9
El viaje fue idea de Ansset. Riktors acababa de regresar de su recorrido por las prefecturas, y los resultados habían sido espléndidos.
—Bien, ¿por qué yo no? —preguntó Ansset, y cuanto más hablaba, más les gustaba la idea a sus consejeros—. Siempre hay diferencias entre una región y otra en un planeta, y la mayoría de los planetas desarrollan dialectos, algunos incluso lenguajes. Pero la Tierra tiene naciones. Si para el emperador tiene sentido contactar con cada prefectura, también tiene sentido que el administrador de la Tierra contacte con cada nación.
A Kyaren también le explicó algo más:
—Las estadísticas y cifras con las que tú y los otros jugáis constantemente no significan nada para mí. No puedo pensar de esa forma. Me dices lo que habéis concluido y yo no entiendo por qué. Pero cuando los vea, cuando les oiga hablar, cuando escuche las canciones de la gente y de sus gobernantes, podré comprender mejor.
—¿Mejor?
—De lo que hago ahora. Y en cierta medida, mejor de lo que vosotros les comprendéis, pues los ordenadores incluso cuentan el número de viejos deslizadores que regresan a los vertederos para ser convertidos en chatarra.
Así que emprendieron el viaje, y Ansset llevó consigo a sus mejores consejeros, y permitió que llevaran a sus cónyuges aquellos que los tenían.
Por eso Josif pudo acompañarles, aunque no era consejero del administrador.
El viaje empezó en las Américas, con visitas a Uruguay, Paraguay, Brasil, Titicaca, Panamá, México, Oesteamérica, Esteamérica y Québec. Josif y Kyaren se quedaron en México tres días extras, visitando de nuevo los lugares y rememorando las cosas vistas y hechas cuando se amaron por primera vez. Llevaban a su hijo con ellos, naturalmente, el pequeño Efrim. Josif había elegido aquel nombre porque un Josif anterior, miles de años antes, le dio a su hijo favorito ese nombre.
—Historia —había refunfuñado Kyaren—. Un nombre ridículo.
La verdad era que le gustaba un poco.
Efrim sólo tenía un año, pero pensaba que era un atleta completo. Coordinaba los movimientos extraordinariamente bien para su edad, pero no era tan diestro como pensaba, y se rompió el brazo al caerse de una grada en ruinas en el Estadio Olímpico.
—Efrim se comporta bien —se quejó Kyaren—. Eres tú quien me está volviendo loca, Josif.
—Me preocupo.
—Te preocupas innecesariamente —dijo Kyaren—. Con un par de semanas de descanso, se pondrá bien. Deja que yo me ocupe de él. Sólo lo estás poniendo nervioso.
—No soporto tener que estar aquí de pie sin hacer nada.
Y por eso decidieron que Josif volviera a unirse a la expedición del administrador en Québec y que se reunirían de nuevo cuando Efrim estuviera bien, en Europa.
—¿No deberías ir tú y quedarme yo? Después de todo, tú eres la consejera personal. Sólo soy un cónyuge.
—Ansset no me necesita. Y Efrim no te necesita a ti. Dedícate a ver el paisaje y estudiar la historia y deja que Efrim se preocupe de curarse en vez de intentar entretener constantemente a su padre. Ayer estuvo con hipo durante media hora de lo mucho que le hiciste reír.
—Si tanto quieres deshacerte de mí, me iré entonces.
Ella le besó.
—Lárgate —dijo. Él se marchó, apenado en parte de tener que dejarla, pero complacido por no perderse las semanas en la vieja Europa, que, más que ninguna otra región, había conservado intactas las viejas naciones.
Ansset advirtió su presencia casi en cuanto regresó.
—¿Ya de vuelta?
—Kyaren se ha quedado con el bebé. Me despidió. Dice que soy imposible.
—Espero que el niño se cure rápidamente.
Y luego Ansset volvió al trabajo. Tenía reunión con el autoproclamado rey de Québec, un título sólo apenas tolerado por el emperador porque los reyes de Québec eran apropiadamente sumisos y remarcadamente odiados por su pueblo. No había peligro de rebelión, y por tanto no suponía un problema que necesitara ser corregido.
Sin embargo, durante los días siguientes, Ansset y Josif se encontraron más a menudo. Al principio, Ansset pensó que los encuentros eran casuales. Luego se dio cuenta de que él mismo los estaba preparando, y que acudía deliberadamente a lugares donde sabía que estaría Josif. Él y Josif habían tenido poco contacto: mientras Ansset sabía por su voz que no le desagradaba a Josif, éste aún le evitaba, y raramente permanecía en una conversación mucho tiempo y dejaba siempre a Ansset a solas con Kyaren. Él lo respetaba, y necesitaba hablar con alguien. Así que no dejó de reunirse con Josif. En realidad, empezó a hacer los encuentros más obvios. Le invitaba a comer, le pedía que diera con él largos paseos, le hablaba por la noche. Ansset no podía comprender por qué Josif siempre parecía reacio a aceptar, aunque nunca rehusaba una invitación. Y gradualmente, a lo largo de los días, a través de París, Viena, Berlín, Stratford, Baile Atha Cliath, con la lluvia haciendo siempre que el aire fuera deliciosamente frío y confortablemente sombrío, Josif perdió su reticencia, y Ansset empezó a comprender por qué Kyaren era tan devota a él.
Ansset también empezó a darse cuenta de que Josif se sentía atraído sexualmente hacia él. Cientos de hombres y mujeres lo habían sentido antes. Ansset estaba acostumbrado, había tenido que enfrentarse a ello a través de los años en palacio. Josif, sin embargo, era diferente. Su deseo parecía no tanto ansia como afecto, parte de su amistad. A Ansset le intrigaba, cuando años antes este tipo de cosas le habrían repelido. Tenía curiosidad. Había crecido diecisiete centímetros desde su llegada a Babilonia, y su voz se hacía más grave constantemente. Había otros cambios, y se descubría experimentando deseos que no sabía cómo satisfacer, preguntas que no se atrevía a formular porque ya conocía la respuesta hablada, y tenía miedo a la otra respuesta.
En la Casa del Canto se decía poco de las drogas que se suministraban a los cantantes y Pájaros Cantores. Sólo que retardaban la pubertad, que tenían efectos colaterales. También se rumoreaba que era peor para los hombres que para las mujeres, pero nunca se decía cómo ni por qué. Las drogas les alargaban la niñez cinco años más, cinco años con las hermosas voces de la infancia.
Bien, Ansset había perdido sus canciones y por eso no necesitaba su voz, excepto para cantar las roncas canciones que hacían que todos los líderes nacionales se dedicaran a él por completo, fáciles trucos de los que se avergonzaba, a pesar de emplearlos. Sus cinco años más de infancia habían acabado, y quería saber qué pasaba a continuación.
Después de la reunión con el jefe gales, de rudos modales pero cuyo gaélico fascinaba a Ansset, con el administrador del planeta y el viceministro de colonización, fueron juntos al Castillo de Caernarvon, construido miles de años antes, era el último castillo de Bretaña que sobrevivía con algunas de las piedras originales en su sitio. Caminaron juntos por las murallas, observando el profundo color verde de la hierba, los árboles y el azul del agua que se extendía entre el castillo y la isla de Angelsea. El único signo de vida moderna era el deslizador, los guardias que había junto a él, y la pista donde la hierba era más baja por los vehículos que la transitaban. Por supuesto, había otras personas en el castillo: se mantenía como hotel de lujo, y pasarían la noche allí. Había guardias de seguridad distribuidos por todas partes para controlar el lugar. Pero donde Ansset y Josif se encontraban no había nadie. Los pájaros revoloteaban sobre el mar.
—¿Qué es este sitio? —preguntó Ansset—. ¿Por qué se conserva así?
—Un castillo era como una nave de combate —respondió Josif—. Todos los hombres entraban en él cuando atacaba el enemigo, y las murallas lo mantenían a raya.
—Entonces eso fue antes de los lásers.
—Y antes de las bombas y la artillería. Sólo arcos, flechas y lanzas. Y unas cuantas cosas más. Solían lanzar aceite hirviendo por las murallas para matar a los hombres que intentaban escalarlas.
Ansset miró hacia abajo, ocultando fácilmente su revulsión, pero curioso por ver la altura que supondría una caída al suelo.
—Estar aquí arriba parece bastante peligroso.
—Vivían en tiempos violentos.
Ansset pensó en sus propios tiempos violentos.
—Todos los vivimos —dijo.
—No como entonces. Si tenías una espada, tenías poder. Mandabas sobre todos aquellos que eran más débiles que tú. Siempre estaban en guerra. Siempre trataban de matarse unos a otros. Luchaban por la tierra.
—Mikal acabó con las guerras.
Josif se echó a reír.
—Sí, ganándolas todas. Probablemente, es la única manera de conseguir la paz. Se han intentado otros sistemas. Ninguno funcionó —la mano de Josif frotó la dura piedra.
—He vivido en un sitio como éste —dijo Ansset.
—¿La Casa del Canto? No pensaba que fuera un castillo.
—Nadie arrojaba aceite hirviendo, si es a eso a lo que te refieres. Y no habría mantenido a raya a un ejército, digamos, durante más de media hora. Pero es de piedra, igual que ésta.
Ansset se sentó, se quitó los zapatos y dejó que sus pies desnudos tocaran la piedra.
—Me siento como si estuviera en casa.
Y corrió ligero sobre la piedra y entró en uno de los torreones, donde subió una ondulante escalera hasta llegar a la cima. Josif le siguió. Ansset se detuvo en el borde, el punto más alto del castillo, sintiéndose aturdido. Le recordaba la Sala Alta, sólo que aquí nunca hacía frío ni soplaba el viento, por acción de la cúpula transparente que protegía la roca. Empezó a darse cuenta de la época a la que pertenecía aquel castillo. La Casa del Canto tenía un millar de años. Y los hombres habían vivido en Tew dos mil años más antes de que fuera construida. Cuando Tew fue colonizada, hacía tres mil años, este castillo tenía ya dieciséis mil años, y había pasado ya diez mil bajo la cúpula.
—Somos tan viejos —dijo Ansset.
Josif asintió.
—Lo hemos olvidado todo en ese tiempo, y tampoco hemos aprendido nada.
Ansset sonrió.
—Tal vez.
—Algunos de nosotros.
—Eres muy terco.
—Tal vez —dijo Josif—. Ya no construimos cosas como ésta. Somos demasiado sofisticados. Sólo ponemos una flota en órbita del planeta, y así, en vez de una fortaleza como ésta, plantada al borde del mar, la fortaleza arroja su sombra sobre cada centímetro del suelo. Eran tiempos aterradores entonces, Ansset, pero también había sus ventajas.
—Tengo entendido que defecaban y conservaban los detritos.
—No tenían conversores.
—Creo que los amontonaban. Y los ponían en la tierra para que el grano pudiera crecer mejor.
—Eso pasaba en China.
—Oh.
—En un sentido, era mejor entonces. Había sitios en donde podía esconderse una persona.
Josif parecía tan triste que Ansset se preocupó.
—¿Esconderse?
—Había todavía países por descubrir. Sólo cruzar el mar y marcharse a Eire habría sido suficiente. Un hombre podría haberse escondido de sus enemigos.
—¿Tienes enemigos? —preguntó Ansset.
Josif se rió amargamente.
—Sólo yo. Yo soy el único.
Y, más que nunca desde que había sido aprisionado en la habitación de Mikal, en palacio, Ansset anheló sus canciones. Pero no tenía ninguna canción, para aliviar los temores que asaltaban a Josif. Sabía que, en parte, Josif tenía miedo de él; quería cantar la canción del amor, decirle a aquel hombre que Ansset jamás le haría ningún daño, que en los últimos meses, y especialmente en los últimos días, Ansset había acabado por amarle como amaba a Kyaren, a los dos, de maneras diferentes, sanando parte de la gran herida que quedó abierta en su interior cuando perdió sus canciones.
Pero no podía cantarlo, ni decirlo, y por eso alargó una mano y acarició suavemente a Josif en el hombro y en el brazo.
Para su sorpresa, Josif se separó de él inmediatamente, se dio la vuelta y corrió escaleras abajo. Ansset le siguió casi al instante, y estuvo a punto de tropezar con él cuando se detuvo ante la puerta que conducía a las murallas. Josif se giró para mirarle. Tenía la cara torcida y extraña.
—¿Qué pasa? —preguntó Ansset.
—Kyaren llega mañana.
—Lo sé. Estoy ansioso. La he echado de menos.
—Yo también.
—Pero me alegro de que no estuviera aquí —dijo Ansset—. O nunca habría llegado a amarte.
Josif se marchó entonces, y Ansset, sin comprenderle, no le siguió.
Reflexionó sobre aquello el resto de la tarde y durante la noche. Sabía que Josif le amaba, pero sabía también que Josif amaba a Kyaren… no se podía mentir sobre ese tipo de cosas. ¿Por qué tenía que haber dificultades? ¿Por qué sentía Josif tanto dolor?
Fue a la habitación de Josif, pero encontró a alguien más en su interior.
—¿Dónde está Josif? —preguntó, y el guardia de seguridad al que habían asignado el dormitorio se encogió de hombros.
—Sólo duermo donde me dicen, señor —contestó.
Ansset fue directamente a ver a Calip, que era el responsable de asignar las habitaciones.
—¿Dónde está Josif?
Calip pareció sorprendido.
—¿No lo sabes? Dijo que le habías pedido que se trasladara a otra habitación. Para que pudiera estar más cerca de la biblioteca.
—¿En qué habitación?
Calip no respondió inmediatamente, sino que bajó la cabeza.
—Señor —dijo después de un instante—, ¿sabías que Josif es homosexual?
—No creo que sea el único —respondió Ansset—. ¿Tienes habitaciones especiales asignadas a los homosexuales?
—No estaba seguro de que lo supieras. Pensábamos… que parecía tan agitado porque había hecho intentos contigo y que tú te habías opuesto.
—Cuando yo me oponga a algo, te lo diré. No ha intentado nada. Es mi amigo. Quiero saber dónde está su habitación.
—Nos pidió que no te lo dijéramos. Dijo que quería estar solo.
—¿Trabajas para él o para mí?
—Señor —dijo Calip, que parecía muy trastornado—. Pensamos que tiene razón. Tu amistad con él es buena, pero ya ha ido bastante lejos.
—¿Soy o no soy el administrador del planeta? —preguntó Ansset con voz glacial.
Calip se asustó: la voz de Ansset podía hacer aquellas cosas, especialmente cuando imitaba el tono imperativo más aterrador de Mikal.
—Sí, señor —dijo Calip—. Lo siento.
—¿Te ha dicho alguien que no aceptes mis órdenes?
—Señor, se espera de mí que te aconseje cuando piense que estás cometiendo un error —dijo Calip haciendo acopio de valor.
—¿Crees que soy tonto? —preguntó Ansset—. ¿Crees que he vivido en palacio todos estos años sin aprender a cuidar de mí mismo?
Calip sacudió la cabeza.
—Cuando pido algo, Calip, tu único deber es encontrar la manera más rápida de proporcionármelo. ¿En qué habitación está Josif?
Y Calip se lo dijo. Pero su voz temblaba de ira.
—Escuchas demasiado a menudo a las personas equivocadas, señor. Deberías escucharme a mí de vez en cuando.
Ansset pensó que tal vez Calip tuviera razón. Después de todo, Mikal y Riktors habían escuchado siempre a todos sus consejeros, antes de tomar decisiones importantes, mientras que Ansset se había ido despegando gradualmente de todo el mundo menos de Kyaren y, en los últimos días, de Josif. Pero en este caso el consejo de Calip era inadecuado. Legalmente, Ansset era un adulto. No era asunto de Calip… era una cuestión de amigos.
Encontró la habitación sin problemas, pero dudó antes de llamar, intentando comprender una vez más los motivos de Josif, sus razones para separarse de él tan bruscamente. No encontraba ninguno. Las emociones de Josif no le eran ocultas: Ansset sabía perfectamente todo lo que el hombre deseaba y no deseaba. Josif deseaba a Ansset, y a la vez no lo deseaba, y Ansset no sabía por qué. No era debido a que Kyaren estuviera celosa, pues ella no era propensa a ese tipo de cosas, y si Josif quería hacer el amor con Ansset, no le importaría. Sin embargo, Josif actuaba como si el propio contacto de Ansset fuera venenoso, aunque Ansset sabía que deseaba aquel contacto.
No comprendía. Tenía que comprenderlo, y por eso llamó a la puerta y la abrió.
Josif trató inmediatamente de volver a cerrarla, pero Ansset se coló en el interior. Y cuando Josif intentó marcharse, Ansset la cerró, y se quedó allí de pie, mirándole a los ojos.
—¿Por qué estás en guerra contigo mismo? —le preguntó.
—Deseo cosas que no quiero desear —respondió Josif, aturdido. Por favor, déjame.
—¿Por qué no deberías querer lo que deseas? —preguntó Ansset, alargando una mano y tocando la mejilla de Josif.
La lucha apareció claramente en el rostro de Josif. Quería desprenderse del brazo de Ansset, pero no lo hizo. En cambio, quiso más. A medida que los dedos de Ansset se dirigían a su cuello, Josif extendió la mano, acarició la cara de Ansset, pasó las yemas de sus dedos por sus labios y sus ojos.
Y entonces, bruscamente, Josif se dio la vuelta, se dirigió a la cama y se arrojó en ella.
—¡No! —exclamó—. ¡No te quiero!
Ansset le siguió, se sentó a su lado, y le acarició la espalda.
—Sí me quieres —dijo—. ¿Por qué quieres negarlo?
—No quiero. No puedo.
—Es demasiado tarde, Josif. No puedes mentirme, lo sabes.
Josif se giró, apartándose de Ansset, y miró a la cara al muchacho.
—¿Sí?
—Sé lo que quieres —dijo Ansset—, y estoy dispuesto.
Y la lucha interna reflejada en la cara y en la voz de Josif se desvaneció y se rindió, aunque Ansset seguía sin comprender qué guerra había sido librada, ni qué fortaleza había caído. Josif había ganado, pero también había perdido; y sin embargo, iba a conseguir lo que anhelaba.
La caricia de Josif no fue como la caricia del guardia que le había deseado cuando llegó a la Tierra. Sus ojos no eran como los de los pederastas que visitaban el palacio y apenas oían las canciones de Ansset mientras miraban su cuerpo. Los labios de Josif sobre su piel hablaban más elocuentemente de lo que lo habían hecho cuando sólo el aire recibía su contacto. Y las preguntas de Ansset empezaron a ser respondidas.
Entonces, de repente, cuando sus sentimientos eran más intensos, Ansset sintió un súbito dolor en la ingle. No había estado empleando el Control: emitió un gemido suave, inadvertido. Josif no se dio cuenta, o lo malinterpretó si lo hizo. Pero el dolor aumentó y aumentó, centrándose en sus riñones y extendiéndose en oleadas de fuego por todo su cuerpo. Seguramente este dolor no era normal, pensó Ansset, aterrorizado. Seguramente que no sentían siempre esto. Lo habría oído. Lo habría sabido.
Y el clímax llegó a Ansset no como un éxtasis, sino como un dolor exquisito, más de lo que su Control podía contener, más de lo que su voz podía expresar. Se agitó en silencio, reflejando en su rostro una mueca de agonía, y la boca abierta con gritos demasiado dolorosos para convertirse en sonido.
Josif estaba horrorizado. ¿Qué había hecho? Ansset estaba sintiendo claramente un dolor terrible; nunca antes había visto al muchacho mostrar dolor. Sin embargo, Josif sabía que no debería haber dolor, sobre todo con la suave manera en que Josif le había estado enseñando.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
Ansset no podía encontrar su voz. Sólo se convulsionó con tanta violencia que cayó de la cama.
—¡Ansset! —gritó Josif.
La cabeza de Ansset golpeó contra la pared. Una vez, otra, otra. Parecía no darse cuenta. Le brotaba saliva de la boca, y su cuerpo desnudo se arqueó hacia arriba para golpear después brutalmente contra el suelo. Josif sabía que Ansset había estado al borde del orgasmo, pero en vez del placer que había intentado darle al muchacho, había sucedido esto. Josif nunca había querido causar daño a nadie en su vida; cuando lo había hecho, casi le había destruido. Y nunca había observado un dolor como el de Ansset. Cada uno de los temblores del cuerpo del muchacho le golpeaban como un mazazo.
—¡Ansset! —gritó—. ¡Sólo quería amarte! ¡Ansset!
Con la voz de Josif resonando en sus oídos, Ansset por fin se golpeó la cabeza con la fuerza suficiente como para perder el conocimiento, el único alivio que podía encontrar del dolor, que hacía tiempo había dejado de ser insoportable, para convertirse en infinito y eterno, la única razón de su existencia. El dolor era Ansset, y luego, a media que la habitación se ennegrecía y los gritos se apagaban, Ansset pudo por fin apartarse de la agonía.
Despertó con la tenue luz de la mañana que entraba a través de una ventana. Las paredes eran de piedra, aunque no gruesas; aún estaba en el castillo, pero en uno de los edificios del patio. Fue consciente de que había movimiento en la habitación. Giró la cabeza. Calip y dos médicos estaban de pie ante él.
—¿Qué sucedió? —preguntó Ansset, con voz más débil de lo que esperaba.
Los tres hombres se pusieron inmediatamente alerta.
—¿Está despierto? —le preguntó Calip a uno de los médicos.
—Estoy despierto —respondió Ansset.
Calip corrió a su lado.
—Señor, has estado delirando toda la noche. Tardamos dos horas en descubrir qué te había pasado y poder aliviar el dolor.
—Podría haberte matado —dijo uno de los médicos—. Si tu corazón hubiera sido un poco más débil, lo habría hecho.
—¿Qué fue? —preguntó Ansset, atontado.
—Las drogas de la Casa del Canto. Era imposible tratar lo que te hicieron. Pero encontramos una factible combinación, y ya que era nuestra mejor probabilidad de salvarte la vida, intentamos el contra-tratamiento y funcionó, después de un rato. Resulta increíble que te dejaran quedarte aquí después de los quince años sin hacernos saber las fórmulas del tratamiento.
—¿Cuál fue la causa? —preguntó Ansset.
—Deberías haberme escuchado —respondió Calip.
—¿Crees que ahora no lo sé? —dijo Ansset, impaciente.
—Las drogas de la Casa del Canto convirtieron el orgasmo en una tortura. Fuera quien fuese tu amante, señor —dijo el médico, te excitó bien.
—¿Sucederá siempre?
—No —dijo el médico, mirando primero a su colega y luego a Calip, que asintió—. Bien, tu cuerpo cuida de sí mismo. Como el control de natalidad, sólo que de un modo más notable. Nunca volverá a sucederte, porque serás impotente permanentemente, o lo serás al menor signo de dolor. Tu cuerpo no está dispuesto a pasar otra vez por esto.
—Sólo tiene diecisiete años —le dijo el otro médico a Calip.
—¿Se pondrá bien ahora? —les preguntó Calip.
—Está agotado, pero no hay daño físico excepto algunas magulladuras. Puede que sientas dolores de cabeza durante unos cuantos días —el doctor le apartó con la mano el pelo de delante de los ojos—. No te preocupes, señor. Podrían haberte pasado cosas peores. No lo echarás de menos.
Ansset consiguió ofrecer una leve sonrisa. No le molestaba demasiado: en realidad, no sabía lo que perdía. Pero cuando los doctores se marcharon, recordó las caricias de Josif, y se dio cuenta de que lo que había sentido antes de que empezara el dolor nunca volvería.
Con todo, quería a Josif a su lado. Quería asegurarle a Josif que no había sido culpa suya. Conocía al hombre bastante bien como para imaginar la terrible culpa que estaría sintiendo, la certeza de que había causado dolor cuando intentaba proporcionar placer.
—Tengo que hablar con Josif —dijo.
—Se ha marchado —respondió Calip.
—¿Dónde?
—No lo sé. No estaba aquí esta mañana, y no me he molestado en dar una orden de búsqueda. La verdad es que me importa un comino donde esté.
Calip salió de la habitación y Ansset, más cansado de lo que pensaba, volvió a quedarse dormido.
Se despertó de nuevo con Kyaren a su lado.
—Kyaren —dijo.
—Me lo han contado —respondió ella; parecía preocupada—. Ansset, lo siento.
—Yo no —respondió Ansset—. Josif no tenía manera de saberlo. Ni yo mismo lo sabía. Fue la Casa del Canto. Podrían habérmelo dicho.
Kyaren asintió, pero su mente estaba en otro lugar.
—Calip no quiere autorizar una búsqueda de Josif. Sigue diciendo que espera que se tire por un barranco. Está lloviendo ahí fuera. No lo sabes, Ansset, Josif intentó suicidarse antes. Fue hace años, pero podría querer hacerlo de nuevo.
Ansset se alarmó de inmediato. Se sentó, y se sorprendió al descubrir que no le dolía demasiado la cabeza, y que estaba solamente cansado, no incapacitado.
—Entonces tenemos que encontrarle. Llama al Jefe de Seguridad.
Ella le llamó y el hombre apareció en poco segundos.
—Tenemos que organizar una búsqueda de Josif —dijo Ansset—. Me cuesta trabajo creer que no se haya organizado ninguna partida hasta ahora.
El Jefe miró al suelo.
—No se ha hecho —dijo.
—Puede haberse suicidado —dijo Ansset, dejando que la furia asomara a su voz.
—Calip no ordenó una búsqueda, señor, pero yo, de todas maneras, tampoco la habría hecho.
Ansset no podía creer la insubordinación de aquellos hombres, en los cuales había confiado plenamente durante los dos últimos años.
—Entonces deberías ser despedido de tu puesto. Estás despedido.
—Como desees, señor. Pero no habría organizado una búsqueda de Josif porque sé dónde está.
Su voz seguía siendo insegura. Puede que sepa dónde está Josif, pensó Ansset, pero desde luego no sabe cómo está.
—¿Quién lo tiene? ¿Dónde está?
—Seguridad Imperial, señor. Era natural. No sabíamos qué te había sucedido. Sospechamos que podría tratarse de un atentado contra tu vida. Descubrimos qué te sucedía tres horas después de haberte encontrado. Mientras tanto, habíamos avisado al emperador. Teníamos órdenes suyas de que se le informase si te sucedía algo.
—La Seguridad Imperial tiene a Josif —dijo Kyaren, paralizada.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—El verdugo me pidió que no te lo dijera hasta que lo preguntaras.
—¿El verdugo ordena que no me notifiques algo de tanta importancia?
El Jefe parecía incómodo.
—El emperador siempre apoya a Ferret en todo lo que dice. Y tienes que comprender, señor, que al encontrarte como te encontramos, con Josif como estaba…
—¿Cómo estaba? —demandó Kyaren.
—Completamente desnudo —respondió impasible el Jefe—. Y gritando a pleno pulmón. Pensamos que había intentado matarte. No teníamos idea de lo que pasaba. Con los homosexuales nunca se sabe.
Kyaren abofeteó al Jefe, quien lo tomó con resignación.
—No tratas con ellos como yo —dijo—. Este tipo de cosas pasan a menudo.
—¿Qué tipo de cosas? —preguntó Ansset, cogiendo las manos de Kyaren y sujetándolas. Ella estaba temblando—. ¿Sucede cada vez que las drogas de la Casa del Canto están a punto de matar a alguien?
—Me refiero a la violencia. Los homosexuales son así.
—Josif no es así —dijo Ansset—. Josif no. Y por tanto, tu teoría no vale una mierda.
Ansset afeó su voz todo lo que pudo; reservaba la vulgaridad para las ocasiones necesarias, y le complació ver que el Jefe de Seguridad retrocedía.
—Ahora consíguenos un vuelo directo a Susquehanna.
—No los hay desde Caernarvon.
—Ahora los hay. Y despegará dentro de quince minutos.
Despegó quince minutos más tarde. Ansset y Kyaren permanecían sentados juntos, solos, en el reactor comercial, a excepción de un mozo, a quien despidieron inmediatamente. Los guardias de seguridad, contra el procedimiento de costumbre, les seguían en otro avión. Ansset estaba aún débil, pero la tensión le ayudó a mantenerse firme durante el trayecto al aeropuerto. Ahora se relajaba, no dormía pero tampoco estaba completamente despierto, perdido en sus pensamientos.
Sin embargo, después de un rato, se dio cuenta de que Kyaren podría necesitar compañía más de lo que él precisaba descanso.
Ella miraba por la ventana inmóvil al océano de debajo; pero tenía las manos blancas de aferrar el reposabrazos del asiento, que estaba rígido para soportar su tensión.
—Kyaren —dijo Ansset—. Estará bien. Podré aclarar todo esto con Riktors en poco tiempo.
Ella asintió, pero no dijo nada.
—Eso no es todo, ¿verdad?
Ella sacudió la cabeza.
—¿Te molesta que Josif y yo estuviéramos juntos? Yo no creía que fuera a hacerlo, pero él actuaba como si pensara que sí.
—No —contestó Kyaren—. No me importa que estuvierais juntos.
—Pero…
—¿Pero qué?
—Estabas pensando un pero. No te importa, pero…
Ella miró su regazo y entrelazó los dedos, nerviosa.
—Ansset, la primera vez que os visteis. Hace dos años, cuando viniste a casa para cenar ensalada.
Ansset sonrió.
—Lo recuerdo.
—Josif me lo dijo. Que pensaba que iba a enamorarse de ti.
—¿Te importó?
—¿Por qué iba a importarme? —respondió ella, con la voz sobresaltada por la emoción—. Hay mucho amor, ¿qué podía importarme? Os amo a ti y a él, ya sabes, y tú nos amas a nosotros dos, pero él seguía tomándolo como si fuera algo que sólo podía hacer una vez… Como si tuviera que dejar de amarme en cuanto te amara. Lo dijo. Dijo que si alguna vez te hacía el amor, sucedería.
—¿Suceder el qué?
—Que habría dejado de amarme.
A Ansset le parecía un contrasentido. Pero entonces se dio cuenta que, pretendiéndolo o no, hasta ahora había amado en serio. A Esste y luego a Mikal y luego a Riktors y luego a Kyaren. ¿Pero amaba menos a Kyaren por haber amado a Josif? Por supuesto que no.
Sin embargo, los actos de Josif tenían sentido. Si él realmente lo creía así, entonces tenía cierto sentido perverso el hecho de que hubiera evitado hacerse su amigo, sabiendo que le costaría caro si alguna vez llegaban a ser algo más que amigos.
—¿Dónde está Efrim? —preguntó Ansset.
—Le dejé en Caernarvon con la esposa del ministro de información.
—Josif aún te ama —dijo Ansset.
Ella le miró y trató de sonreír en su apoyo. Pero su corazón no la acompañaba. Josif estaba bajo custodia de la Seguridad Imperial porque había hecho aquello que había dicho sería el final de su relación. ¿Y qué pasaría con Efrim?
—Siempre está el contrato —dijo Kyaren, y lloró. Ansset la rodeó con sus brazos y apoyó su cabeza contra su hombro. Se sorprendió al darse cuenta de que ahora era ya más alto que Kyaren. Estaba creciendo. Pronto sería un hombre. Se preguntó qué significaría aquello. Seguro que no podría exigirse más de sí mismo como adulto de que lo había hecho como niño. No había más.