3
El palacio no tenía música.
Ansset por fin se dio cuenta con alivio. Algo le había estado atormentando desde su llegada. No era la búsqueda impersonal a cargo de los guardias de seguridad o el modo casual en que parecía encajar en una maquinaria y funcionar. Esperaba que las cosas fueran diferentes, y ya que todo le parecía extraño comparado con la Casa del Canto, nada debería haber estado «mal». No tenía una visión cosmopolita, pero la Casa del Canto nunca le había permitido pensar que fuera «buena» y todas las demás cosas no. La Casa del Canto era su casa, y éste era simplemente un lugar diferente.
Pero la carencia de música… Incluso Ciénaga tenía música, y también la perezosa Encrucijada tenía sus propias canciones. Aquí, la piedra artificial que era más dura que el acero llevaba pocos sonidos; el mobiliario permanecía mudo mientras fluía para acomodarse a los cuerpos; los criados guardaban silencio mientras realizaban sus tareas, igual que los guardias; los únicos sonidos procedían de las máquinas, e incluso éstos eran invariablemente apagados. En su visita a Ciénaga y Encrucijada, Ansset estuvo al lado de Esste. Alguien a quien podía cantar y que conocía el significado de sus canciones. Alguien cuya voz estaba llena de inflexiones cuidadosamente controladas. Aquí todos eran tan roncos, tan poco refinados, tan descuidados…
Y Ansset sintió nostalgia del hogar mientras pasaba los dedos sobre la cálida piedra tan diferente ésta de la fría roca de las paredes de la Casa de Canto. Canturreaba, pero las paredes absorbían el sonido y nada reflejaban. Además, tenía calor. Eso estaba mal. Había sido criado en un edificio ligeramente helado desde que tenía tres años. Este lugar era tan caluroso que podía quitarse las ropas y todavía sentir calor. ¿Cómo podían sus habitantes sentirse cómodos?
Su intranquilidad no disminuyó por el hecho de haber estado solo desde que el obsequioso criado le condujera a una habitación y le dijera: Ésta es tuya. No había ventanas, y la puerta no tenía ningún mecanismo de apertura interior. Así que Ansset había esperado sin cantar porque no estaba seguro de que le estuvieran escuchando. Riktors Ashen le había advertido sobre ello. Permaneció sentado en silencio y escuchó la total carencia de música del palacio, sin hacer música propia hasta que hubiera visto a Mikal, y sin saber cuándo sería, o si sucedería alguna vez, o si le olvidarían para siempre en un lugar donde bien podría estar sordo.
No.
También en eso estaba equivocado.
Hay música aquí, advirtió Ansset. Pero era cacofónica, no armónica, y por eso no la había reconocido. Los estados de ánimo de Encrucijada y Ciénaga habían sido uniformes. Aún cuando los individuos hubieran tenido sus propias canciones, eran sólo variaciones sobre un mismo tema, y trabajaban juntos para darle a la ciudad una sensación propia. Aquí no existía tal armonía. Sólo miedo y desconfianza hasta tal punto que no había dos voces que sonaran juntas. Como si la propia mezcla de modos de hablar, de ideas y de facilidad de expresión pudiera de alguna manera comprometer peligrosamente a una persona y llevarle cerca de la muerte o de terrores aún más oscuros. Ésa era la música, si música podía llamarla, que tenía el palacio.
Qué lugar más siniestro se había construido Mikal. ¿Cómo puede alguien vivir en un silencio y un dolor tan ensordecedores?
Pero tal vez para ellos no sea dolor, pensó Ansset, es así en todos los mundos. Tal vez sólo en Tew, que tiene la Casa del Canto, las voces hayan aprendido a mezclarse y fundirse armónicamente.
Pensó en los incontables millones de estrellas, cada una con sus planetas y cada planeta con sus habitantes, y en que ninguno sabía como cantar o escuchar la canción de los demás.
Era una pesadilla. Se negó a pensar en ello. En cambio, pensó en Esste, y sintió de nuevo la maravilla de lo que había en su interior y que ella había conseguido por fin encontrar. Al recordarla, no pudo ver su rostro: la había dejado demasiado recientemente para poder conjurarla como si fuera un fantasma. En cambio, escuchaba su voz, oía la fuerza de su charla por la mañana, su expresión normal. Esste no se habría sentido incomoda, no hubiera permitido que el tonto del Chambelán le forzara a decir más de lo que debiera. Y si Esste se encontrara aquí, pensó, no me sentiría tan…
Si ella se encontrara en este lugar no se permitiría a si misma ninguna de estas cosas. Algunos Pájaros Cantores habían tenido antes asignaciones difíciles. Esste, a quien amaba y en quien confiaba, le había colocado aquí. Por tanto, era aquí donde pertenecía. Y así buscaría recursos para sobrevivir. Utilizando el palacio para sus canciones, en vez de desear estar en la Casa del Canto. Para esto había sido entrenado. Les ofrecería sus servicios y luego, cuando vinieran por él, volvería.
La puerta se abrió y por ella entraron cuatro guardias de seguridad. Llevaban uniformes diferentes de los hombres que le habían vigilado antes. Hablaron poco, apenas lo suficiente para ordenarle a Ansset que se quitara las ropas.
—¿Por qué? —preguntó Ansset, pero ellos simplemente esperaron y esperaron hasta que por fin él se dio la vuelta y se desnudó. Una cosa era estar desnudo entre los otros niños en las duchas y lavabos y otra muy distinta estarlo delante de hombres adultos que no tenían otro propósito que mirar. Los soldados analizaron todos los rincones de su cuerpo, y dicha observación, aunque no fue demasiado brusca, no resultó agradable. Intimaron con él como nadie había intimado antes, y el hombre que agarró sus genitales, buscando misterios inescrutables (Ansset no podía imaginar nada que pudiera esconderse allí), sopesó y tocó un poco demasiado intensa y amablemente. Ansset no sabía lo que aquello significaba, pero sabía que no era bueno. La cara del hombre reflejaba una actitud calmada, pero cuando habló a los otros, Ansset detectó el temblor, la pasión en los resquicios de sus palabras, y eso le atemorizó.
Pero el momento pasó y los guardias le devolvieron sus ropas, y le condujeron fuera de la sala. Eran muy altos; le sobrepasaban y Ansset se sintió cohibido, incapaz de seguirles el paso y temeroso de quedar bajo sus pies, entre sus piernas. El peligro era más la ira que podían manifestar si los hacía tropezar que cualquier daño que sus piernas pudieran hacerle. Ansset tenía aún demasiado calor, porque se movía rápidamente y estaba tenso. En la Casa del Canto su Control había sido inconmovible, excepto para Esste. Pero allí, Ansset se había familiarizado con todo, y era capaz de enfrentarse a los cambios porque todo, excepto el cambio, era lo que había conocido durante toda su vida. Aquí se dio cuenta de que la gente actuaba por razones diferentes, que o bien seguían pautas distintas o ninguna de ellas en absoluto.
Sin embargo, había sido capaz de controlar al Chambelán. Se comportó toscamente, pero había funcionado. Los seres humanos seguían siendo seres humanos. Aunque fueran soldados gigantescos que temblaban al tocar a un niñito desnudo.
Los guardias palparon los lados de las puertas, y éstas se abrieron. Ansset se preguntó si también sus dedos podrían abrir las puertas al tocarlas. Entonces los guardias llegaron ante una puerta que no podían abrir, o al menos no intentaron hacerlo. ¿Estaba Mikal al otro lado? No. Estaba el Chambelán, y el Capitán de la guardia, y algunas personas más, pero ninguna de ellas tenía porte imperial. No era que Ansset tuviera una idea clara del aspecto que debería tener un emperador, pero supo casi inmediatamente que ninguna de estas personas estaba segura de su poder o tenía suficiente control de sí mismo para gobernar con la fuerza de su propia autoridad. En realidad, Ansset sólo había conocido a un extraño de la Casa del Canto que pudiera hacerlo… Riktors Ashen. Y eso se debía probablemente a que éste era un comandante de la flota que había abortado, casi sin sangre una rebelión. Sabía lo que podía hacer. Estas personas dependientes del palacio no sabían nada acerca de sí mismas.
Hicieron preguntas, aparentemente al azar, sobre su entrenamiento en la Casa del Canto, su educación antes de llegar a Tew, y docenas de preguntas que Ansset ni siquiera comprendía, y menos aún sabía contestar.
¿Qué te parecen las cuatro libertades?
¿Te enseñaron en la Casa del Canto la Disciplina de Frey?
¿Qué hay de los héroes de Miramar? ¿Y la Liga de las Ciudades del Mar?
Y por fin:
—¿No te enseñaron nada en la Casa del Canto?
—Me enseñaron a cantar respondió Ansset.
Los interrogadores se miraron mutuamente. El Capitán de la guardia, por fin, se encogió de hombros.
—Demonios, es un niño de nueve años. ¿Cuántos niños de nueve años saben algo de historia? ¿Cuántos tienen ideas políticas?
—Es la Casa del Canto lo que me preocupa —dijo un hombre cuya voz cantó muerte a Ansset.
—Tal vez, sólo tal vez —dijo el Capitán, y su voz estaba teñida de sarcasmo—, la casa del Canto es apolítica, como claman.
—Nadie es apolítico.
—Le dieron a Mikal un Pájaro Cantor —señaló el Capitán.
Ha sido un acto muy popular en todo el imperio. He oído decir que un estúpido pomposo de Prowk les va a devolver su cantor como protesta.
El Chambelán alzó un dedo.
—No le dieron a Mikal un Pájaro Cantor. Han cobrado muchísimo dinero.
—Que no necesitan para nada —dijo el hombre cuya voz cantaba muerte—. Tienen más dinero que cualquier otra institución en el imperio, a excepción del imperio mismo. Así que la cuestión permanece… ¿por qué enviaron este niño a Mikal? No me fío de ellos. Es un complot.
Un hombre callado con ojos grandes y profundos salió de un rincón de la habitación y tocó al Chambelán en el hombro.
—Mikal está esperando —dijo en voz baja, pero su mensaje pareció enmudecer a los demás.
—Tenía la esperanza de que la Casa del Canto se retrasara lo suficiente para…
—¿Para qué? —preguntó el Capitán de la guardia, desafiando beligerantemente al Chambelán a cometer traición.
—Para que no tuviéramos que levantar todo este alboroto.
El hombre cuya voz cantaba muerte se acercó a Ansset, que permanecía sentado con el rostro inexpresivo, observándole. Miró fríamente al niño a los ojos.
—Supongo —dijo por fin—, que podrías ser simplemente lo que pareces.
—¿Qué es lo que parezco? —preguntó Ansset inocentemente.
El hombre se detuvo antes de responder.
—Hermoso —contestó el hombre por fin, y había temblores de pesar en su voz. Se dio la vuelta y salió de la habitación a través de la puerta por la que había entrado Ansset. Todos parecieron aliviados.
—Bien, eso es todo —dijo el Chambelán, y el Capitán de la guardia se tranquilizó notablemente.
—Se supone que estoy al mando de todas las naves de la flota, y me paso una hora intentando entrar en la cabeza de un niño —se echó a reír.
—¿Quién es el hombre que se ha marchado? —preguntó Ansset.
El Chambelán miró al Capitán antes de contestar.
—Se llama Ferret. Es un experto del exterior.
—¿Del exterior de qué?
—Del palacio —respondió el Capitán.
—¿Por qué están todos tan contentos de que se haya marchado?
—Ya basta de preguntas —dijo el hombre de los ojos grandes, su voz era amable y digna de confianza—. Mikal está esperándote.
Así, Ansset le siguió a una puerta que conducía a una pequeña habitación donde los guardias pasaron las manos sobre sus cuerpos y tomaron muestras sanguíneas, y luego a otra habitación que conducía a una pequeña sala de espera. Y por fin una voz vieja y áspera surgió de un intercomunicador y dijo:
—Ahora.
Una puerta se abrió hacia arriba en lo que parecía una sección de la pared, y pasaron de la falsa piedra a una sala de madera. Ansset no sabía aún que esto, entre todas las otras cosas, era un signo del poder y el dinero de Mikal. En Tew, los bosques estaban por todas partes y era fácil conseguir madera. En la Tierra, había una ley, penable con la muerte, contra la tala de los bosques, una ley que había sido promulgada casi veinte mil años antes, cuando los bosques habían estado a punto de morir. Sólo podían cortar madera los más pobres campesinos de Siberia… y Mikal, Mikal podía disponer de madera. Mikal podía disponer de todo lo que quisiera.
Incluso de un Pájaro Cantor.
Había un fuego (¡madera ardiendo!) en una chimenea, en un extremo de la sala. Junto a ella estaba tumbado Mikal. Era viejo, pero su cuerpo era delgado. Su rostro estaba arrugado pero sus brazos eran firmes, desnudos hasta el hombro, y no evidenciaban ninguna flacidez de los músculos.
Los ojos eran profundos, y miraron fijamente a Ansset. El criado condujo al niño hasta el centro de la habitación y entonces se marchó.
—Ansset —dijo el emperador.
Ansset bajó la cabeza en gesto de respeto.
Mikal se incorporó y se sentó en el suelo. Había muebles en la habitación, pero estaban situados junto a las paredes, muy lejos, y junto a la chimenea, en el suelo no había nada.
—Ven —dijo Mikal.
Ansset se le acercó, se detuvo y permaneció en pie cuando estaba sólo a un metro de distancia de él. El fuego era cálido, pero Ansset advirtió, que la habitación era fría. Mikal sólo había dicho dos palabras, y Ansset no podía conocer todavía sus canciones. No obstante, percibió amabilidad y un sentimiento de miedo. Miedo, del emperador de la humanidad hacia un niño.
—¿Te gustaría sentarte? —preguntó Mikal.
Ansset se sentó. El suelo, que había estado rígido bajo sus pies, se suavizó cuando su peso quedó distribuido sobre una zona más amplia, y sintió que era cómodo. Demasiado cómodo… Ansset no estaba acostumbrado a la suavidad.
—¿Te han tratado bien?
Por un momento, Ansset no contestó. Estaba escuchando las canciones de Mikal, y no se dio cuenta de que le habían hecho una pregunta, no hasta que empezó a comprender parte del motivo de que se hubiera enviado un Pájaro Cantor a un hombre que había matado a tantos millones de seres humanos.
—¿Tienes miedo a contestar? —preguntó Mikal—. Te aseguro que si te han maltratado de alguna forma…
—No sé —contestó Ansset—. No sé qué se entiende aquí por buen trato.
Aquello hizo gracia a Mikal, pero sólo lo dejó entrever. Ansset admiró su control. No era el Control, por supuesto, sino algo similar, algo que le costaba trabajo oír.
—¿Qué se entiende por buen trato en la Casa del Canto?
—Nadie me ha registrado en la Casa del Canto —dijo Ansset— nadie me ha agarrado nunca el pene como si quisiera poseerlo.
Mikal no respondió durante un instante, aunque la pausa fue el único signo de emoción que mostró.
—¿Quién ha sido? —preguntó con mucha calma.
—El alto, con una veta de plata —Ansset sintió una extraña excitación al poder describir al hombre. ¿Qué haría Mikal?
El emperador se volvió hacia una mesa baja, y presionó un botón.
—Había un hombre alto, un sargento, entre los hombres que registraron al muchacho.
Un momento de silencio, y luego una suave voz contestando… la voz del Capitán, advirtió Ansset, pero, de alguna manera enmudecida, desprovista de toda brusquedad, suavizada. ¿Era por efecto del aparato? ¿O hablaba el Capitán tan tiernamente a Mikal?
—Callowick —dijo el Capitán—. ¿Qué hizo?
—Encontró al muchacho tentador —dijo Mikal—. Despídele y envíale fuera del planeta, a alguna parte —Mikal apartó la mano de la mesa.
Por un momento Ansset sintió un escalofrío de placer. En realidad no comprendía qué era lo que había hecho aquel guardia, Callowick, excepto que no le había gustado. Pero Mikal se negaba a que sucediera de nuevo, Mikal castigaría a los que le ofendieran, Mikal haría que se sintiera tan a salvo como se había sentido en la Casa del Canto, incluso más, porque en la Casa del Canto Ansset había sido lastimado, y aquí nadie se atrevería a lastimarle por temor a Mikal. Era la primera vez que Ansset saboreaba el poder sobre la vida y la muerte, y le resultó delicioso.
—Tienes poder —dijo Ansset en voz alta.
—¿Sí? —preguntó Mikal, mirándole intensamente.
—Todo el mundo lo sabe.
—¿Y tú? —preguntó Mikal.
—Una clase de poder —dijo Ansset, pero había algo en la pregunta del emperador. Algo más, una especie de súplica, y Ansset intentó averiguar cuál era la pregunta que le hacía realmente esta voz nueva y extraña—. Una especie de poder, pero tú ves el final. Te hace sentir miedo.
Mikal no dijo nada ahora. Sólo miró cuidadosamente el rostro de Ansset. Ansset tuvo miedo por un instante. Esto no era lo que Esste le había incitado a hacer. Tienes que ganar amigos, le había dicho, porque comprendes muchas cosas. ¿De verdad?, se preguntaba Ansset ahora. Comprendo algunas cosas, pero este hombre tiene lugares ocultos. Además es peligroso; no es sólo mi protector.
—Tienes que decir algo ahora —dijo Ansset, con calma externa—. No puedo conocerte si no escucho tu voz.
Mikal sonrió, pero sus ojos estaban cansados, y también su voz.
—Entonces tal vez sería mejor que permaneciera en silencio.
La voz del emperador fue suficiente para que Ansset pudiera llegar un poco más lejos.
—No creo que sea la pérdida del poder lo que te da miedo —dijo Ansset—. Creo… creo…
Y entonces las palabras le abandonaron, porque no comprendía qué era lo que veía y oía en Mikal. No era algo que pudiera expresar con palabras. Así que cantó. Con algunas palabras, aquí y allá, pero el resto con melodías y ritmos que hablaban del amor al poder de Mikal. No amas el poder como un hombre hambriento ansia la comida, parecía decir la canción. Lo amas como un padre ama a su hijo. Ansset cantó sobre el poder que era creado, no hallado; creado e incrementado hasta que llenara el universo. Y luego cantó sobre la habitación donde vivía Mikal, llenó las paredes de madera con su voz, y dejó que el sonido resonara en la madera, para que danzara y recobrara vida y, aunque distorsionado en su tono, regresara para añadir profundidad a la canción.
Y mientras cantaba las canciones que acababa de aprender de Mikal, Ansset se volvió cada vez más atrevido, y cantó la esperanza de la amistad, la oferta de la confianza. Cantó la canción del amor.
Y cuando terminó, Mikal le miró con sus ojos observadores. Por un instante Ansset se preguntó si la canción había surtido algún efecto. Entonces Mikal alargó una mano, y tembló, y el temblor no se debía a la edad. Alargó una mano y Ansset también alargó la suya, y la depositó sobre la palma del anciano. La mano de Mikal era grande y fuerte, y Ansset sintió que podía ser engullido dentro del puño de Mikal, donde nunca le encontrarían. Sin embargo, cuando Mikal cerró su pulgar sobre la mano de Ansset, el contacto fue gentil, la sensación firme aunque agradable, y la voz de Mikal estaba cargada de emoción cuando dijo:
—Eres lo que había estado esperando.
Ansset se inclinó hacia adelante.
—Por favor, no te sientas demasiado satisfecho todavía —dijo—. Tus canciones son difíciles de cantar, y no las he aprendido todas aún.
—¿Mis canciones? Yo no tengo canciones.
—Sí que las tienes. Te las he cantado.
Mikal parecía perturbado.
—¿De donde has sacado la idea de que…?
—Las oí en tu voz.
La idea sorprendió a Mikal, le cogió desprevenido.
—Pero había tanta belleza en lo que cantaste…
—A veces —respondió Ansset.
—Sí. Y tanto… no sé. Quizá. Quizás has encontrado esas canciones dentro de mí —el emperador parecía dubitativo, decepcionado—. ¿Es un truco? ¿Eso es todo?
—¿Un truco?
—¿Oír lo que sucede en la voz de tu amo y cantárselo? No me extraña que me gustara la canción. ¿Pero no tienes canciones propias?
Ahora fue Ansset quien se sorprendió.
—¿Pero qué es lo que soy yo?
—Buena pregunta —dijo Mikal—. Un hermoso niño de nueve años. ¿Es eso lo que estaban esperando? Un cuerpo que lograra que un polígamo lamentara haber amado a las mujeres, un rostro que madres y padres seguirían a lo largo de kilómetros y kilómetros, ambicionándolo para sus hijos. ¿Era esto lo que quería? ¿Un efebo? Creo que no. ¿Quería un espejo? Tal vez cuando vi al Maestro Cantor hace tantos años no era tan sabio como creía. O tal vez he cambiado desde entonces.
—Lamento haberte decepcionado —Ansset dejó que su miedo real aflorara a su voz. Una vez más, era lo que Esste le había dicho: No ocultes nada a tu amo. Había sido fácil, después de la prueba en la Sala Alta, abrir su corazón a Esste. Pero aquí, ahora, con este extraño hombre al que no le había gustado la canción a pesar de que le había conmovido profundamente… le costó un auténtico esfuerzo mantener las barreras bajas. Ansset se sintió tan vulnerable como cuando el soldado le había tocado, e igual de ignorante de lo que temía. No obstante, mostró el miedo, porque aquello era lo que Esste le había dicho que hiciera, y sabía que ella no podía equivocarse.
La cara de Mikal se endureció.
—Claro que no me has decepcionado. Esa canción era lo que había estado esperando. Pero quiero oír una canción tuya. Seguro que tienes canciones propias.
—Las tengo —respondió Ansset.
—¿Me las cantarás?
—Te las cantaré.
Y así, cantó, empezando tímidamente porque nunca había cantado aquellas canciones excepto a las personas que ya le amaban, personas que eran también criaturas de la Casa del Canto y por tanto no necesitaban ninguna explicación. Pero Mikal no sabía nada de la Casa del Canto, y por eso Ansset rebuscó en su melodía, intentando encontrar un medio de decirle a Mikal quiénes eran, y dándose cuenta al fin de que no podía, de que todo lo que podía decirle era el significado de la Casa del Canto, la sensación de la fría piedra bajo sus dedos, la amabilidad de Rruk cuando lloró de miedo e inseguridad y ella le había cantado confianza, aunque no era más que una niña.
Soy un niño, decía la canción de Ansset, tan débil como una hoja al viento, y sin embargo, junto con otras mil hojas tengo raíces que se adentran profundamente en la roca, las rocas frías y vivas de la Casa del Canto. Soy un niño, y mis padres son un millar de otros niños, y mi madre es una mujer que me abrió y me calentó en la fría tormenta donde estaba desnudo de repente, pero ya no solo. Soy un regalo, moldeado por mis propias manos para ser entregado a ti por otros, y no sé si soy aceptable.
Mientras cantaba, se encontró dirigiéndose inexorablemente hacia la canción que nunca había pensado en cantar. La canción de los días en la Sala Alta. La canción de su nacimiento. No puedo, pensó mientras las melodías corrían por su garganta y salían por su boca. No puedo soportarlo, lloró para sí mientras las emociones venían no en forma de lágrimas, sino en tonos apasionados que surgían de los lugares más sensibles de su interior. No puedo detenerme, pensó mientras cantaba acerca del amor que Esste sentía hacia él y su terror a dejarla tan pronto después de haber aprendido a apoyarse en ella.
Y en su canción, también, oyó algo que le sorprendió. Oyó, a través de toda la emoción de sus recuerdos, una amenaza de disonancia, una amenaza que hablaba de oscuridades escondidas en su interior. Buscó esa nota y la perdió. Y gradualmente la búsqueda de la extrañeza en su propia canción le sacó de ella y le devolvió de nuevo a sí mismo. Cantó, y el fuego se apagó, y su canción también se apagó por fin.
Y fue entonces cuando se dio cuenta de que Mikal yacía encogido a su alrededor, rodeándole con un brazo mientras se cubría el rostro con el otro, en el que lloraba, en el que sollozaba en silencio. Terminada la canción, las chispas eran la única música que quedaba en la habitación, como los últimos rescoldos de las llamas que intentaban revivir el fuego.
Oh, ¿qué he hecho?, se gritó Ansset a sí mismo mientras contemplaba al emperador de la humanidad. Mikal el Terrible llorando y cubriéndose la cara con la mano.
—Oh, Ansset —dijo Mikal—. ¿Qué has hecho?
Y entonces, después de un momento, Mikal dejó de sollozar rodó sobre su espalda y dijo:
—Oh, Dios, es demasiado agradable, es demasiado cruel. Tengo ciento veintiún años y la muerte me acecha por las paredes y por el suelo, esperando encontrarme desprevenido. ¿Por qué no viniste a mi cuando tenía cuarenta años?
Ansset no sabía si tenía que dar una respuesta.
—No había nacido todavía —dijo por fin, y Mikal se echó a reír.
—Es verdad. No habías nacido todavía. Nueve años. ¿Qué es lo que hacen en la Casa del Canto, Ansset? ¿Qué terrible presión ejercen para poder sacar de ti tales canciones?
—¿Te gustó mi canción esta vez?
—¿Qué si me gustó? —repitió Mikal, preguntándose si el niño estaba bromeando—. ¿Qué si me gustó?
Y se rió durante largo rato, y depositó su cabeza en el regazo de Ansset. Los dos durmieron allí esa noche, y a partir de entonces no hubo más registros, ni más preguntas. Ansset pudo ser libre para acudir junto a Mikal cuando quisiera, porque no había momento en que Mikal no ansiara tenerle a su lado.