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Era su pesadilla infantil a la que Esste se aferraba. Un rugido en sus oídos y un vasto globo invisible que crecía y crecía y rodaba hacia ella para aplastarla, tragarla, llenarla, vaciarla…

Y el globo la alcanzaba, rugiendo como una tormenta en el mar. Ella no era más que una chiquilla que sostenía fuertemente la manta en torno a su cuello, tumbada de espaldas, los ojos muy abiertos, viendo y no viendo el techo de la Sala Común, viendo y no viendo el vasto rugido que había llenado el salón. Abría las manos para apretarlas contra el globo, pero éste era demasiado pesado y no podía levantarlas contra su peso. Cerraba los puños, pero el material del globo no podía abarcarse con facilidad, y se comprimió entre sus dedos y puños de manera que en lugar de detenerlo lo sostenía. Si abría la boca el globo entraría y la llenaría. Si cerraba los ojos, podría cambiar sin que lo viera. Y así permanecía tumbada hora tras hora hasta que el sueño la vencía o hasta que gritaba y gritaba y gritaba.

Pero nadie acudía nunca, porque jamás emitía un sonido.

La pared de piedra emergió de las sombras. Era noche cerrada, y la luz que se filtraba por entre las rendijas de los postigos había desaparecido. Ansset ya no estaba en medio de la habitación. Pudo verle dormido en un rincón, acurrucado entre la manta. El viento aullaba en el exterior; hacía frío. Esste acercó sus dedos rígidos y fríos al ordenador e hizo que la sala estuviera más cálida. Estaba acostumbrada al frío, pero Ansset era todavía joven. Congelarlo hasta la muerte no serviría de nada.

Se incorporó lentamente, para que su cuerpo pudiera ajustarse al movimiento. Su espalda protestó. Pero los dolores de su cuerpo no significaban nada. Hoy había sido peor que nunca; los terrores de la infancia, y no un recuerdo del pasado, regresaban para vengarse. No puedo soportar otro día más como éste. Se había dicho lo mismo ayer, y sin embargo lo había soportado.

¿En qué me diferencio de él?, se preguntó. También yo me escondo tras el Control. También yo soy inalcanzable y no expreso más que aquello que quiero expresar. Tal vez si me relajo, si rompo el Control aunque sea sólo un poco, Ansset haga lo mismo y sea otra vez humano.

Pero sabía que no intentaría hacer el experimento. Él tenía que abrirse primero. Si ella daba el primer paso nada habría valido la pena, y Ansset sería más fuerte y ella más débil la próxima vez que lo intentara. Si es que había una próxima ocasión. Veintidós días. Era la duodécima noche, y mañana sería el duodécimo día. Había transcurrido la mitad del tiempo y Esste no había conseguido nada de importancia excepto que su propia fuerza estaba flaqueando y se preguntaba si podría soportar otro día.

Se aproximó a su rollo de mantas, las extendió en el suelo y se inclinó para acostarse. Pero, entonces, miró al rincón donde dormía Ansset, y rápidamente alzó la vista y se dio cuenta de que Ansset no estaba dormido como las otras veces. Tenía los ojos abiertos. La estaba mirando.

¡No cantes!, gritó ella en silencio. ¡Déjame en paz!

Ansset no cantó. Sólo siguió mirándola. Y entonces, con una voz controlada y tranquila que no expresaba emoción alguna, dijo:

—¿Podemos acabar ya?

¿Podemos acabar ya? Si no hubiera sido por el Control, ella se habría reído histéricamente. ¿Él me pide clemencia? Su voz era aún fría; la batalla todavía continuaba; pero Ansset había pedido que acabara, y aquello, de alguna manera, le hacía sentir que había conseguido algún progreso. No. Ella no había progresado. Lo había hecho Él. Era un signo de que tal vez la batalla terminaría.

Esste durmió un poco mejor esa noche.

Por la mañana había un mensaje en el ordenador. Riktors Ashen había enviado una pesarosa nota diciendo que el emperador había cancelado varias misiones y que llegaría a Tew una semana antes de lo previsto. El emperador había sido muy explícito. La Casa del Canto le prometió un Pájaro Cantor. Lo necesitaba ahora. Si el Pájaro Cantor no partía con Riktors Ashen inmediatamente, Mikal sabría que la Casa del Canto no tenía intención de mantener la promesa hecha por el Maestro Cantor Nniv.

Una semana antes. Tres días a partir de ahora.

Desayunó con Ansset, en silencio, y se preguntó si habría alguna esperanza de acabar con esto ahora.

Sentada a la mesa para cumplir con su trabajo diario, Esste se endureció antes de que Ansset se sentara en medio de la habitación y empezara a destruirla con una canción. Hoy no sucedía nada. Hoy Ansset caminaba sin rumbo, acariciando la roca, sentándose y volviéndose a levantar casi de inmediato, tocando la puerta, tocando los postigos. Canturreaba, pero el canturreo no expresaba apenas nada, una brizna de impaciencia, y por debajo de eso un indicio aún más tenue de miedo, aunque ahora no intentaba manipularla con su voz. Al principio Esste sintió un alivio que iba más allá de cualquier capacidad de comprensión, pero pronto, en cuanto empezó a poner al día el trabajo que no había hecho en tres días, volvió a preocuparse por Ansset. Ahora que le daba un descanso y no se temía a sí misma, podía preocuparse por el niño.

La tensión comenzaba a manifestarse en su rostro. Sus ojos no reflejaban inexpresividad. Se movían de un lado a otro, incapaces de descansar sobre un objeto durante mucho tiempo. Y se mordía las mejillas de vez en cuando. El Control empezaba a desvanecerse. ¿Por qué ahora? ¿Qué le había sucedido?

Tengo que vigilarle con mucho cuidado, se dijo Esste. Estoy jugando con fuego, lo estoy llevando al borde de su destrucción, tengo que saber el momento preciso para hablar. No puedo dejar que se desespere.

Tres días.

Por la tarde, el canturreo sin sentido de Ansset se convirtió en palabras. Al principio, Esste apenas pudo oírle y se preguntó si estaba hablando con ella. Pero pronto las palabras se hicieron más claras y percibió que el niño llenaba exactamente la sala sin hablar más alto. La voz permanecía aún bajo Control; expresaba sólo aquello que él quería expresar.

—Por favor por favor —decía la voz, controlada, cuidadosa, meticulosa—. Por favor por favor ya he tenido suficiente por favor puedo irme o quieres decirme algo por favor no sé qué intentas conseguir no comprendo nada de esto pero por favor no lo soporto más por favor por favor por favor…

La voz de Ansset continuaba con su tono monótono, y el niño no miraba a Esste, sino a las paredes, las ventanas, el suelo y sus propias manos, que no temblaban cuando la miraba, pero que oscilaban siempre un poco cuando no lo hacía. Esste, desde hacía años, no le había visto mover un solo músculo mientras cantaba. Este movimiento no era voluntario, pero era movimiento, y su misma cualidad involuntaria reflejaba las terribles cosas que sucedían en el interior de la mente del niño. Esste deseaba tocarle, consolarle y procurar que sus músculos dejaran de temblar. Sin embargo, no lo hizo. Permaneció ante el ordenador y siguió trabajando mientras escuchaba su voz.

—Lo siento hice que te asustaras lo siento lo siento por favor puede acabar esto de una vez te tengo miedo tengo miedo de esta habitación déjame oír tu voz Esste, Esste por favor…

Su voz fue menguando hasta que volvió a hacerse el silencio, y entonces Ansset se sentó junto a la puerta, con la cara apretada contra la gruesa madera.