retrato de un padre envejecido
Pronto no quedó nada más por hacer.
Habían terminado pero no sentían que hubiesen terminado, porque sabían que todavía faltaba algo por llegar.
En cuanto a la construcción del puente, sin embargo, la obra y las operaciones de limpieza habían acabado, y lo contemplaron desde todos los ángulos. Al atardecer parecía seguir brillando, como si se hubiera cargado con el calor del día. Estaba encendido, luego se desvanecía, luego desaparecía.
El primero en cruzarlo fue Aquiles.
Parecía que fuese a rebuznar, pero no lo hizo.
Por suerte para nosotros, no había ningún pacto con espíritus malignos ni tentadores; avanzó con recelo al principio, examinándolo, pero hacia la mitad ya se había hecho el amo:
Patios, cocinas de barrio.
Campos y puentes artesanales.
Todo era lo mismo para Aquiles.
Durante un tiempo no supieron qué hacer con sus vidas.
—Supongo que deberías volver al instituto.
Pero ese momento ya había pasado, sin duda. Desde la muerte de Carey Novac, Clay había perdido la voluntad de contar. Ahora no era más que un albañil sin una sola acreditación oficial. Por toda prueba tenía sus manos.
Cuando pasó un mes, regresó a la ciudad, pero no antes de que Michael le enseñara algo.
Estaban en la cocina, con su horno, y aquel no era un chico corriente. Nadie levantaba puentes a esa velocidad, y mucho menos de semejante magnitud. Los chicos normales no pedían construir arcos; pero, claro, los chicos normales tampoco hacían muchísimas otras cosas…, y Michael pensó en la mañana cuya riada los inundaría, en las últimas aguas todavía por llegar.
—Me vuelvo a casa a trabajar con Matthew —anunció Clay.
Y Michael dijo:
—Ven conmigo.
Primero se detuvieron debajo del puente, y su mano se posó en la curva del arco. Bebieron café en el frescor matutino. Aquiles estaba plantado por encima de ellos.
—Oye, Clay —dijo Michael con voz serena—. Esto todavía no se ha terminado, ¿verdad?
—No —respondió el chico, junto a la piedra.
Por la forma en que había respondido, se dio cuenta de que, cuando ocurriera, nos dejaría para siempre…, y no porque quisiera hacerlo, sino porque tenía que hacerlo y punto.
A continuación ocurrió algo que estaba preparándose desde hacía tiempo, desde Penelope, el porche y las historias:
Algún día tendrías que pedirle a tu padre que dibuje.
Dos pequeñas figuras junto al puente, en el lecho del río.
—Vamos —dijo Michael—, ven.
Se lo llevó a la parte de atrás, al cobertizo, y Clay comprendió entonces por qué lo había detenido —aquel día que había querido ir a buscar la pala torturadora, cuando se lo llevó en coche a Featherton—, porque allí, medio inclinado en un caballete improvisado, se encontró con un boceto de un chico en una cocina, y en su mano tendía hacia nosotros… algo.
La palma estaba abierta pero curvada.
Al mirar con atención se podía adivinar lo que era:
Los pedazos de una pinza rota para la ropa.
Era esta cocina en la que escribo.
Solo uno de nuestros principios.
—Me lo contó, ¿sabes? —dijo Clay—. Y me dijo que te pidiera que me lo enseñaras. —Tragó saliva; pensó y mentalmente ensayó más palabras:
Es bueno, papá, es muy bueno.
Pero Michael se le adelantó.
—Lo sé —dijo—. Tendría que haberla pintado a ella.
Nunca lo había hecho, pero ahora lo tenía a él.
Dibujaría al chico.
Pintaría al chico.
Lo haría durante años.
Pero antes de ese otro principio había ocurrido lo siguiente: