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La guardesa no le reconoció, por supuesto. Habían pasado muchos años, y aunque la guardesa era un Gemido cuando Ansset estaba en Celdas y Cámaras, no había manera de conectar la cara arrugada y los cabellos blancos con el hermoso niño rubio cuyas canciones habían sido tan puras y elevadas.

Pero la Casa del Canto no era desagradecida, y estaba claro que el anciano ante la puerta no estaba abrumado por el dinero: sus ropas eran sencillas y no llevaba bolsa ni adornos. Se negó a declarar qué asuntos le traían aquí y sólo dijo que quería ver al Maestro Cantor de la Sala Alta, lo que, naturalmente, estaba fuera de la cuestión. Pero mientras quisiera esperar en el recibidor se le invitaba a hacerlo, y cuando la guardesa vio que no había traído comida, le condujo a las cocinas y le dejó comer con un grupo de estudiantes de Celdas y Cámaras.

El anciano no se aprovechó de la amabilidad. Cuando terminó la comida, le condujeron de nuevo a la antesala y se quedó allí hasta que sirvieron la siguiente comida.

El anciano no hablaba con ninguno de los niños. Sólo comía despacio y con cuidado y observaba su propio plato. Los niños empezaron a sentirse cómodos a su alrededor y hablaron y cantaron. Él nunca se unió a ellos ni mostró la menor reacción.

Tener en la cocina al anciano se convirtió para los niños en un orgullo. Después de todo, llevaban en la Casa del Canto al menos cinco o seis años y conocían a todos los adultos, particularmente a los viejos; los únicos nuevos eran a menudo cantantes, Pájaros Cantores que regresaban a casa cuando cumplían los quince años y buscadores que volvían con niños nuevos para la Sala Común. Tener con ellos a un anciano era algo inaudito.

Y era un misterio entre los niños. Se contaban historias sobre él, que había cometido terribles crímenes en algún mundo distante y venía a la Casa del Canto para ocultarse; que era el abuelo de un famoso cantor y estaba aquí para espiar a su nieto; que era un sordomudo que sentía sus canciones a través de las vibraciones de la mesa (lo que hizo que varios niños se metieran algodón en los oídos y palparan la mesa durante las comidas intentando sentir algo); que era un Pájaro Cantor que había fracasado y ahora intentaba ganar un lugar en la Casa del Canto. Algunas historias eran lógicas y ricas en detalles. Otras eran tan mágicas y fantásticas que ni siquiera los niños más crédulos las tomaban por ciertas, aunque, por supuesto, se repetían igualmente. Sin embargo, a pesar de todas las narraciones y fabulaciones sobre el anciano de la Cocina Arcoiris, ni una sola de esas historias fue contada nunca a un adulto.

Así que fue sólo por casualidad que Rruk se enterara de que el anciano estaba allí. Se había habituado a ayudar en la limpieza después de la comida. La cocinera de la Arcoiris era una Ciega a quien ayudaban dos jóvenes Sordos que circulaban de cocina en cocina. Un día, los Sordos llegaron tarde a la limpieza, y así el anciano se levantó y se puso a lavar los platos. La cocinera era una mujer observadora y se dio cuenta de que, a pesar de que las manos del hombre eran fuertes, nunca habían hecho ningún trabajo duro: sus palmas eran suaves como las de un bebé. Pero el anciano era cuidadoso y los platos quedaron limpios, y muy pronto los dos jóvenes Sordos descubrieron que si llegaban más y más tarde para limpiar la Cocina Arcoiris, no tenían que hacer ningún tipo de limpieza.

La cocinera lo mencionó a la guardesa cuando conducía al viejo a la cocina un día, y ésta se encogió de hombros.

—¿Por qué no? Deja que sienta que se está ganando su sustento.

La cocinera seguía creyendo que alguien superior a la guardesa había autorizado la estancia del viejo.

Fue cuando el anciano, en un descuido, tocó una olla que había estado en el fuego en vez de sobre la mesa cuando la cocinera advirtió que pasaba algo raro. El viejo se había quemado seriamente, eso estaba claro. Pero no emitió sonido ni mostró dolor alguno. Simplemente continuó su trabajo después de la cena, fregando platos, aunque el dolor tuvo que haber sido muy molesto. La cocinera se preocupó. Porque sólo se le ocurrían dos razones por las que el viejo pudiera haber tocado la olla sin parpadear siquiera.

—O bien es un leproso y no siente, cosa que dudo, ya que no tiene ningún problema manejando las ollas y sartenes, o posee el Control.

—¿Control? —preguntó el cocinero jefe—. ¿Quién es, de todas formas?

—Alguien a quien la guardesa deja entrar. Por amabilidad, supongo.

—Se me tendría que haber comunicado. ¿Una boca extra comiendo y no me lo decís para que pueda incluirlo en el presupuesto?

La cocinera de la Arcoiris se encogió de hombros.

—Siempre hay comida de sobra.

—Es por principio. O estamos organizados o no lo estamos.

Así que el cocinero jefe lo mencionó al comprador, y el comprador lo mencionó a seguridad, y seguridad le preguntó a la guardesa qué demonios pasaba.

—Tiene hambre y está claro que es muy pobre.

—¿Cuánto tiempo lleva haciendo esto?

—Tres meses, más o menos. Más.

—No regentamos un hotel. Hay que pedirle a ese hombre, amablemente, que se marche. ¿Para qué vino?

—Para ver al Maestro Cantor de la Sala Alta.

—Deshazte de él. No más comidas. Sé amable, pero firme. Para eso sirve un portero.

Así que la guardesa, con mucha amabilidad, le dijo al viejo que no podría volver a comer más en la Casa del Canto.

Él no dijo nada. Sólo se sentó en la antesala.

Cinco días más tarde, la guardesa fue a ver al encargado de seguridad.

—Planea morir de hambre en la antesala.

El jefe de seguridad fue a ver al anciano.

—¿Qué quieres, viejo?

—He venido a ver a la Maestra Cantora de la Sala Alta.

—¿Quién eres?

No hubo respuesta.

—No dejamos verla al primero que llega. Está ocupada.

—Se alegraría si me viera.

—Lo dudo. No tienes ni idea de lo que pasa aquí.

Otra vez ninguna respuesta. ¿Había sonreído el viejo? El encargado de seguridad estaba demasiado furioso para saberlo o para que le importase.

Si el anciano hubiera sido violento o molesto, podrían haberle expulsado por la fuerza. Pero la fuerza se evitaba si era posible, y finalmente, ya que intentaba quedarse allí hasta morir de hambre, el encargado de seguridad fue a la Sala Alta y habló con Rruk.

—Si está tan determinado a verme y parece inofensivo, entonces debe verme, desde luego.

Y así Rruk bajó las escaleras y atravesó el laberinto y llegó a la antesala, donde esperaba el anciano.

A sus ojos, el anciano era hermoso. Arrugado, desde luego, pero sus ojos eran inocentes y a la vez sabios, como si lo hubiera visto y olvidado todo. Sus labios, que se abrieron en una sonrisa en el momento en que la vio, eran infantiles. Y su piel, translúcida por la edad y a la vez ruda en comparación con su pelo blanquísimo, era inmaculada. Las arrugas habían sido forjadas más por dolor que por alegría, pero la expresión del anciano transcendía toda la historia de su cara, y extendió sus manos hacia Rruk.

—Rruk —dijo, y la abrazó.

Y en el abrazo ella sorprendió a la guardesa y al encargado de seguridad al decir:

—Ansset. Has vuelto a casa.

Sólo había un Ansset que pudiera regresar a la Casa del Canto. Para la guardesa, Ansset era el niño que había cantado tan maravillosamente en el momento de su despedida. Para el encargado de seguridad, que nunca le había conocido, Ansset era el emperador del universo.

Para Rruk, Ansset era un amigo bienamado cuya presencia había echado de menos amargamente y por quien se había lamentado cuando no regresó a casa hacía más de sesenta años.