4
Por primera vez en su vida, Ansset perdió las canciones.
Hasta ahora, todo lo que le había sucedido se había añadido a su música. Incluso la muerte de Mikal le había enseñado nuevas canciones, y a profundizar en las antiguas.
Pasó sólo un mes prisionero, pero lo pasó sin canciones. No había sido su intención guardar silencio. Ocasionalmente, al principio, intentó cantar. Incluso algo simple, algo que hubiera aprendido de niño. Los sonidos salían bastante bien de su garganta, pero no había música en ellos. La canción siempre le sonaba vacía, y no podía continuarla.
Ansset especuló sobre la muerte, tal vez por el constante recuerdo de la urna que contenía las cenizas de Mikal, tal vez porque se sentía encerrado en una tumba en la polvorienta habitación con sus constantes recordatorios de un pasado ya perdido. O tal vez porque las drogas que retardaban la pubertad del Pájaro Cantor empezaban a perder su efecto y los cambios se volvían más acusados a causa del retraso artificial.
Ansset se despertaba por la noche, presa de sueños extraños y agotadores. Pequeño para su edad, empezó a sentirse cansado, una urgencia de aferrarse violentamente a algo o a alguien, una pasión por el movimiento que, en los confines de las habitaciones de Mikal, no podía cumplir.
Ansset pensaba que así debía ser la muerte. Esto es lo que experimentan, callados en sus tumbas o capturados embarazosamente en público sin sus cuerpos. Los fantasmas puede que sólo ansíen tocar algo, pero los que no tienen cuerpos no pueden hacerlo; puede que ansíen el calor, el frío, incluso las delicias del dolor, pero todo se les niega.
Contó los días. Con el atizador del fuego los anotó cada mañana en las cenizas del hogar, a pesar de que las cenizas eran del cuerpo de Mikal… o precisamente por ello. Y, por fin, llegó el día en que venció su contrato y pudo finalmente irse a casa.
¿Cómo podría Riktors haberle malinterpretado así? En todos sus años con Mikal, Ansset nunca tuvo que mentirle; y en su estancia con Riktors, también hubo una cierta honestidad, aunque entre ellos se silenciaban algunos temas. No habían sido como padre e hijo, como lo fueron Mikal y él. Eran más como hermanos, aunque sentía un poco de confusión sobre quién de los dos era el hermano mayor y cuál era el joven confuso que tenía que ser reconfortado, confirmado, aconsejado y consolado. Y ahora, simplemente por ser sincero, Ansset había descubierto un aspecto de Riktors que nadie habría imaginado que existía: el hombre podía ser terriblemente vengativo, cruel hasta la indefensión.
Ansset pensaba que conocía a Riktors… como creía que conocía prácticamente a todo el mundo. Igual que otras personas confiaban en su vista, Ansset confiaba en su oído. Nadie podía mentirle o esconderse de él; no si hablaban. Pero Riktors Ashen se había escondido de él, al menos en parte, y Ansset se sentía ahora como un vidente inseguro que de repente descubre que los lobos son todos invisibles y caminan junto a él al cobijo de la noche. El día que Ansset cumplió quince años, esperó ansioso a que se abriera la puerta, a que el Mayordomo, o mejor aún, alguien de la Casa del Canto, entrara a tomarle de la mano y sacarle.
El Mayordomo entró, efectivamente. Al anochecer, entró y le tendió en silencio una carta. La letra era de Riktors:
Lamento informarte que la Casa del Canto nos ha notificado que no volverás con ellos. Tu servicio a dos emperadores, dicen, te ha contaminado y no puedes regresar. El mensaje estaba firmado por Esste. Es una lástima que este mensaje llegue cuando ya no eres bien recibido aquí. En la actualidad, estamos intentando decidir qué podemos hacer contigo, ya que ni nosotros ni la Casa del Canto puede encontrar ninguna otra justificación para mantenerte. Indudablemente, esto es un golpe para ti. Estoy seguro de que puedes imaginar lo mucho que lo siento.
Riktors Mikal, Imperator
Si el largo silencio de Ansset en las habitaciones de Mikal hubiera terminado con el retorno a la Casa del Canto, le habría ayudado a crecer, igual que el silencio y el sufrimiento en la Sala Alta con Esste le había ayudado. Pero a medida que leía la carta, las canciones le fueron abandonando.
Al principio no creyó en la carta. Al principio pensó que era una broma terrible, un último acto vengativo de Riktors para hacerle lamentar querer marcharse de la Tierra y regresar a la Casa del Canto. Pero conforme pasaban las horas, empezó a dudarlo. No había oído nada de la Casa del Canto en sus años de estancia en la Tierra. Sabía que eso era normal… pero también le distanciaba de sus recuerdos de allí. Las paredes de piedra se desvanecieron en el escenario, y los jardines del Susquehanna eran más reales para él. Riktors era más real que Esste, aunque sus sentimientos hacia Esste eran más tiernos. Pero con aquella distancia empezó a pensar: Tal vez Esste le había estado manipulando simplemente. Tal vez su prueba en la Sala Alta había sido una estratagema y nada más: Su completa victoria sobre él y no una experiencia compartida. Tal vez le enviaron a la Tierra como un sacrificio; tal vez los escépticos tenían razón, y la Casa del Canto lo entregó como respuesta a las presiones de Mikal y le enviaron un Pájaro Cantor al emperador sabiendo que era indigno, sabiendo que aquello destruiría al Pájaro Cantor que enviaban y que nunca podría volver a casa.
Tal vez por eso, cuando Mikal murió, la Casa del Canto hizo lo impensable y le dejó quedarse con Riktors Ashen.
Todo encajaba, y cuanto más lo pensaba Ansset, más claro lo veía, hasta que cuando logró quedarse dormido estaba casi al borde de la desesperación. Aún acunaba la esperanza de que mañana la gente de la Casa del Canto apareciera y le dijera que todo era una cruel broma de Riktors y que habían venido a reclamarle; pero la esperanza era débil, y se dio cuenta de que ahora, en vez de ser una de las pocas personas de la Tierra que podían considerarse independientes del emperador, casi su igual, dependía completamente de Riktors, y no era seguro de que éste sintiera obligación alguna de ser amable.
Aquella noche el Control le abandonó, y se despertó llorando en voz alta. Intentó contenerse, pero no pudo. No tenía forma de saber que la llegada de la pubertad estaba debilitando, temporalmente, su conocimiento de sí mismo. Pensaba que aquello era la prueba de que la Casa del Canto tenía razón: Estaba contaminado, debilitado. Era indigno de regresar y vivir entre los cantores.
Si antes se había sentido intranquilo, ahora estaba frenético. Las habitaciones eran más pequeñas de lo que lo habían sido antes, y la suavidad del suelo era insoportable. Quiso golpearlo y endurecerlo; en cambio, le gritó. El polvo, que su constante deambular había arrinconado en las esquinas y bordes de la habitación, empezaba a irritarle, y estornudaba frecuentemente. Con frecuencia se contenía a punto de echarse a llorar, y se preguntaba qué era el polvo, aunque sabía que era el terror del abandono. Casi todo lo que podía recordar de su vida estaba rodeado por seguridad; al principio por la seguridad de la Casa del Canto, y más tarde por la seguridad del amor de un emperador. Ahora, repentinamente, las dos cosas habían desaparecido, y un abandono largamente olvidado empezaba a entrometerse de nuevo en sus sueños. Alguien le raptaba. Alguien le separaba de su familia. Alguien desvanecía a los suyos en la distancia y nunca los volvería a ver, y se despertaba en la oscuridad lleno de terror, temeroso de moverse en la cama, porque si levantaba un solo brazo ellos dejarían de contenerse, le llevarían y nunca volvería a ser encontrado, viviría perpetuamente en una pequeña celda en un bote que se balanceaba, siempre estaría rodeado por las caras lascivas de unos hombres que sólo veían su desnudez y nunca su alma.
Y luego, después de una semana, su largo silencio terminó. El Mayordomo vino por él.
—Riktors quiere verte —dijo el Mayordomo, y como no estaba entregando un mensaje memorizado, su voz era la suya propia, y era compasiva y cálida, y Ansset tembló mientras caminaba hacia él y tomaba la mano ofrecida y dejaba que le condujeran fuera de las habitaciones de Mikal y le llevaran a los magníficos apartamentos de Riktors.
El emperador le estaba esperando ante una ventana desde la que contemplaba el bosque donde las hojas empezaban a volverse rojas y amarillas. El viento soplaba en el exterior, pero por supuesto no les alcanzaba. El Mayordomo dejó solo a Ansset con Riktors, quien no mostró el menor signo de saber que el niño había entrado.
¿Niño? Ansset, por primera vez, fue consciente de que estaba creciendo, de que había crecido. Riktors no le sobrepasaba en altura como cuando lo recogió en la Casa del Canto. Ansset aún no le llegaba a los hombros, pero sabía que algún día lo haría, y sintió una creciente igualdad con Riktors… no una igualdad de independencia, pues aquella sensación había desaparecido, sino igualdad de masculinidad. Mis manos son grandes, pensó Ansset.
Mis manos podrían arrancarle el corazón.
Arrinconó el pensamiento en los entresijos de su mente. No comprendía su ansia de emprender una acción violenta; pensaba que ya había tenido suficiente de niño.
Riktors se giró para mirarle, y Ansset vio que sus ojos estaban rojos de haber llorado.
—Lo siento —dijo Riktors. Y volvió a llorar.
La pena era sincera, insoportablemente sincera. Por hábito, Ansset se dirigió hacia aquel hombre… pero el hábito se había debilitado: Antes habría abrazado a Riktors y le habría cantado, pero ahora sólo podía acercarse, sin tocarle y, desde luego, sin cantarle. Ahora no tenía canciones para Riktors.
—Si pudiera deshacerlo, lo haría —dijo Riktors—. Pero me presionaste más de lo que puedo soportar. Nadie más que tú podría haberme hecho enfurecer tanto, ni podría haberme lastimado tan profundamente.
La verdad resonaba en la voz de Riktors, y sobrecogido Ansset advirtió que Riktors no le había defraudado. No estaba diciendo mentiras.
—¿No me cantarás? —suplicó Riktors.
Ansset quiso decir que sí. Pero no pudo. Buscó una canción en su interior, pero no pudo encontrar ninguna. En vez de canciones, las lágrimas anegaron su mente. Su cara se convulsionó, y sacudió la cabeza, sin producir ningún sonido.
Riktors le miró amargamente, luego se dio la vuelta.
—Pensaba que no. Sabía que nunca podrías perdonarme.
Ansset sacudió la cabeza y trató de emitir un sonido, intentó decir te perdono. Pero no encontró ningún sonido en su interior. No encontró nada más que miedo y la agonía de ser abandonado.
Riktors esperó a que hablara, negara, perdonara; cuando comprendió que el silencio duraría eternamente si era Ansset quien tenía que romperlo, Riktors se puso a caminar. Alrededor de la habitación, tocando ventanas y paredes. Finalmente, se acercó a descansar en su cama, la cual, cuando estuvo claro que no iba a tumbarse, cooperó envolviéndolo, proporcionando apoyo a su espalda.
—Bien, entonces no te castigaré más haciendo que estés aquí conmigo en el palacio. No vas a regresar a Tew. No puedo despedirte sin más. Te debo mejor trato que eso. Así que he decidido darte trabajo.
Ansset no sentía ninguna curiosidad.
—¿No te importa? Bien, a mi sí —dijo Riktors ante el silencio de Ansset—. El administrador de la Tierra merece un ascenso. Te daré su puesto. Informarás directamente a la capital imperial, sin que haya prefectos entre nosotros. El Mayordomo quería darte algo más insignificante, alguna oficina en la que no tuvieras mucha responsabilidad —Riktors se echó a reír—. Pero no estás entrenado para hacer trabajos menores, ¿verdad? Al menos conoces el protocolo. Y el personal es muy bueno. Te asesorarán hasta que aprendas. Si necesitas ayuda, me encargaré de que la consigas.
Riktors estudió la cara de Ansset en busca de un signo de emoción, aunque sabía que no iba a manifestarla. Ansset quiso mostrarle algo, mostrarle lo que buscaba. Pero requirió toda su concentración para mantener el Control, para evitar romper el cristal y saltar del palacio para llegar al exterior, para no llorar hasta que se le desgarrara la garganta. Por tanto, Ansset ni dijo ni mostró nada.
—Pero no quiero verte —continuó Riktors.
Ansset sabía que era mentira.
—No, eso es falso. Tengo que verte. No puedo vivir sin verte. Lo tengo bastante claro, Ansset. Me has mostrado lo mucho que te necesito. Pero no quiero necesitarte, no a ti, no ahora. Y por eso no puedo querer verte, y no te veré. No hasta que estés dispuesto a perdonarme. No hasta que vuelvas y me cantes de nuevo.
No puedo cantarle a nadie, quiso decir Ansset.
—Así que haré que te proporcionen un cierto entrenamiento… no hay ninguna escuela para administrar planetas, ya sabes. Lo mejor que puedan hacer, reuniones con el administrador actual. Y luego te llevarán a Babilonia. Es un lugar muy hermoso, según me han dicho. En cuanto llegues a Babilonia, nunca volveremos a vernos.
Su voz era dolorosa, y a Ansset le rompió el corazón. Por un momento quiso abrazar a aquel hombre que, después de todo, había sido su hermano y su amigo. Pensaba que había conocido a Riktors y no sabía cómo no amar a alguien a quien no comprendiera tan completamente. Pero la verdad es que no le comprendí, advirtió Ansset. Riktors se escondía de mí, y no le conozco.
Era una muralla, y Ansset no la había franqueado.
En cambio, Riktors intentó hacerlo. Se levantó de la cama y se acercó al lugar donde Ansset permanecía de pie, se arrodilló ante él, le abrazó por la cintura y lloró aferrándose a él desesperadamente.
—Ansset, por favor. ¡Di que me amas, di que éste es tu hogar, cántame, Ansset!
Pero Ansset continuó en silencio, y el hombre se dejó caer hasta que quedó tendido a los pies del muchacho, y finalmente dejó de sollozar y dijo, sin alzar la cabeza:
—Vete. Márchate de aquí. Nunca volverás a verme. Gobierna la Tierra, pero no me gobernarás más. Puedes marcharte.
Ansset se zafó del débil brazo de Riktors y se dirigió a la puerta. La tocó y se abrió. Aún no se había marchado cuando Riktors gimió, lleno de agonía:
—¿No me dirás nada?
Ansset se dio la vuelta, buscando algo con lo que romper el silencio. Finalmente, lo encontró.
—Gracias —dijo.
Quería decir gracias por preocuparte de mí, por quererme aún, por darme algo que hacer ahora que sé que no puedo cantar nunca más, ahora que mi casa me está cerrada.
Pero Riktors lo oyó de otra forma. Oyó a Ansset decir gracias por permitirme marcharme, gracias por no pedirme que me quede junto a ti, gracias por dejarme vivir y trabajar en Babilonia donde no se me pedirá que vuelva a cantar para ti nunca más.
Y por eso, para sorpresa de Ansset, cuando su voz pronunció roncamente la palabra, absolutamente falta de música, Riktors no la tomó con amabilidad. Miró a Ansset con una expresión que el muchacho sólo pudo interpretar como frío odio. La mirada continuó durante algunos minutos, una eternidad insoportable, antes de que, finalmente, Ansset no pudiera soportar ver el odio de Riktors por más tiempo. Se dio la vuelta y atravesó la puerta. Cuando ésta se cerró a sus espaldas, Ansset se dio cuenta de que al menos ya no era un Pájaro Cantor. El trabajo que ahora tenía no requería canciones.
Para su sorpresa, se sintió aliviado. La música cayó de él como una carga de la que uno se desprende a gusto. Aún tardaría algún tiempo en darse cuenta de que no cantar era una carga aún más pesada, una carga de la que aún era más difícil desprenderse.