22

Llevaron a Ansset y las cenizas del emperador a Susquehanna. Las cenizas fueron colocadas en una gran urna con honores de Estado. Todos dijeron que Mikal había muerto de viejo, y nadie admitió que pudiera sospechar lo contrario.

Llevaron a Ansset a la fiesta funeraria bajo densa vigilancia, pues temían lo que pudieran hacer sus manos.

Después de la comida, que todos pretendieron sombría, Riktors llamó a Ansset. Los guardias siguieron al muchacho, que ya tenía doce años, pero Riktors los despidió con un gesto. La corona descansaba suavemente sobre sus cabellos.

—Sé que estoy a salvo de ti —dijo Riktors.

—Eres un mentiroso bastardo —dijo Ansset en voz baja, para que sólo Riktors pudiera oírle—, y si no le hubiera dado mi palabra a un hombre mejor que tú, te haría pedazos.

—Si no fuera un bastardo mentiroso —contestó Riktors con una sonrisa—, Mikal nunca me habría dado el imperio.

Entonces se puso en pie.

—Amigos míos —dijo, y los dignatarios presentes le aclamaron—. De ahora en adelante no seré conocido como Riktors Ashen, sino como Riktors Mikal. El apellido Mikal pasará a todos mis sucesores en el trono, en honor al hombre que edificó el imperio y trajo paz a toda la humanidad.

Riktors se sentó entre los aplausos y vítores, que parecían sinceros. Fue un hermoso discurso, como suelen serlo los discursos improvisados.

Entonces Riktors le pidió a Ansset que cantara.

—Preferiría morir —dijo Ansset.

—Lo harás cuando llegue el momento. Ahora canta… la canción que Mikal habría querido que cantaras en su funeral.

Ansset cantó entonces, de pie sobre la mesa para que todos pudieran verle, igual que había hecho ante una audiencia a la que odiaba durante la última noche de cautiverio a bordo del barco. Su canción no tenía palabras, pues todas las que podría haber dicho serían de traición, y habrían hecho que la audiencia se alzara para destruir a Riktors en el acto. Por tanto, cantó una melodía, que no tenía acompañamiento de un tono a otro, cada nota surgía de su garganta llena de dolor, brindando un dolor cada vez más dulce a los oídos que la escuchaban.

La canción acabó con el banquete cuando la pena que habían pretendido sentir les afectó a todos. Muchos se fueron a casa sollozando; todos sintieron la gran pérdida del hombre cuyas cenizas reposaban en el fondo de la urna.

Sólo Riktors permaneció en la mesa después de que la canción de Ansset terminara.

—Ahora nadie olvidará nunca al Padre Mikal —dijo Ansset.

—Ni al Pájaro Cantor de Mikal —dijo Riktors—. Pero ahora yo soy Mikal, todo lo que podría sobrevivir de él. Un nombre y un imperio.

—No hay nada del Padre Mikal en ti —repuso Ansset fríamente.

—¿No? —dijo Riktors suavemente—. ¿Te dejaste engañar por la crueldad pública de Mikal? No, Pájaro Cantor.

Y en su voz Ansset oyó los atisbos de dolor que yacían tras el rudo y cruel emperador.

—Quédate y canta para mí. Pájaro Cantor —dijo Riktors. Había súplica en el tono de su voz.

—Me mandaron a Mikal, no a ti —contestó Ansset—. Ahora tengo que volver a casa.

—No —dijo Riktors, y rebuscó entre sus ropas y sacó una carta. Ansset la leyó. Era la letra de Esste, y le decía que, si quería, la Casa del Canto le asignaría a Riktors. Ansset no comprendió. Pero el mensaje era claro, el lenguaje inconfundible de Esste. Él había confiado en Esste cuando le había dicho que amara a Mikal. Confiaría en ella también ahora.

Ansset alargó la mano y tocó la urna de cenizas que descansaba sobre la mesa.

—Nunca te amaré —dijo, pretendiendo que las palabras hicieran daño.

—Ni yo —respondió Riktors—. Pero, sin embargo, podemos alimentarnos mutuamente del hambre que sentimos. ¿Se acostaba Mikal contigo?

—Nunca quiso. Nunca me ofrecí.

—Ni lo haré yo. Sólo quiero oír tus canciones.

Ansset no tenía voz para lo que quería decir. Sólo pudo asentir. Riktors tuvo el detalle de no sonreír. Sólo asintió y se levantó de la mesa. Antes de llegar a la puerta, Ansset le habló.

—¿Qué harás con esto?

Riktors miró la urna sobre la que Ansset reposaba la mano.

—Las reliquias son tuyas. Haz lo que quieras.

Y entonces Riktors Mikal se marchó.

Ansset llevó la urna a la habitación donde él y el Padre Mikal se habían cantado tantas canciones mutuamente. Ansset permaneció de pie largo rato ante la chimenea, canturreándose recuerdos. Devolvió todas las canciones al Padre Mikal, y con amor vació la urna en el ardiente fuego. Las cenizas apagaron las llamas.