6
Ansset sólo llevaba una semana en Babilonia cuando se perdió.
Había estado demasiado tiempo en palacio. No se le ocurrió pensar que no sabía nada de lo que le rodeaba. Y de hecho había aprendido casi inmediatamente cada esquina del edificio de administración, que había compartido durante dos semanas con el administrador saliente, el cual intentaba familiarizarle con su personal, los problemas actuales y el trabajo. Era tedioso, pero Ansset rebosaba de aburrimiento durante esos días. Distraía su mente de sí mismo. Era mucho más cómodo sumergirse en el trabajo de gobierno.
Formalmente, no tenía ningún entrenamiento para ello. Pero, informalmente, tenía la mejor preparación del mundo: Horas y horas escuchando a Mikal y Riktors vaciar sus corazones, discretamente, sobre las decisiones a las que se enfrentaban. Había sido el terreno de pruebas para los problemas de un imperio; no era extraño encararse a los problemas de un mundo.
Sin embargo, había momentos en que lo dejaban a solas. Había límites a lo que cualquier persona podía absorber, y aunque Ansset sabía que no tenía motivos para avergonzarse de la manera en que había estado aprendiendo, era plenamente consciente del hecho de que todos pensaban que era un niño. Era pequeño, y su voz no había cambiado, gracias a las drogas de la Casa del Canto. Y por eso, pensaba que eran demasiado solícitos.
—Puedo hacer más —dijo un día cuando sus instructores se detuvieron antes del anochecer.
—Ya es suficiente por hoy —dijo el ministro de educación—. Me han dicho que no me pasara de las cuatro y ya son casi las cinco. Lo has hecho muy bien.
Entonces el ministro advirtió que había parecido demasiado paternalista, intentó corregirse, se rindió y se marchó.
Solo, Ansset se dirigió a la ventana y se asomó. Otras habitaciones tenían balcones, pero ésta daba al oeste, y vio el sol poniéndose por encima de los edificios. Sin embargo, por debajo, donde las torres de los edificios dejaban al terreno libre, crecía densa hierba, y Ansset vio a un pájaro alzarse desde ella; observó a un gran mamífero arrastrándose bajo los edificios, dirigiéndose, supuso, hacia el río que se encontraba al este.
Y quiso estar fuera.
Nadie salía al exterior, por supuesto, no con este clima.
Dentro de unos meses a partir de ahora, cuando el Eufrates se elevara y la llanura fuera agua de horizonte a horizonte, entonces habría partidas en bote esquivando hipopótamos y cantando de casa en casa, mientras el trabajo continuaba en los edificios anclados en roca, como garzas ignorando la corriente porque sus pies se asían con fuerza al lodo.
Ahora, sin embargo, la llanura pertenecía a los animales.
Pero no había puerta que no se abriera al contacto de la mano de Ansset, ni botón que no funcionara cuando lo pulsaba. Así, bajó en ascensor hasta la última planta, y luego vagabundeó hasta que encontró el montacargas. Entró, pulsó el único botón y esperó mientras el ascensor se hundía.
La puerta se abrió y Ansset salió a la espesura. Era una tarde calurosa, pero la brisa flotaba bajo los edificios. El aire olía muy distinto a las suaves brisas de Susquehanna, pero no era un olor desagradable, aunque era punzante por la presencia de los animales. El ascensor le había dejado en el centro del espacio bajo el edificio. El sol empezaba a hacerse visible entre el segundo edificio al oeste y el suelo; la sombra de Ansset parecía estirarse un kilómetro hacia el este.
No obstante, mejor que la vista o el olfato, era el sonido. A lo lejos oyó el rugido de alguna bestia; mucho más cerca, el murmullo de los pájaros, un sonido mucho más salvaje que los parloteos de los pájaros más pequeños de Esteamérica. Estaba tan embebido de la novedad del sonido, y de su belleza, que no se dio cuenta de que el ascensor a sus espaldas empezaba a subir hasta que se volvió para seguir el movimiento de un pájaro y se percató de que ya no había nada detrás. No sólo el ascensor, sino el pozo entero se había replegado al edificio, y estaba colocándose en su lugar, un cuadrado de metal muy por encima de él al pie del primer piso.
Ansset no tenía ni idea de cómo hacer bajar de nuevo al ascensor. Por un momento tuvo miedo. Entonces pensó fríamente que se darían cuenta casi de inmediato de que faltaba, y vendrían a buscarle. Siempre venía alguien y le preguntaba si necesitaba algo cada diez minutos.
Mientras estuviera apartado de todos, mientras estuviera allí con los pies sobre la hierba y los oídos sintonizados con la música, bien podría aprovechar lo mejor que ésta le ofreciera. Los edificios se extendían infinitamente hacia el este; hacia el oeste, sólo había dos de ellos entre él y la llanura abierta. Así, se dirigió al oeste.
Nunca había visto tanto espacio en su vida. Cierto, la llanura estaba salpicada de árboles, de forma que si miraba lo bastante lejos, los árboles formaban una fina línea verde que impedía que el mundo continuara eternamente hasta que se curvara fuera de la vista. Pero el cielo parecía enorme, y los pájaros desaparecían en él con facilidad, tan pequeños eran contra aquel resplandeciente tono azul.
Ansset intentó imaginarse la llanura durante la crecida, con los árboles alzándose resueltamente por encima del agua, para que los conductores de los botes pudieran atracar en las ramas y descansar a la sombra. La tierra era incansablemente plana: no había ningún terreno elevado. Ansset se preguntó qué sucedería con los animales. Decidió que probablemente emigrarían, aunque por un momento imaginó a millares de encargados reuniéndolos y trasladándolos a un lugar seguro. Una vasta evacuación: el hombre protegiendo a la naturaleza, lo opuesto a los antiguos roles. Pero eso sólo sucedía aquí, en el enorme Parque Imperial de los Orígenes, que se extendía desde el Mediterráneo y el Egeo hasta el valle del río Indo. Aquí, la tierra muerta había sido devuelta a la vida, y sólo Babilonia, y de vez en cuando un centro turístico, interrumpía el reino reclamado por los animales.
A medida que el sol tocaba el horizonte, los pájaros se pusieron casi frenéticos con sus llamadas, y muchas nuevas aves estallaron en un sinfín de canciones. Durante el ocaso, todos los animales rondaban, algunos en su última actividad durante el día, otros en la primera actividad después de un día de sueño.
La canción hizo que Ansset se sintiera en paz. Pensó que nunca volvería a sentirse así, y sintió que la tensión que le rodeaba se relajaba y cedía gradualmente. Casi por instinto abrió la boca para cantar. Casi. Porque la propia longitud de tiempo entre las canciones llamó su atención hacia la novedad del acto. Instantáneamente fue consciente de que ésta era su Primera Canción. Y por eso, mientras empezaba a cantar, la música fue torturada por el cálculo. Lo que debería de haber sido instinto se volvió deliberado, y por tanto fracasó, y no pudo cantar. Lo intentó, y por supuesto salieron tonos. No sabía que mucho de aquella extraña sensación se debía simplemente a la falta de práctica, y de que su voz estaba empezando a cambiar. Sólo sabía que algo que había sido tan natural como respirar, como caminar, era ahora completamente artificioso. La canción sonaba extraña en sus oídos. Gritó, la voz tan solitaria como el chillido de un corvejón. Los pájaros que le rodeaban se callaron, sintiendo al instante que no era uno de ellos.
No pertenezco a este lugar, se dijo Ansset en silencio. Ni a ningún otro. Mi propia gente no me quiere, y aquí soy un extraño.
Sólo el Control le impedía echarse a llorar, y gradualmente, a medida que el sentimiento se formaba en su interior, advirtió que, sin canciones, no podía conservar el Control. Tenía que haber una salida en alguna parte.
Y por eso chilló, una y otra vez, gritos y aullidos al cielo. Era un sonido animal, y le asustaba incluso a él mismo mientras lo producía. Podría haber sido una bestia herida; afortunadamente, los depredadores no se dejaban engañar fácilmente, y no acudieron a sus gritos.
Sin embargo, alguien vino, y no mucho después de que Ansset guardara silencio y el sol se pusiera tras los distantes árboles; alguien le tocó el codo desde atrás. Se giró, asustado, sin recordar que esperaba que acudieran al rescate.
Ella parecía familiar, y en un momento la situó en su mente. Encajaba, extrañamente, tanto en la Casa del Canto como en el palacio. Sólo una persona había estado en ambos lugares en su vida, aparte de él mismo.
—Kya-Kya —dijo, y su voz sonó ronca.
—Te oí llorar —dijo ella—. ¿Estas herido?
—No —respondió él, al instante.
Se miraron mutuamente, inseguros de qué decir. Finalmente, Kya-Kya rompió el silencio.
—Todo el mundo estaba lleno de pánico. Ninguno sabía dónde podrías haber ido. Pero yo sí lo sabía. O eso creía, porque también vengo aquí abajo. No son muchos los que bajan durante la estación seca. Los animales no son muy buena compañía. Se pasean con aspecto poderoso y sintiéndose libres. Los seres humanos no están hechos para contemplar el poder y la libertad. Nos hacen sentirnos celosos.
Se rió, y lo mismo hizo él. Sin gracia. Pasaba algo muy extraño.
—¿Trabajas aquí? —preguntó Ansset.
—Soy una de tus ayudantes especiales. No me has visto todavía. Estoy incluida en tu agenda de la semana que viene. No soy muy importante.
Él no dijo nada, y otra vez Kya-Kya esperó, insegura de qué decir. Habían hablado antes: furiosamente, por su parte, cuando conversaron tanto en la Casa del Canto como en el palacio. Pero ella estaba condenada si dejaba que aquello se interpusiera en su carrera. Era algo terrible tener a este niño como superior directo, pero sacaría la mejor parte de todo ello.
—Te enseñaré cómo volver. Si quieres hacerlo.
Ansset siguió sin decir nada. Había algo extraño en su rostro, aunque ella no podía pensar qué era. Parecía de alguna manera rígido. Sin embargo, aquello no podía ser… él había permanecido completamente firme cuando Kya-Kya le habló en su celda en la Casa del Canto y él le cantó alivio, una cara inhumana, en realidad.
—¿Quieres regresar? —preguntó.
Él siguió sin responder. Indefensa, insegura de qué hacer por el niño que tenía su futuro en sus manos, esperó. La Casa del Canto vuelve para atormentarme no importa lo que haga, pensó Kya-Kya, como había pensado un centenar de veces desde que se enteró de que Ansset sería el administrador.
Finalmente, se dio cuenta de que lo que había de extraño en su cara no era rigidez. El muchacho estaba temblando. La criatura más perfectamente controlada de la Casa del Canto estaba tiritando, y su voz tembló y sonó extraña cuando dijo:
—No sé dónde estoy.
—Estás sólo a dos edificios de tu…
Y entonces Kya-Kya se dio cuenta de que él no se había referido a eso.
—Ayúdame —dijo Ansset.
Los sentimientos de Kya-Kya hacia el muchacho se volcaron de repente en una dirección completamente opuesta. Se había preparado para tratar con él como un tirano, como un monstruo, como un superior detestable. No se preparó para tratar con un niño que pedía ayuda.
—¿Cómo puedo ayudarte? —susurró.
—No conozco mi camino —dijo él.
—Lo conocerás, con el tiempo.
Él parecía impaciente, más asustado; la máscara caída de su rostro.
—He perdido… He perdido mi voz.
Kya-Kya no comprendía. ¿Le estaba hablando a ella?
—Kya-Kya —dijo Ansset—. Ya no puedo cantar más.
De todos los habitantes de la Tierra, posiblemente sólo Kya-Kya podía entender lo que quería decir, y lo que aquello significaba para él.
—¿Nunca más? —preguntó, incrédula.
Él sacudió la cabeza, y las lágrimas afloraron a sus ojos.
El muchacho estaba indefenso. Aún hermoso, imposible no mirarle a la cara, y sin embargo un niño real ahora, lo que no había sido nunca en la mente de Kya-Kya. ¡Había perdido la voz! ¡Había perdido lo único que le convertía en un éxito donde Kyaren había fracasado sin esperanza!
Instantáneamente, se sintió avergonzada de su excitación. Nunca había tenido voz. Él la había perdido. Y se forzó a comparar su pérdida con la pérdida de su propio intelecto, del que dependía para todo. Era inimaginable. ¿El Pájaro Cantor de Mikal, incapaz de cantar?
—¿Por qué? —preguntó.
Como respuesta, una lágrima descontrolada brotó de sus ojos. Avergonzado, Ansset la secó, y el gesto terminó de poner a Kya-Kya de su lado. Fuera cual fuese el lado. Alguien le había hecho algo a Ansset, algo peor que su secuestro, algo peor que la muerte de Mikal. Se acercó a él, lo rodeó con sus brazos y luego dijo palabras que nunca había imaginado en su mente, y aún menos en sus labios.
Ella le habló de la canción del amor, en un susurro, y él lloró en sus brazos.
—Te ayudaré —dijo después—. Te ayudaré en todo lo que pueda. Y verás cómo recuperas la voz.
Ansset sólo sacudió la cabeza. El pecho de Kya-Kya estaba húmedo donde su cabeza presionaba contra ella.
Y entonces ella le condujo a un soporte y golpeó el panel que llamaba al ascensor, y mientras éste bajaba le separó de su lado.
—Mi primera ayuda es ésta. A mí puedes llorarme. A mí puedes mostrarme y decirme todo lo que sientas. Pero a nadie más, Ansset. Creías que antes necesitabas el Control, pero cuando lo necesitas de verdad es ahora.
Él asintió, y casi inmediatamente su cara volvió a recuperar la compostura. El muchacho no ha olvidado todos sus trucos, pensó Kya-Kya.
—Es más fácil cuando puedo dejar que salga algo —dijo. Ahora que no puedo cantar. Eso no lo dijo, pero ella escuchó las palabras igualmente, y aunque caminaba solo y con facilidad a su lado a través de los edificios, donde nadie podía verle, en los puentes cubiertos que conectaban las viviendas y les conducían de vuelta a las secciones administrativas, Ansset tomaba a Kya-Kya de la mano.
Durante años, ella había odiado a Ansset como el epítome de todo lo que la había lastimado. Le sorprendía ver lo fácilmente que el odio podía disiparse, sólo porque el niño se mostraba vulnerable. Ahora que podía hacerle daño, nunca haría tal cosa.
El jefe de personal se les acercó, lleno de alegría por el regreso de Ansset, pero se dirigió a Kya-Kya, no al muchacho.
—¿Dónde lo has encontrado? ¿Dónde estaba?
—Me encontró donde yo elegí estar, Calip —le contestó Ansset fríamente—, y regresé cuando yo decidí hacerlo.
Deliberadamente, se giró hacia Kya-Kya.
—Por favor, reúnete conmigo a las ocho de la mañana, Kya-Kya. Me gustaría que estuvieras presente en las reuniones de mañana. Calip, quiero cenar inmediatamente.
Calip se sorprendió. Estaba tan acostumbrado a dar a Ansset su plan de trabajo y presentarle gente, que no se le había ocurrido pensar que Ansset querría hacer las cosas a su modo. Después de un momento de embarazoso silencio, Calip asintió con la cabeza y salió de la sala.
En cuanto el hombre se marchó, Ansset miró a Kyaren con las cejas alzadas.
—Eso ha estado bastante bien —dijo Kyaren.
—Mikal era mejor, pero aprenderé —respondió Ansset.
Entonces le sonrió, y Kya-Kya le devolvió la sonrisa. Pero en la sonrisa del muchacho ella todavía pudo ver las huellas de su miedo, un atisbo de la expresión de su cara cuando había suplicado ayuda.
Y en la voz de Kyaren, cuando le dijo adiós, Ansset oyó amistad. Y, para su propia sorpresa, estuvo seguro de que ella era sincera de corazón. Tal vez, pensó para sí, puede que sobreviva a esto después de todo.