1

Había muchas maneras de encontrar a un niño en el mercado de niños de Doblay-Me. Muchos de ellos, naturalmente, eran huérfanos, aunque, ahora que las guerras habían concluido con la Paz de Mikal, la orfandad era una posición social mucho menos frecuente. Otros habían sido vendidos por padres desesperados que necesitaban dinero… o que necesitaban quitarse a un hijo de en medio y no tenían valor para asesinarlo. Muchos eran bastardos procedentes de mundos y naciones donde la religión o las tradiciones prohibían el control de natalidad. Y otros habían sido introducidos en secreto.

Ansset era uno de esos cuando un buscador de la Casa del Canto le encontró. Había sido raptado y sus secuestradores, a causa del pánico, habían optado por sacar un rápido beneficio del bebé, en vez de dedicarse al arriesgado negocio de pedir un rescate a cambio de su devolución. ¿Quiénes eran sus padres? Probablemente tenían recursos económicos, pues de lo contrario no hubiera merecido la pena secuestrar al niño. Eran blancos, porque Ansset era extremadamente blanco de tez y muy rubio. Sin embargo, había millones de personas que encajaban en aquella descripción, y ninguna agencia del gobierno era tan ingenua como para asumir la responsabilidad de devolverlo a su familia.

Por tanto Ansset, cuya edad era imposible averiguar, aunque no podía tener más de tres años, fue uno más entre los doce niños que el buscador llevó a Tew. Todos ellos habían respondido bien a varias pruebas sencillas: reconocimiento de tono, repetición de melodías y respuesta emocional. En realidad, habían respondido suficientemente bien como para ser considerados potenciales prodigios musicales. Y la Casa del Canto los había comprado (no, no, los niños no son comprados en el mercado de niños); la Casa del Canto los había adoptado a todos. Tanto si se convertían en Pájaros Cantores como en simples cantores, maestros o profesores, o aunque no sacaran ningún provecho de la música, la Casa del Canto les educaba y se preocupaba por ellos durante toda su vida. In loco parentis, decía la ley. La Casa del Canto era madre, padre, niñera, hermana, prole y, hasta que los niños no alcanzaban cierto nivel de sofisticación, incluso Dios.

—Nuevos —cantaron un centenar de chiquillos en la Sala Común, mientras Ansset y sus compañeros adquiridos en el mercado entraban en la estancia. Ansset no destacaba de los demás. Cierto, estaba aterrorizado, pero lo mismo les sucedía a los otros. Y aunque su piel nórdica y sus cabellos le diferenciaban del otro extremo del espectro racial, ese tipo de cosas eran estrictamente ignoradas y nadie le ridiculizó por ello, como tampoco habrían ridiculizado a un albino.

Fue presentado de un modo rutinario a los demás niños; y del mismo modo rutinario todos olvidaron su nombre en cuanto lo oyeron; y también de forma habitual cantaron una bienvenida cuyo tono y melodía eran tan confusos que no sirvió de nada para mitigar el miedo de Ansset; como de costumbre, Ansset fue asignado a Rruk, una niña de cinco años que conocía bien las normas.

—Puedes dormir conmigo esta noche —dijo Rruk, y Ansset asintió en silencio—. Soy mayor. Dentro de unos meses, muy pronto, tendré una celda —esto no significaba nada para Ansset—. De todas formas, no te mees en la cama, porque nunca nos toca la misma dos veces seguidas.

El orgullo de tres años de Ansset fue suficiente como para que se ofendiera ante aquello.

—No me meo en la cama —dijo. Pero no parecía enfadado… sólo asustado.

—Bien. Algunos se asustan tanto que lo hacen.

Era casi la hora de acostarse; los niños nuevos siempre venían a la hora de acostarse. Ansset no hizo ninguna pregunta. Cuando vio que los otros niños se desnudaban, se desnudó él también; cuando vio que encontraban pijamas bajo las mantas, él también encontró uno y se lo puso. Rruk intentó ayudarle, pero Ansset rehusó la oferta. Ella pareció dolida durante un instante, pero entonces le cantó la canción del amor:

Nunca te lastimaré.

Siempre te ayudaré.

Si tienes hambre

te daré mi comida.

Si estás asustado

yo soy tu amiga.

Te quiero ahora

y el amor no tiene fin.

Las palabras y conceptos iban más allá de la capacidad de comprensión de Ansset, aunque no el tono de voz. El abrazo con el que Rruk le envolvió fue todavía más significativo, y Ansset se apoyó en ella, aunque siguió callado y no lloró.

—¿Quieres ir al lavabo? —preguntó Rruk.

Ansset asintió, y ella le condujo a una larga habitación, al lado de la Sala Común, donde el agua corría rápidamente por los canalillos. Fue allí donde supo que Rruk era una niña.

—No mires —dijo ella—. Nadie mira sin permiso.

Una vez más, Ansset no comprendió las palabras, pero el tono de voz era claro. Lo comprendía instintivamente, como siempre había hecho; era su mayor don, conocer las emociones aún mejor que la persona que las experimentaba.

—¿Cómo es que no hablas más que cuando estás enfadado? —le preguntó Rruk cuando estaban acostados en camas contiguas (al igual que otro centenar de niños).

Fue entonces cuando Ansset perdió el control. Sacudió la cabeza, se dio luego la vuelta, la metió debajo de las sábanas y lloró hasta que se quedó dormido. No vio a los demás niños a su alrededor que le miraban con desdén. No supo que Rruk canturreaba una tonada que significaba: «Dejadnos en paz, dejadnos tranquilos, dejadnos vivir».

Sin embargo, sí se dio cuenta cuando Rruk le palmeó la espalda y supo que el gesto era de afecto. Y por esto nunca olvidó su primera noche en la Casa del Canto y el porqué nunca pudo sentir hacia Rruk otra cosa que no fuera amor, aunque pronto sobrepasaría las cualidades bastante limitadas que tenía la niña.

—¿Por qué permites que Rruk esté siempre a tu lado, cuando no es ni siquiera una Brisa? —le preguntó una vez un compañero estudiante cuando Ansset tenía seis años. Éste no contestó con palabras, sino con una canción que hizo que el curioso perdiera el Control, provocando su humillación, y logrando que llorara abiertamente. Nadie más se atrevió a desafiar jamás el derecho de Rruk sobre Ansset. No tenía amigos de verdad, pero su canción para Rruk era un desafío demasiado poderoso.