8

Josif se despertó más por el olor que por el sonido. Al menos, el olor fue lo primero de lo que fue consciente, comida auténtica cocinada en vez del blando olor de la máquina de alimentos. Miró al reloj. La una de la madrugada. Se había ido a la cama tres horas antes, sabiendo que Kyaren no regresaría a casa hasta muy tarde. Pero había comida de verdad en la cocina, y aunque tenían comida de verdad a menudo (uno de los lujos que se permitían con sus sueldos recientemente aumentados), siempre la compartían juntos.

Entonces se dio cuenta de las voces. No eran altas. Reconocía la voz de Kyaren por la cadencia. No conocía la otra voz. Parecía de mujer. Interiormente, Josif se relajó, se levantó de la cama, se puso una bata y caminó medio dormido hacia la sala.

En la cocina, Kyaren estaba preparando una ensalada mientras charlaba con un muchacho de aproximadamente doce o trece años. Estaban de espaldas a él.

—Con todo, los manejaste con mucha maestría —estaba diciendo Kyaren.

El muchacho se encogió de hombros.

—Oí sus canciones y se las canté. Es fácil.

—Para ti —dijo Kyaren—. Pero oye, estabas cantando.

El muchacho se echó a reír. Josif recibió el sonido no tanto con los oídos como con su espina dorsal, pues tintineó con su música. Ahora sabía quién era el niño: la única persona tan joven cuya voz podía tener tal clase de poder. Ansset. Josif no lo había conocido en persona nunca. Sólo había visto fotos. Pero no quería que el muchacho se diera la vuelta. Le miró de espaldas, empapado de sudor por el calor de la cocina; la forma en que su pecho se unía a su cintura, que era esbelta, y luego no sobresalía en absoluto a medida que las líneas de su cuerpo bajaban suavemente por las estrechas caderas hasta las piernas fuertes y bien formadas. Su movimiento estaba lleno de gracia cada vez que se apoyaban alternativamente para ver las manos de Kyaren trabajando y volvía a empinarse para mirarla a la cara mientras hablaban.

—¿Cantar? —preguntaba el muchacho—. Si eso era cantar, entonces es cierto que los loros hablan.

—Era cantar —decía Kyaren—. Pero claro, yo nunca he tenido oído.

La Casa del Canto, claro. Josif sabía por Ferret que Kyaren procedía de la Casa del Canto. Pero nunca habían hablado del tema. Claramente estaba en la lista de cosas que Josif podía saber, pero que Kyaren no podía discutir. A Josif no se le había ocurrido, al menos no en serio, que Kyaren pudiera conocer a Ansset. Era como ser de una ciudad de la Tierra. Incluso en el caso de Seattle, que distaba mucho de ser una ciudad grande. Siempre le parecía absurdo cuando la gente preguntaba: «¿De Seattle? Vaya, ¿conoces a mi primo?». El nombre nunca significaba nada para él. Pero la Casa del Canto no era tanto una ciudad como una escuela, ¿no? Y Kyaren conocía al muchacho. Y además daba la casualidad de que era el administrador del planeta, y por tanto la llave hacia su ascenso.

Josif pensó que Ansset podría serles de utilidad. Pero aquella idea quedó enterrada por otros pensamientos y sentimientos mucho más fuertes: Ansset se dio la vuelta y le miró.

Las fotos eran pobres imitaciones. Josif no estaba preparado para aquellos ojos, que encontraron su cara como si Ansset le hubiera estado buscando durante mucho tiempo; los labios, ligeramente entreabiertos, que insinuaban sonrisas y pasión; el brillo de la piel, que parecía suave y marmórea y a la vez tan suave como el suelo a la luz del sol. Josif fue hermoso de niño, pero este muchacho le hacía parecer feo por contraste. Las manos de Josif ansiaron tocar sus mejillas: No podía ser tan perfecto como parecía.

—Hola —dijo Ansset.

Kyaren se dio la vuelta, alarmada. Cuando vio que era Josif, soltó un suspiro de alivio.

—Oh, Josif. Pensaba que estabas dormido.

—Lo estaba —respondió Josif, sorprendido al ver que podía hablar.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Fue Ansset quien respondió.

—Unos pocos minutos. Le oí entrar.

—¿Por qué no dijiste nada?

Y Ansset respondió de nuevo, aunque la pregunta había sido dirigida a Josif.

—Sabía que no era ningún peligro. Vino del dormitorio. Supongo que es Josif, tu amigo.

—Sí —dijo Kyaren. Su tono parecía tentativo. Josif se dio cuenta de que nunca lo había mencionado a Ansset: estaba sorprendida de que el muchacho conociera su existencia.

Aparentemente, también Ansset se dio cuenta de su duda.

—Oh, Kyaren, ¿crees que me dejarían hacerme amigo tuyo sin una comprobación de seguridad? —preguntó Ansset; parecía divertido—. Son tan concienzudos… Estoy seguro de que saben perfectamente dónde estoy ahora mismo, y qué estamos haciendo.

—¿Nos están escuchando? —inquirió Kyaren, alarmada.

—No les está permitido —contestó Ansset—, pero probablemente lo están haciendo. Si no los locales, sí las tropas imperiales. No te preocupes. Probablemente sólo están monitorizando los latidos del corazón y el número de personas presentes, ese tipo de cosas. Se me permite un poco de intimidad. Puedo insistir en ello, y lo haré —su voz irradiaba calma. Tanto Josif como Kyaren se relajaron visiblemente.

La ensalada estaba terminada, y Kyaren esparció champiñones calientes por encima.

—No esperaba comida de verdad —dijo Ansset.

—Normalmente comemos de las máquinas —respondió Kyaren, y pasaron un rato durante la comida charlando de las virtudes y peligros, gastos e inconvenientes de comer de verdad. Por supuesto, en palacio, Ansset nunca había probado la comida de máquina; vivir con el emperador tenía sus ventajas.

Sin embargo, Josif dijo poco, y comió también poco. Intentaba convencerse de que era porque estaba cansado. No obstante, tenía los ojos completamente abiertos y su atención nunca flaqueaba. Observaba a Kyaren y a Ansset, pero principalmente al muchacho, mientras sus manos describían graciosos esquemas en el aire, mientras sus ojos danzaban deleitados con los sabores, con el ingenio y a veces con nada, sólo para diversión por estar donde estaba, por hacer lo que estaba haciendo.

Cada palabra de Ansset era amor, y el silencio de Josif le contestaba.

—¿No te parece, Josif? —preguntó Kyaren, y Josif advirtió que no había estado escuchando la conversación.

—Lo siento —dijo—. Creo que he pegado una cabezada.

—¿Con los ojos completamente abiertos? —se rió Kyaren. Parecía cansada.

Ansset miró a Josif con atención. Josif pensó que el muchacho estaba intentando decirle algo; que sabía que Josif había mentido, que no se había adormilado.

—¿Por qué no te vas a la cama? —preguntó Ansset—. Estás cansado.

Josif asintió.

—Eso haré.

—Y será mejor que yo me marche también. Ha sido maravilloso. Gracias.

Ansset se levantó y se dirigió hacia la puerta. Kyaren fue con él, charlando por el camino. Josif, sin embargo, ignoró la cortesía y regresó al dormitorio. No lo pensó. Sabía lo que tenía que hacer. Ansset obviamente no será sólo un amigo casual, sino sólo un oficial superior del gobierno. Kyaren volvería a invitarlo, una y otra vez. Y por eso Josif empezó a coger sus ropas de los estantes y las puso en su maleta.

Pero estaba cansado, y pronto se sentó al borde de la cama, agarrando las asas de su maleta medio llena y preguntándose de qué serviría aquello. La idea de dejar a Kyaren era aterradora. La idea de no dejarla era aún peor.

Lo he hecho antes, pensó. Todo esto ha sucedido antes, ¿y para qué ha servido?

Recordó a Pyoter. Entonces le resultó imposible levantarse, terminar de empaquetar, marcharse. Pyoter fue el primero al que amó, el que lo había tomado cuando era un niño tímido de inusitada belleza y le había enseñado a amar y a ser amado. Josif descubrió entonces lo que no sabía sobre sí mismo. Que cuando confiaba en alguien, no escondía nada. Que cuando amaba, no podía amar a nadie más. Pyoter y él estuvieron juntos en todas partes, haciéndolo todo siempre juntos. Los dos habían dicho nosotros tan a menudo, que les costaba trabajo pronunciar la palabra yo. Sólo se llevaban un año de diferencia, pero su amistad había sido tan juvenil y exuberante que nadie pensó que pudiera haber algo sexual en ella; pero Josif también aprendió que no podía amar sin hacer el amor, que era una parte de todo, el centro del anhelo. Y por eso Pyoter y él lo habían compartido todo y le parecía que su historia duraría eternamente.

Hasta Bant. Bant lo supo de inmediato. Josif no supo nunca qué fue lo que marcó la diferencia, o por qué cambió él. Sólo que un día todo había sido igual; Bant un amigo, pero muy distante. Pyoter, el principio y el fin del mundo para él.

Y al día siguiente todo había cambiado. Pyoter era un extraño y Bant, que por fin se había llevado a Josif a la cama, le había reemplazado por completo.

A Josif le horrorizaba pensar que podía cambiar tan rápidamente, que sus actitudes pudieran cambiar de la noche a la mañana. Se negaba a pensar que pudiera deberse sólo al sexo; reconstruyó los hechos y vio las semillas del cambio en los meses anteriores, cuando Bant le contrató como secretario y cuando empezaron su trato amistoso en la oficina. Josif recordaba ahora los contactos, las sonrisas, el calor; había estado cambiando todo el tiempo, y sólo lo había advertido de una vez.

No podía soportar ser infiel a Pyoter. Intentó durante semanas, que las cosas fueran iguales entre ellos. Fue imposible. Pyoter no era tonto, y Josif vio cómo se iba sintiendo más y más lastimado a medida que se hacía más evidente que Josif ya no le pertenecía como antes.

—¿Por qué no me dejas de una vez, en lugar de destrozarme poco a poco de esta manera? —dijo Pyoter por fin.

Esta vez, pensó Josif, esta vez tengo que marcharme. Antes de que destruya a Kyaren. Porque no puedo resistir a ese niño, y tarde o temprano se producirá el cambio, si es que no se ha producido ya. Tarde o temprano ya no será Kyaren quien aparezca en mis pensamientos y en mis sentimientos. Aunque el muchacho se convierta en mi amigo, llegaré a un punto en que estaré tan obsesionado con él, como estuve obsesionado con Bant, que ya no podré soportar estar con Kyaren.

El maletín yacía a sus pies, a medio llenar. ¿Por qué no me voy?, se preguntó Josif. ¿Por qué sigo estando aquí? Sé lo que tengo que hacer, sé por qué, es así como soy y la única manera de detenerme es acabar con todo, y sin embargo, estoy aquí, no he empaquetado y no voy a marcharme. ¿Por qué no?

La respuesta estaba en la puerta, con la cara llena de sorpresa y confusión.

—¿Qué estas haciendo? —preguntó Kyaren.

—Empaquetando —respondió Josif, pero ya sabía que no podría marcharse. Nunca había sido capaz de dejar a Pyoter o a Bant voluntariamente; tampoco podría dejar a Kyaren. No me controlo, advirtió Josif. Me entregué a ella, y no puedo decidir recuperarme simplemente.

—¿Por qué? —preguntó Kyaren, preocupada porque no podía comprender lo que estaba haciendo.

Si me quedo, la destruiré como destruí a Pyoter.

—Seguiremos siendo amigos —respondió Josif.

—¿A qué viene esto? ¿Por qué ahora, a las tres de la mañana? ¿Qué he hecho?

—Ansset —dijo Josif.

Ella le malinterpretó.

—¿Cómo puedes estar celoso de él? ¡Sólo tiene quince años! Les suministran drogas en la Casa del Canto. Es estéril. La pubertad tarda años en aparecer… casi no tiene sexo, Josif…

—No estoy celoso de él.

Ella se quedó observándole un rato, y entonces comprendió lo que quería decir.

—Sigue quedando el viejo sesenta y dos por ciento, ¿no? —preguntó.

—No —respondió él—. Sólo veo el potencial. Quiero evitarlo.

—No hay potencial.

—No comprendes.

—Claro que sí. Has pretendido esto todo el tiempo. Sólo he estado ocupando tu cama hasta que encontraras un muchacho hermoso que me reemplazara, ¿verdad?

Tal vez habría sido mejor posponerlo, pensó Josif. Posponerlo es definitivamente mejor, no puedo hacerlo esta noche. Porque Ansset es sólo potencial, y Kyaren es real, la amo ahora, y no puedo soportar el dolor y la furia de su voz.

—No —dijo suave, fervientemente—. Kyaren, no comprendes. No te elegí. No elegí a Bant. Este tipo de cosas pasan. Pasan simplemente, y no tengo control sobre ellas.

—Quieres decir que en una sola noche olvidas de repente que me quieres…

—¡No! —exclamó él, lleno de agonía—. ¡No! Kyaren, sólo sé que es posible. Es posible y no quiero que pase, ¿no lo ves?

—No lo veo. Si me amas, me amas.

Josif se levantó, caminó hacia ella, tirando el maletín en el proceso.

—Kyaren, no quiero dejarte.

—Entonces no lo hagas.

—Es porque te quiero por lo que quiero dejarte.

—Si me amas, te quedarás.

Josif lo supo desde el momento en que ella apareció en la puerta. No podría dejarla. Cuando viniera el cambio, vendría, y entonces sería irreversible, y se marcharía porque amaría a alguien más y habría algo en él que le haría imposible amar a dos personas a la vez. Pero ahora esa persona a la que amaba era Kyaren, y no podía dejarla porque quería quedarse.

—Te haré daño —dijo.

—No podrías hacerme más daño que dejándome ahora, sin ninguna razón.

Josif se preguntó si ella estaba en lo cierto, o si era más fácil por ninguna otra razón que por la razón que habría en el futuro. Seguramente sería más fácil soportarlo si no tuvieras que saber quién te robó el corazón de tu amante. Pero tal vez no; ella era una mujer, y Josif no comprendía a las mujeres. Tal vez tenía razón y sería mejor de esta manera.

—Además, Josif, ¿qué te hace pensar que Ansset querría tener relaciones contigo? No las tuvo con dos emperadores, ya sabes.

Tenía razón. Tenía razón y él lo sabía y se acercó al maletín y lo desempaquetó y sacó las ropas.

—Nunca lo haré —dijo Josif—. He sido un idiota. Sólo estoy cansado.

Se desnudó y se metió en la cama.

Hicieron el amor en silencio, y varias veces Kyaren pareció sorprenderse por la fuerza de su pasión esta noche. No se daba cuenta de que a pesar de sus mejores esfuerzos Josif seguía viendo los rizos colgando del cuello de Ansset, la suave mejilla que no había tocado más que en su mente, y que era absolutamente suave por esa causa. Intentó apartar el rostro de Ansset de su mente. Y fracasó.

Kyaren suspiró satisfecha después, y le besó. Cree que todo está mejor, pensó Josif amargamente. Cree que me ha conservado. Me habría conservado mejor si me hubiera dejado ir ahora.

Y cuando su respiración se volvió pesada y regular, Josif se apoyó en un brazo y la miró a la cara, que siempre apartaba de él en sueños. Acarició suavemente su mejilla; la boca de Kyaren se movió, casi como el instinto de mamar de un niño.

—Te lo advertí —dijo en voz baja, tan baja que las palabras ni siquiera encontraron voz. Te lo advertí.

Entonces se rindió, se tumbó y trató de dormir, amargado porque había intentado controlar su vida sólo una vez y no había podido hacerlo después de todo.

Kyaren, sin embargo, no estaba dormida, o se había despertado con su caricia.

—Josif —dijo—. Voy a tener un hijo tuyo.

—No —dijo él en voz baja.

—Por favor.

Y como se sentía cansado y no estaba dispuesto a negarle nada, y porque sabía que muy pronto se lo negaría todo, él se calmó y volvieron a hacer el amor. Y a la semana siguiente Kyaren concibió, y cuando Josif vio lo feliz que aquello la hacía y lo mucho que él se preocupaba por ella ahora, empezó a pensar que tal vez se había equivocado, que tal vez Ansset no significaría nada para él.

Por el bien del niño, y porque quería atarse a Kyaren aún más fuerte, Josif insistió y se casaron. Ahora nunca te dejaré salir de mi corazón. Ahora te amaré para siempre, pensaba.

Estoy mintiendo, se dijo, y esta vez tenía razón.