cinco años y un piano,
después de una mano sobre otra
Cinco largos años estuvo tendido en ese garaje, en el suelo, hasta que ocurrió.
Algo hizo que se levantase:
El piano.
Una dirección confusa.
La luz de la tarde.
Con ella llegó una mujer acompañada de música y dos poemas épicos, y ¿qué otra cosa iba a hacer Michael Dunbar?
En cuestión de segundas oportunidades, no podría haber sido más afortunado.
Bueno, pero ¿qué ocurrió en esos cinco años?
Firmó los papeles del abogado, con manos temblorosas.
Dejó de pintar, para siempre.
Sintió la tentación de regresar a Featherton, pero también recordó la voz en la oscuridad y la cabeza sobre su cuello:
Puede que aún estuvieses allí.
Además de la humillación.
Volver sin la chica.
«¿Dónde está?», preguntaría la gente.
«¿Qué ha ocurrido?».
No, no podía volver, nunca. Correría la voz, pero eso no significaba que él quisiese oírla. Tenía más que suficiente con sus propios pensamientos.
«¿Qué?».
Lo asaltaban a menudo, mientras cenaba o se cepillaba los dientes.
«¿Que ella lo ha dejado?».
«Pobre chico».
«Bueno, no puede decirse que no se viera venir… Ella era un culo inquieto y él, bueno, nunca fue un lince, ¿no?».
No, era mejor quedarse en la ciudad. Era mejor quedarse en casa y notar cómo su perfume se desvaía poco a poco. Al fin y al cabo, siempre había trabajo. La ciudad crecía. Siempre había un par de cervezas, ya fuese solo en casa o con Bob y Spiro, o con Phil, compañeros con mujer e hijos, o sin nada, como él.
De vez en cuando volvía a Featherton, pero solo para visitar a su madre. Le alegraba verla participando en los típicos acontecimientos de pueblo pequeño. Puestos de pasteles, el desfile del día del Anzac, bolo césped con el doctor Weinrauch los domingos. Aquella era su vida.
Cuando le contó lo de Abbey, apenas dijo nada.
Cubrió la mano de su hijo con la suya.
Lo más probable era que estuviese pensando en su marido, quien se había adentrado en las llamas. Nadie sabía por qué algunos entraban y ya no volvían. ¿Es que no querían salir tanto como los demás? En cualquier caso, Michael Dunbar nunca albergó dudas respecto a Abbey.
Lo siguiente, los cuadros; ya no soportaba mirarlos.
Su imagen despertaba preguntas.
Dónde estaba.
Con quién estaba.
Sentía la tentación de imaginarla en movimiento, con otro hombre. Un hombre mejor. Sin sutilezas.
Quería ser menos superficial, decir que esas cosas no importaban, pero sí lo hacían. Llegaban dentro, a un lugar profundo en el que no quería aventurarse.
Una noche, al cabo de unos tres años, reunió los cuadros en un lado del garaje y los cubrió por completo, con sábanas: una vida tras un telón. Sin embargo, una vez que el trabajo estuvo hecho, no pudo resistirse y echó un último vistazo: pasó una mano por el más grande, en el que Abbey aparecía con los zapatos en la mano, en la orilla.
—Adelante —dijo ella—, quédatelos.
Pero ya no quedaba nada.
Volvió a bajar las sábanas.
Mientras el tiempo que faltaba intentaba darle alcance, la ciudad engulló a Michael.
Trabajaba, conducía.
Cortaba el césped; un tipo majo, un buen inquilino.
¿Cómo iba a saberlo?
¿Cómo iba a saber que dos años después el padre de una chica inmigrante moriría en un banco de un parque europeo? ¿Cómo iba a saber que ella, en un arranque de amor y desesperación, compraría un piano y que se lo entregarían no a ella, sino a él, y que la vería en mitad de Pepper Street junto a un trío de inútiles con un piano?
En muchos sentidos, Michael nunca había dejado el suelo del garaje, y muchas veces lo imagino de esta manera:
Se incorpora y se pone en pie.
El lejano murmullo del tráfico —muy parecido al mar— suena de fondo durante cinco largos años, y repito para mí mismo, una y otra vez:
Hazlo, hazlo ya.
Ve hacia esa mujer y ese piano.
Si no vas ahora, no existiremos ninguno de nosotros —ni hermanos, ni Penny, ni padre, ni hijos— y lo único que tienes que hacer es aceptarlo, decidirte y llegar hasta donde puedas con ello.