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—Es una mala jugada —dijo Kyaren, enfadada—. Si esperas que alguno de nosotros acepte la corona, vas a llevarte una decepción —dijo el Mayordomo.

—No os daría la corona si la quisierais —dijo Ansset, sonriendo—. Me estoy haciendo viejo, y vosotros sois aún más viejos que yo. Así que al infierno con los dos.

Se dio la vuelta y llamó a la otra habitación, donde Efrim hablaba con dos de sus hermanos mientras sostenía en brazos a su nieto.

—Efrim —llamó Ansset—. ¿Estás dispuesto a ser emperador?

Efrim se echó a reír, pero entonces vio que Ansset no se estaba riendo. Se acercó a la mesa donde estaban sentados sus padres y su tío.

—¿Bromeas? —preguntó.

—¿Estás dispuesto? Me marcho.

—¿A dónde?

—¿Qué importa?

—No es ningún misterio —intervino Kyaren—. Tiene la loca idea de que la Casa del Canto está deseando que vuelva.

Ansset seguía sonriendo, mirando la cara de Efrim.

—¿Estás abdicando de verdad?

—Efrim —dijo Ansset, permitiéndose parecer impaciente—, sabías condenadamente bien que serías emperador algún día. ¿Cuántos hijos míos ves correteando por aquí? Ahora te pregunto, ¿estás dispuesto?

—Sí —respondió Efrim seriamente.

—Cuando Mikal abdicó, tardó solamente un par de semanas. Yo no lo retardaré tanto. Mañana.

—¿Por qué tanta rapidez? —preguntó Kyaren.

—Me he decidido. Quiero hacerlo. Aquí estoy perdiendo el tiempo.

—Si sólo quieres hacer una visita, Ansset, hazla —dijo el Mayordomo—. Quédate unos cuantos meses en Tew. Luego decide.

—No comprendéis —dijo Ansset—. No quiero ir como emperador. Quiero ir como Ansset. Ni siquiera como Ansset el antiguo Pájaro Cantor. Sólo Ansset, que está dispuesto a barrer o a limpiar las celdas o cualquier cosa que quieran que haga. ¿No lo comprendéis? Éste es vuestro hogar, y también el mío, en cierto sentido…

—En todos los sentidos…

—No. Porque vosotros pertenecéis a este lugar. Pero yo no nací para esto. No encajo aquí. Fui educado entre canciones. Quiero morir entre ellas.

—Esste está muerta, Ansset. Murió hace años. ¿Conocerás a alguien? Serás sólo un extraño.

Kyaren parecía preocupada, pero Ansset extendió la mano y juguetonamente suavizó las arrugas de su frente.

—No te preocupes —dijo ella, apartando su mano—. Están marcadas permanentemente.

—No vuelvo para ver a Esste. No vuelvo para ver a nadie.

Y Efrim colocó una mano sobre el hombro de su tío.

—Es a Ansset a quien quieres encontrar, ¿verdad? Algún otro niño o niña con una voz que mueva las piedras, ¿no?

Ansset palmeó la mano de Efrim y se echó a reír.

—¿Otro yo? ¡Nunca encontraré a otro Ansset, Efrim! Si voy buscando eso, nunca lo encontraré. Puede que no haya cantado mucho tiempo, pero nadie cantará así nunca más.

Y Kyaren advirtió que a pesar de todos los logros de su vida, a pesar de todo lo que había conseguido, Ansset se sentía orgulloso, sobre todo, por lo que había hecho cuando tenía diez años.

Las leyendas habrían sido bastante buenas sólo con las historias que eran comunes antes de la abdicación de Ansset. Pero había una historia más que añadir, y en ésta Ansset dejó la Tierra, dejó su cargo, dejó todo su dinero en la estación y llegó sin nada ante la puerta de la Casa del Canto.

Y le dejaron entrar.