el amor en los tiempos del caos
Al tiempo que la primavera daba paso al verano, la vida avanzaba por una doble vía.
Hubo entrenamientos, hubo cotidianidad.
Hubo disciplina, y auténticos idiotas.
En casa prácticamente nos gobernábamos sin timón; siempre había algo por lo que discutir o reír, a veces incluso al mismo tiempo, en paralelo.
En el barrio del hipódromo era distinto:
Cuando corríamos, sabíamos dónde estábamos.
En realidad era la mezcla perfecta, creo, de amor en tiempos del caos, de amor en tiempos del control; y nosotros, en medio, nos veíamos arrastrados a uno u otro extremo.
Corriendo arremetimos contra octubre, cuando Clay se apuntó a atletismo; ni a regañadientes ni remotamente emocionado. El club no estaba en Bernborough (las instalaciones se encontraban en muy malas condiciones), sino en Chisholm, cerca del aeropuerto.
Allí todos le cogieron manía:
Solo corría los cuatrocientos y apenas abría la boca.
Conoció a un chico, una bestia llamada Starkey:
Era el descomunal lanzador de peso y disco.
El especialista de los cuatrocientos era otro chico llamado Spencer.
Clay se desmarcó cuando aún quedaban trescientos metros.
—Mierda —dijeron todos, el club entero.
Ganó, les sacó media recta.
En casa, una tarde.
Una más de una larga serie:
Pelea doscientos setenta y ocho.
Rory y Henry discutían.
Se oía jaleo en su habitación, que era la «habitación de chicos» por antonomasia, llena de ropa varada y olvidada, calcetines perdidos, malos humos y llaves de cabeza. Las palabras sonaban estranguladas:
«Te he dicho que guardes tus mierdas con el resto de tus mierdas y no paran de invadir mi espacio», y «Como si tuviera el menor interés en que mis mierdas invadan (madre mía, pero ¿tú te oyes?) tu mierda de espacio. Además, ¿tú has visto cómo lo tienes?», y «¡Pues si tanto asco te da, lo lógico sería que mantuvieras tus mierdas en el tuyo!».
Etcétera.
Entré al cabo de diez minutos para separarlos en plena discusión rubia y oxidada. El pelo apuntaba en todas direcciones, norte y sur, este y oeste.
—¿Vamos al museo o qué? —preguntó Tommy en la puerta. Qué pequeño era…
Fue Henry quien lo oyó y contestó, aunque se dirigió a Rory.
—Claro, pero espera un minuto, ¿vale? —dijo—. Danos un segundo para machacar a Matthew.
Y así, sin más, los dos volvieron a ser amigos.
Me enterraron, sin compasión ni cuartel.
Mi cara y el sabor a calcetín.
En la calle, ya casi teníamos una rutina:
Clay corría.
Yo las pasaba canutas para seguirle el ritmo.
Él y su bolsillo izquierdo abrasador.
—Venga, venga.
Por entonces, su conversación se reducía a aquellas dos palabras, si es que llegaba a pronunciarlas.
En Bernborough, siempre lo mismo.
Ocho cuatrocientos lisos.
Treinta segundos de descanso.
Corríamos hasta que estábamos a punto de desplomarnos.
Fuimos todos al museo y nos quejamos del precio, pero valió la pena, hasta el último centavo; valió la pena solo por ver a Tommy cuando el tilacino y él estuvieron cara a cara. Lo otro fue que, además, el niño tenía razón: era cierto, se parecía a un perro con una curiosa barriga con forma oval. Nos enamoramos del tigre de Tasmania.
Pero a Tommy le gustó todo de todo:
En lo alto, el esqueleto de la ballena azul, que se extendía como un edificio de oficinas puesto de lado. También el cuello distinguido del dingo. Y la variada procesión de pingüinos. Le gustó hasta la sección más escalofriante, sobre todo la serpiente negra de vientre rojo, y la elegancia y la tersura del taipán.
Para mí, sin embargo, allí había algo espeluznante; un cómplice de la taxidermia, algo muerto y reacio a partir. O, para ser justos, reacio a hacerlo de mi interior:
Por supuesto, la presencia de Penelope.
La imaginaba allí con Tommy.
La veía agachándose despacio, y creo que a Clay le ocurría lo mismo.
A veces lo sorprendía observando algo con atención, aunque a menudo dirigía la mirada unos milímetros a la izquierda del ejemplar expuesto, sobre todo cuando este se encontraba tras un cristal. Estoy seguro de que veía su reflejo, algo rubio y en los huesos, sonriente.
Cuando cerraron, nos apoyamos un rato en la pared, junto a la puerta del museo.
Estábamos cansados, todos menos Tommy.
La ciudad se movía a gran velocidad a nuestro alrededor.
Ocurrió en una de las ocasiones que salimos a correr.
Fue a primera hora de la mañana.
Los mundos se fundieron.
En realidad tendría que habérsenos ocurrido antes.
Corríamos con la primera luz del alba, en Darriwell Road, a pocos kilómetros de casa. Clay lo vio amarrado a un poste de telégrafo, allí plantado, y volvió atrás sabiendo lo que hacía. Se quedó mirando el anuncio que envolvía el madero:
Una gata acababa de tener gatitos.
¿Para qué llevar a Tommy a ver animales muertos si los vivos podían acudir a él?
Memoricé la primera mitad del número de teléfono y Clay la segunda, pero cuando llamamos, nos informaron de manera clamorosa de que el anuncio llevaba colgado tres meses y que hacía seis semanas que habían vendido el último gatito. Sin embargo, la mujer que contestó sabía exactamente adónde podíamos acudir. Tenía una voz masculina, tan cercana como expeditiva.
—En internet hay miles de páginas de animales, pero lo mejor que podéis hacer es mirar en La Gaceta.
Se refería a La Gaceta del Barrio del Hipódromo, y dio en el clavo, fue lista; la primera vez que buscamos en ese periódico —el diario local— había un collie a la venta, y un kelpie, y un par de cacatúas ninfa. Una cobaya, un papagayo australiano y tres gatos de distintas razas.
Sin embargo, él nos esperaba al final de todo, donde continuaría un poco más. Tendría que haberlo sabido por el fuego en los ojos de Clay, ambos sonreían de pronto cuando lo señaló con el dedo:
MULO TERCO, PERO SIMPÁTACO
NO COCEA NI REBUZNA
***
200 $ (negociable)
NO SE ARREPENTIRÁ
Llamar a Malcolm
—No se lo enseñes a Tommy, por lo que más quieras —le pedí, aunque Clay me ignoró por completo.
Volvió a señalar el anuncio con un dedo, apuntando al error de la mismísima primera línea.
—«Terco, pero simpátaco» —leyó.
Nos decidimos por uno de los gatos. Era de una familia que se iba al extranjero; salía demasiado caro llevarse el gato atigrado. Nos dijeron que se llamaba Rayitas, pero sabíamos a ciencia cierta que se lo cambiaríamos. Era un bicho enorme y ronroneante —labios negros y patas color asfalto—, y con una cola que parecía un arma de angora.
Fuimos en coche hasta Wetherill, dos barrios al oeste, y el gato se vino a casa en el regazo de Clay. No se movió ni un milímetro, solo ronroneó en armonía con el motor. Solo pandereteó con las patas sobre sus muslos, clavándole las garras.
Dios, tendrías que haber visto a Tommy.
Ojalá lo hubieras visto.
Llegamos al porche de casa.
—¡Eh, Tommy! —lo llamé, y él vino, y sus ojos eran jóvenes y eternos.
Casi se echó a llorar cuando estrechó el gato y las rayas contra su pecho. Le dio unas palmaditas, lo acarició, le habló sin hablar.
Cuando Rory y Henry salieron, los dos realizaron una de sus gloriosas actuaciones y se quejaron con una sincronía que parecía cosa de brujas.
—Joder, ¿cómo es que Tommy puede tener un gato?
Clay miró hacia otro lado. Yo contesté.
—Porque Tommy nos cae bien.
—¿Y nosotros no?
Poco después oímos el anuncio de Tommy, y la respuesta rotunda e inmediata de Clay.
—Voy a llamarlo Aquiles.
—No, a este no. —Brusco.
Me volví hacia él al instante.
Me mostré terco y ciertamente antipátaco:
No, Clay, maldita sea, dije, aunque con los ojos. En cualquier caso, ¿a quién pretendía engañar? Al fin y al cabo, Tommy sostenía el gato como a un recién nacido.
—Vale, pues entonces Agamenón —dijo.
Esta vez fue Rory quien le paró los pies.
—No te jode… ¿Y qué tal un nombre que sepamos pronunciar?
Sin desfallecer, nuestro hermano continuó rindiendo homenaje a Penelope:
—¿Pues qué os parece Héctor?
El campeón de los troyanos.
Hubo asentimientos de cabeza y murmullos de aprobación.
A la mañana siguiente, torcimos por calles del barrio del hipódromo que yo ni siquiera conocía y acabamos en Epsom Road. Cerca del túnel de Lonhro. Las vías del tren traqueteaban por encima de nosotros. Era uno de los muchos lugares abandonados de aquel barrio, con un único campo caído en el olvido. Las vallas se distribuían de manera caprichosa. Los árboles, eucaliptos en plena muda, se alzaban impasibles, manteniéndose firmes.
Al fondo había una pequeña parcela; y hierba, a puñados, en la tierra polvorienta. Había una alambrada oxidada. Una casucha que se había vuelto gris. Y una caravana, vieja y cansada; como un borracho a las tres de la mañana.
Recuerdo el ritmo de sus pasos sobre el asfalto lleno de baches y cómo fueron ralentizándose. Clay nunca aflojaba en ese punto de la carrera, era venga y solo venga, y no tardé en entender por qué. Una vez que vi la caravana y la parcela descuidada, comprendí que aquello no albergaba ninguna lógica, pero desde luego sí un mulo.
—Has llamado al teléfono de La Gaceta, ¿verdad? —dije, y caminé, indignado.
Clay continuó con paso resuelto.
Recuperó su respiración normal con una velocidad asombrosa, de agitada a cotidiana.
—No sé de qué me hablas.
Y entonces vimos el cartel.
Echando la vista atrás, aquello tenía algo de apropiado.
Aunque eso solo lo veo y lo puedo decir ahora.
En ese momento, sin embargo, me mostré receloso, y muy molesto, mientras nos acercábamos a la alambrada. El cartel había sido blanco en otro tiempo; anticuado y sucio, colgaba en diagonal en medio del alambre más alto. Debía de ser el mejor cartel de todo el barrio del hipódromo, por no decir de todos los barrios con hipódromo del mundo entero.
Escrito con rotulador negro, grueso y descolorido, decía:
¡SE PROCEDERÁ LEGALMENTE
CONTRA QUIEN SUMINISTRE
SUSTENTO A LOS CAVALLOS!
—Dios, mira eso —dije.
¿Cómo se podía escribir mal «caballos» y redactar como un abogado? Aunque supongo que eso era el barrio del hipódromo. Por no hablar de que no había caballos. Ni caballos ni nada, al menos durante un rato.
Pero entonces dio la vuelta a la casucha.
Una cabeza de mulo apareció casi sin darnos cuenta, y también ese gesto que lo definía a menudo:
Nos observó, anotó todos los detalles.
Se comunicó.
Como un ser supremo aunque abandonado.
Ya poseía esa expresión de «¿Y tú qué miras?» en su alargada y ladeada cara, hasta que se cansó de mirarnos y pareció decir: «Ah, bueno».
Se aproximó con paso tranquilo y desgarbado entre las luces y las sombras del amanecer.
De cerca casi resultaba simpático; era locuaz, aunque mudo, y afable. Su cabeza tenía textura, era un cepillo de fregar, y su pelaje mostraba una gama de colores cansados, desde el pajizo al óxido; su cuerpo, tierra de cultivo removida. Los cascos tenían la tonalidad del carboncillo. ¿Y qué se suponía que debíamos hacer? ¿Cómo se le habla a un mulo?
Pero Clay aceptó el desafío.
Lo miró a los ojos, que parecían los de un becerro, dos corderillos enviados al matadero, pura tristeza pero sumamente vivos. Metió la mano en el bolsillo en busca de algo, y no se trataba de la brillante pinza amarilla.
No, aquello fue una muestra del mejor Clay Dunbar:
Una mano, un puñado de azúcar, de arena.
Era moreno y sabía dulce en su palma —el mulo no cabía en sí de gozo—, y a la mierda el cartel y la ortografía. Sus ollares dibujaron círculos nerviosos. Había abierto los ojos de par en par cuando le sonrió:
Sabía que algún día vendrías.