12

—Esto es un aburrimiento —dijo Ansset—. Tiene que haber más cosas que ver.

Esste lo miró sorprendida. Cuando ella misma había venido aquí como incipiente Pájaro Cantor, los espectáculos, con sus danzas, cantos y risas, le habían resultado una maravillosa sorpresa.

No había pensado que Ansset pudiera saciarse con tanta facilidad.

—¿Adónde vamos, entonces?

—Detrás.

—¿Detrás de qué?

Él no respondió. Se había levantado ya de su asiento y se abría paso entre las filas. Una mujer extendió el brazo y le dio una palmadita en el hombro. Ansset la ignoró por completo y siguió avanzando. Esste intentó alcanzarle, pero el niño se movía mejor entre los pasillos y la multitud mientras la gente entraba y salía constantemente. Le vio salir por la puerta de servicio. No tuvo más remedio que seguirle. ¿Dónde estaba el miedo y la timidez ante los extraños que normalmente mantenía a raya a los niños de la Casa del Canto?

Le encontró con los cocineros, que reían y bromeaban con él. Ansset hacía eco de sus risas y su humor y aumentaba su felicidad mientras les hablaba de tonterías. Los cocineros estaban encantados.

—¿Es su hijo, señora?

—Sí.

—Buen chaval. Un chico magnífico.

Ansset les observó cocinar. El calor era intenso. El cocinero le dio explicaciones mientras trabajaba.

—En casi todas partes usan hornos rápidos. Pero aquí seguimos las antiguas costumbres, las viejas maneras de cocinar. Es nuestra especialidad.

El sudor resbalaba por las mejillas de Ansset. Tenía los cabellos pegados a la frente y el cuello formando rizos pegajosos. Pero él no parecía darse cuenta, sin embargo Esste sí, y con un tono que implicaba que tenía que obedecerla, dijo:

—Nos vamos.

Ansset no ofreció resistencia, pero cuando ella se disponía a llevarle a la puerta por la que habían entrado, el niño se dirigió inequívocamente hacia otra salida que conducía a un muelle de carga y descarga. Los trabajadores les miraron con curiosidad, pero Ansset canturreó una tonada sin sentido y los hombres los dejaron tranquilos.

Más allá del muelle, una calleja interna servía a todos los edificios de la zona. Era una ciudad dentro de la ciudad: todos los edificios delanteros resplandecían para los visitantes, los jugadores, los buscadores de diversión, mientras en la parte trasera y en el interior de los edificios los estibadores, los cocineros, los camareros, los encargados y artistas de variedades iban de un lado a otro, circulaban en taxis cochambrosos y vaciaban la basura. Era la fealdad que generaban todos los placeres de Ciénaga, oculta a los clientes tras muros y puertas que decían «Sólo empleados».

Esste apenas podía mantener el paso de Ansset. Ya no pretendía darle ninguna orden. Él había encontrado este lugar, y era su música la que mantenía a raya a aquellas personas que podrían haberles detenido. Tenía que quedarse con él; quería seguir a su lado, porque estaba excitada por los descubrimientos que hacía, mucho más excitada de lo que él mismo parecía.

Una estación de procesado de basura; un burdel; un vehículo blindado cargando los ingresos de aquella hora de una casa de juego; un dentista especializado en arreglar los dientes de aquellos que debían sonreír y no querían perder más de unos minutos de trabajo; un ensayo de un espectáculo satírico y un millar de estibadores que metían comida y sacaban basura.

Y un depósito de cadáveres.

—No pueden entrar ahí —dijo el embalsamador, pero Ansset se limitó a sonreír y contestar:

—Sí podemos.

Y cantó con una confianza inconmovible. El embalsamador se encogió de hombros y continuó con su tarea. Y pronto empezó a cantar también él mientras trabajada.

—Los limpio —informó. Los cadáveres entraban conducidos por una cinta transportadora. Él los trasladaba a una mesa, donde abría los abdómenes y sacaba las vísceras—. Ricos, pobres, triunfadores, perdedores, jugadores, trabajadores, mueren cien cada noche en esta ciudad, y aquí los limpiamos bien para que se conserven. Todas las tripas son iguales. Todos los olores son iguales. Desnudos como bebés.

Metió las entrañas en una bolsa. Llenó la cavidad con material plástico, rígido, y cosió la piel con una aguja ganchuda. Sólo tardaba diez minutos con cada uno de los cadáveres.

Esste quería marcharse. Tiró del brazo de Ansset, pero el niño se resistió. Observó cuatro cuerpos que llegaban. El cuarto era el de la anciana del parque. Al embalsamador acababa de terminársele la charla. Abrió el enorme estómago. El hedor se hizo más insoportable.

—Odio a los gordos —dijo el embalsamador—. Siempre hay que apartar la grasa. Me hace ir más lento. Me retrasa —tuvo que apartar montones de carne para llegar a las vísceras, y maldijo al romperlas—. Los gordos me vuelven torpe.

La cara de la mujer tenía una mueca que podría haber sido una sonrisa. Le habían cortado la garganta.

—¿Quién la mató? —preguntó Ansset, sin mostrar en el rostro y en la voz emoción alguna, aparte de la curiosidad.

—Cualquiera. ¿Cómo puedo saberlo? Un simple asesino. La pueden haber matado por cualquier cosa. Pero es pobre, claro. Conozco el olor. Comía anguilas. Si no la hubieran matado, habría muerto de cáncer. ¿Veis? —Sacó el estómago, que estaba hinchado y podrido por un gran tumor—. Tan gordo que no sabía que lo tenía. Habría acabado con ella muy pronto.

El embalsamador tuvo que intentarlo varias veces y con un hilo más fuerte para coser de nuevo el abdomen. Mientras tanto, otro cadáver llegó en la cinta transportadora.

—Maldición —dijo—. Esta noche seguro que hay quejas. Otra gratificación perdida. Odio a los gordos.

—Vámonos ahora —dijo Esste, dejando deliberadamente que el Control remitiera la señal suficiente como para que el niño, sorprendido, se moviera. Él dejó que le condujera a la calle interna.

—Ya es suficiente —dijo Esste—. Vámonos.

—Ella estaba equivocada —contestó Ansset.

—¿Quién?

—La mujer. Estaba equivocada. No la han dejado en paz.

—Ansset.

—Ha sido un buen viaje. He aprendido mucho.

—¿De veras?

—El placer es como hacer pan. Mucho calor, un trabajo desagradable en la cocina para unos cuantos bocados en la mesa.

—Muy bien —Esste intentó llevárselo.

—No, Esste. Puedes prohibirme cosas en la Casa del Canto, pero aquí no.

Y se soltó de ella y echó a correr hacia la entrada de artistas de un teatro. Esste le siguió, pero no era joven y aunque hacía esfuerzos por mantenerse en forma, una mujer de su edad no podía esperar en dominar a un niño obstinado en escaparse. Tuvo suerte de estar lo bastante cerca de él para ver adonde iba.

Una orquesta tocaba en una sala abarrotada, y una mujer bailaba desnuda en el escenario. Un hombre igualmente desnudo esperaba entre bastidores. Ansset estaba tras las bambalinas, rígido mientras cantaba. Su voz era alta y clara, la mujer le oyó y dejó de bailar, y pronto los miembros de la orquesta empezaron a escucharle también y a dejar de tocar. Ansset salió de las bambalinas y se acercó al proscenio, todavía cantando.

Les cantó lo que habían estado sintiendo, lo que la orquesta, patéticamente inepta, había intentado interpretar. Les cantó lujuria, pese a que él nunca la había experimentado, y el público empezó a apasionarse y a perder el control, así como también la orquesta, el hombre y la mujer desnudos. Esste lo lamentó interiormente mientras observaba. Ansset les daría todo lo que quisieran.

Pero entonces cambió su canción. Todavía sin palabras, empezó a hablarles de los sudorosos cocineros de la cocina, de los estibadores, del dentista, de la miseria que había tras los edificios. Les hizo comprender el dolor del cansancio, la pena de servir a los desagradecidos. Y por fin cantó sobre la anciana, de su risa, de su soledad y su confianza, cantó su muerte, el frío embalsamamiento sobre la mesa resplandeciente. Era una agonía, y el público lloró y chilló, y los que pudieron controlarse se pusieron en pie y salieron corriendo de la sala.

La voz de Ansset penetró las paredes, pero no resonó.

Cuando la sala quedó vacía, Esste se acercó al escenario, y Ansset la miró con unos ojos tan vacíos como el local.

—Lo comes y lo vomitas con más repugnancia que antes —dijo Esste.

—He cantado lo que había dentro de mí.

—¿En ti? Nada de todo esto ha llegado a tu interior. Llegó de las paredes y tú lo has devuelto.

La mirada de Ansset no se desvió.

—Sabía que no percibirías cuando cantaba de mí mismo.

—Eras tú el que no lo sabía. Nos vamos a casa.

—Tenía que ser un mes.

—No necesitas estar aquí un mes. Nada te cambiará.

—¿Soy una anguila?

—¿Eres una piedra?

—Soy un niño.

—Ya era hora que lo recordaras.

Ansset no ofreció resistencia. Ella le condujo al hotel, donde reunieron sus cosas y se marcharon de Ciénaga por la mañana temprano. Todo ha salido mal, pensó Esste. Creía que la relación con la humanidad le proporcionaría más amplitud, pero todo lo que ha encontrado es lo que ya poseía. Inhumanidad. Un muro impenetrable, y la prueba de que puede hacer con la gente lo que quiera.

Había comprendido demasiado bien al público de extraños. Era algo que no había sucedido antes en la Casa del Canto. Ansset no era sólo un cantor brillante. Podía oír las canciones en los corazones de la gente sin que tuvieran que cantar, oírlos, reforzarlos. Y devolverlos con venganza. Había sido obligado a ser moldeado según la Casa del Canto, pero no estaba hecho de la misma sustancia maleable que los otros. El molde no encajaba.

¿Qué romperé?, se preguntó Esste. ¿Qué romperé primero?

Ni por un momento pensó que tuviera que ser la Casa del Canto. Ansset, pese a toda su fuerza aparente, era mucho más frágil. Si se presenta así ante Mikal, advirtió Esste, hará todo lo contrario de lo que planeo para él. Mikal es fuerte, tal vez lo suficiente como para resistir la perversión en que Ansset convierte su don. ¿Pero y los demás? Ansset los destruiría. Sin querer, claro. Acudirían a beber una y otra vez a su pozo, sin saber que estarían bebiéndose en sí mismos hasta que estuvieran secos.

Ansset descansaba en el autobús. Esste lo rodeó con sus brazos y le cantó la canción del amor una y otra vez mientras dormía.