antes de que el alba
alcanzara la casa

Así que a Penny le dieron seis meses…, y tal vez eso habría sido lo mejor. Sin duda no habría dolido tanto, o por lo menos habría sido más corto que esa épica hazaña suya a lo Hartnell de morir sin acabar de morir nunca.

Hubo toda clase de detalles sórdidos, por supuesto.

No les guardo mucha estima.

Todos los medicamentos suenan igual, al final, como un índice de variaciones. Es como aprender otro idioma, supongo, mientras ves morir a alguien; un estilo de entrenamiento completamente nuevo. Construyes torres con cajas de medicinas, cuentas pastillas y preparados venenosos. Luego, los minutos que se hacen horas en salas de hospital, y cuán larga puede ser la noche más larga.

Para Penelope sobre todo era un idioma, creo.

La muerte y su jerga particular.

A sus pastillas las llamaba «La Farmacia».

Cada medicamento, un «oxímoron».

La primera vez que nos hizo ese comentario fue en la cocina, después de estudiarlas casi con felicidad; todas esas cajas con pegatinas. Leyó los nombres en voz alta, desde Cyclotassin hasta Exentium o Dystrepsia 409.

—Vaya —dijo mientras las recolocaba; su primer cara a cara con la torre de medicamentos. Era como si la hubieran embaucado (y, afrontémoslo, así había sido)—. Todas me suenan igual.

En muchos sentidos había encontrado la descripción perfecta para ellas, además, porque era cierto que todas sonaban a extrañas figuras retóricas, a oxímoron con un componente de absurdidad —la idiotez de luchar contra ello—: matarte para sobrevivir. En realidad deberían haberlas vendido con advertencias como las del tabaco: «Tómese esto y muera despacio».


Por fútil que fuera, todavía quedaba una operación más, y el sabor a agonía de hospital.

Mira, cuando la gente habla del olor de los hospitales, no te dejes engañar. Llega un punto en que vas más allá, en que lo notas en la ropa. Semanas después, cuando ya estás de vuelta en casa, de pronto algo te recuerda… eso.

Hubo una vez, una mañana en el desayuno, en que a Rory le dio un ataque de escalofríos. Mientras le subían y luego le bajaban por el brazo, Penelope lo señaló.

—¿Quieres saber qué es eso? —preguntó. Había estado mirando concentrada su cuenco de copos de maíz, tratando de dilucidar si se los comía o no—. Significa que un médico acaba de removerse mientras dormía.

—O peor —dijo nuestro padre—, un anestesista.

—¡Sí! —exclamó Rory, sin que nadie lo animara, mientras le robaba una cucharada de cereales a nuestra madre—. ¡Esos cabrones son la peste, qué mal me caen!

—¡Oye! Que te estás comiendo mi maldito desayuno, chaval.

Empujó el cuenco hacia él y le guiñó un ojo.


Poco después, los tratamientos volvieron a llegar en oleadas, y las primeras fueron como azotes agrestes, como un cuerpo caído en unos disturbios. Luego, cada vez más profesionales; un acoso ocasional.

Con el tiempo se convirtieron en ataques terroristas.

En un desastre calculado.

Nuestra madre, incendiada, derribada.

Un 11-S humano.

O una mujer que se convierte en un país, y la ves abandonándolo, abandonándose. Como los inviernos de antaño en el Bloque del Este, las amenazas llegaban cada vez antes:

Las pústulas crecieron como campos de batalla.

Lanzaron una guerra relámpago sobre su espalda.

Los medicamentos le desbarataron el termostato; la abrasaban, luego la congelaban, luego la paralizaban y, cuando se levantaba de la cama, caía; su pelo era como un nido sobre la almohada, o un montón de plumas dejadas por el gato en el césped.

Para Penny, se notaba que era una traición. Estaba ahí, en los ojos verde desvaído; y lo peor era la decepción, pura y dura. ¿Cómo podían fallarle de esa manera, el mundo y su propio cuerpo?

De nuevo, era como en la Odisea y la Ilíada, donde los dioses intervenían…, hasta que algo se precipitaba hacia la catástrofe; así era también en su caso. Ella intentaba recomponerse, reconocerse a sí misma, y a veces incluso lo creía. Como poco, pronto acabamos hastiados:

La estúpida luz de las salas de hospital.

La extrema amabilidad de enfermeras encantadoras.

Cómo odiaba su forma de caminar:

¡Esas piernas enfundadas en medias de las enfermeras jefe!

Pero a algunas no podías evitar quererlas; cómo odiábamos querer a las especiales. Aun ahora, mientras aporreo las teclas contando lo que ocurrió, siento gratitud hacia todas ellas; su forma de recolocarla sobre las almohadas, como el objeto quebradizo que era. Su forma de sostenerle la mano y hablarle, enfrentadas a todo nuestro odio. Le transmitían calor, apagaban fuegos y, como nosotros, vivían y esperaban.


Una mañana, cuando la situación estaba llegando al límite, Rory robó un estetoscopio; supongo que para desquitarse, al ver que nuestra madre se había convertido en una impostora. Para entonces era del color de la ictericia, y ya nunca más lo fue del suyo propio. A esas alturas habíamos aprendido a percibir la diferencia entre el amarillento y el rubio.

Se agarraba a nosotros de los antebrazos, o de la carne de las palmas de las manos y las muñecas. De nuevo, la educación; qué fácil contar los nudillos, también los huesos de ambas manos. Miraba por la ventana a un mundo reluciente y despreocupado.


También es digno de ver cómo se transforma tu padre.

Lo ves doblegarse por sitios diferentes.

Lo ves dormir de otra manera:

Inclinado hacia delante sobre la cama del hospital.

Toma aire pero no lo respira.

Tanta presión contenida en su interior.

Se ha convertido en algo de aspecto cansado y desvencijado, en ropa que suspira por las costuras. Igual que Penny nunca volvería a ser rubia, nuestro padre perdería su físico. Personificaban la muerte del color y la forma. Cuando miras a una persona que está muriéndose, no es solo su muerte lo que ves.


Pero entonces… ella lo superaba.

De alguna forma salía de aquel abismo y conseguía cruzar las puertas del hospital. Volvía directa al trabajo, por supuesto, aunque llevara a la muerte en el hombro.

Esa vieja conocida ya no colgaba de los cables eléctricos.

Ni esperaba apoyada en la nevera.

Pero siempre estaba allí, en alguna parte:

En un tren o un autobús, o en un sendero.

En el camino de vuelta a casa, aquí.


Llegado noviembre, nuestra madre era un milagro.

Ocho meses y había conseguido seguir viva.

Hubo otro ingreso de dos semanas en el hospital, y los médicos solían mostrarse evasivos, pero a veces se detenían y nos comentaban:

—No sé cómo lo ha hecho. Nunca había visto algo tan…

—Como diga «agresivo» —interrumpió mi padre un día, y señaló con calma a Rory—, voy a… ¿Ve a ese chico?

—Sí.

—Bueno, pues voy a pedirle que le dé una paliza.

—Perdón, ¿cómo dice?

El médico se alarmó bastante y Rory despertó de pronto; esa frase era mejor que las sales aromáticas.

—¿De verdad? —Casi se estaba frotando las manos—. ¿Puedo?

—Claro que no, lo digo en broma.

Pero Rory intentó vender la idea.

—Vamos, doctor, al cabo de un rato ni siquiera lo notará.

—Todos ustedes —dijo ese especialista en concreto— están mal de la cabeza.

A su izquierda se oyó la risa de Penny.

Rio y luego acalló el dolor.

—Puede que así sea como he llegado hasta aquí —le dijo al médico.

Era una criatura feliz y triste envuelta en mantas.


En esa ocasión, cuando volvió a casa, habíamos engalanado todas las habitaciones:

Serpentinas, globos, Tommy hizo un cartel.

—Has escrito mal «bienvenida» —dijo Henry.

—¿Qué?

—La segunda es una v.

A Penelope no le importó.

Nuestro padre la llevó en brazos desde el coche, y ella le dejó hacerlo por primera vez. A la mañana siguiente todos lo oímos, antes de que el alba alcanzara la casa:

Penny estaba tocando el piano.

Tocó durante todo el amanecer, tocó mientras nos peleábamos. Tocó durante el desayuno y siguió hasta mucho después, y era una música que ninguno de nosotros conocía. Tal vez fuese malgastar lógica: pensar que, mientras tocaba, mantenía a la muerte alejada… Porque sabíamos que pronto volvería, que solo había saltado de un cable a otro.

De nada servía correr las cortinas ni cerrar con llave ninguna puerta.

Estaba allí dentro, allí fuera, esperando.

Vivía en nuestro porche delantero.

El puente de Clay
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