se cometían errores.

Ni Mikal ni el Chambelán necesitaron decir nada ante aquello.

—Lo hecho, hecho está, —dijo el Chambelán—. Pero creo que no deberíamos sentirnos demasiado satisfechos. El enemigo fue lo suficientemente listo para capturar a Ansset y retenerle durante cinco meses sin que pudiéramos encontrarlo. Sospecho que a pesar de que algunos de los hombres de la tripulación, o la tripulación entera, fueran los Hombres Libres de Eire, la conspiración no se originó con ellos. Fueron demasiado fáciles de encontrar. Por el acento. Recuerden, el secuestrador fue capaz de ocultar todos los días a la memoria de Ansset y a nuestros mejores sistemas de sondeo. Si no hubiera querido que encontráramos a los Hombres Libres, también habría bloqueado esos recuerdos.

El Capitán no era de los que se agarraban a argumentos derrotados.

—Tiene toda la razón. Me han engañado.

—Nos han engañado a todos, en un momento o en otro —dijo Mikal, lo que suavizó un poco la incomodidad del Capitán—. Puedes marcharte —le dijo, y el Capitán inclinó la cabeza y se fue. El Chambelán se quedó solo con Mikal en la sala de reuniones, a excepción de los tres guardias de confianza que vigilaban cada movimiento.

—Estoy preocupado —dijo Mikal.

—Y yo también.

—Sin duda. Estoy preocupado porque el Capitán no es un estúpido, y sin embargo, se ha comportado estúpidamente. Supongo que habrás hecho que le sigan desde que fue nombrado.

El Chambelán intentó protestar.

—Si no has hecho que le sigan, entonces no has hecho un buen trabajo.

—He hecho que le sigan.

—Busca los archivos y confróntalos con el secuestro de Ansset. Mira a ver qué encuentras.

El Chambelán asintió. Esperó un instante y entonces, cuando Mikal pareció perder el interés en él, se levantó y se fue.

Cuando Mikal se quedó solo (a excepción de los guardias, pero había aprendido a descartarlos de su mente, excepto por la constante vigilancia contra una palabra imprudente), suspiró, estiró los brazos y escuchó crujir sus articulaciones. Aquello no le había sucedido hasta que tuvo más de cien años.

—¿Dónde está Ansset? —preguntó.

—Lo traeré —respondió uno de los guardias.

—No lo traigas. Dime dónde está.

Y el guardia ladeó la cabeza escuchando la constante corriente de información que acudía a su oreja.

—En el jardín. Con tres guardias. Cerca del río.

—Llevadme con él.

Los guardias no intentaron traicionar su sorpresa. Mikal no había salido del palacio durante años. Pero se movieron con eficiencia, y con cinco guardias y otro centenar más patrullando invisibles el jardín, Mikal dejó el palacio y caminó hasta el lugar donde Ansset estaba sentado a la vera del río. Ansset se levantó cuando vio que Mikal se acercaba, y se sentaron juntos, con los guardias a varios metros de distancia, vigilando con atención, mientras los voladores imperiales pasaban por encima.

—Me siento como un intruso —dijo Mikal—. Tengo que llevar a dos guardias conmigo cuando vengo a molestarte.

—Los pájaros de la Tierra cantan hermosas canciones —respondió Ansset—. Escucha.

Mikal escuchó durante un rato, pero sus oídos no eran tan agudos como los de Ansset, y se impacientó.

—Hay planes dentro de planes —dijo Mikal—. Cántame acerca de los planes y esquemas de los hombres alocados.

Y así Ansset le cantó una historia que había oído sólo unos días antes sobre un bioquímico que trabajaba en el control de venenos. Trataba de un antiguo investigador que por fin había tenido éxito al cruzar un cerdo con una gallina, de modo que la criatura daba jamón y huevos juntos, ahorrando un montón de tiempo en el desayuno. Los animales producían muchos huevos, y eran todo lo que el investigador había deseado. El problema era que los huevos no incubaban, y por tanto el animal no podía reproducirse. Los porcillitos (¿o pollirditos?) de hocico achatado, no podían romper los huevos, y por eso el experimento fracasó. Mikal se divirtió, y se sintió mucho mejor.

—Pero sí había una solución, Ansset —dijo—. Podría haberles enseñado a abrirse camino con las colas.

Pero su rostro pronto reflejó otra vez amargura.

—Mis días están contados, Ansset. Cántame sobre los días contados.

A pesar de todos sus intentos, Ansset nunca había comprendido la muerte de la misma forma que el viejo la entendía. Así que tuvo que cantarle a Mikal sus propios sentimientos. No fueron ningún alivio. Pero al menos Mikal pensó que le comprendían, y se sintió mejor mientras yacía en la hierba, observando correr al Susquehanna.