los privilegios de la libertad

Penelope consiguió llegar al final del verano.

La prueba que tuvo que superar fue la decisión de disfrutarlo.

Su primer intento de playa fue un doblete típico: una mezcla de quemaduras solares y viento del sur. Nunca había visto a tanta gente moverse tan deprisa, ni acabar azotada por tantísima arena. Mirándolo por el lado positivo, podría haber sido peor; al principio, cuando vio las carabelas portuguesas flotando serenas en el agua, le parecieron seres puros y místicos. Solo cuando empezaron a llegar niños corriendo por la playa con diferentes grados de sufrimiento, se dio cuenta de que les habían picado. Biedne dzieci, pensó, pobres niños, al verlos dirigirse escopeteados hacia sus padres. Mientras la mayoría de ellos temblaban ya bajo las duchas, llorando y sollozando sin cortapisas, una madre en concreto intentaba evitar que su hija se frotara con la arena. La niña no hacía más que recogerla a aterrorizados puñados y rascarse la piel con ella.

Penelope las contemplaba sin poder hacer nada.

La madre se ocupó de todo.

La calmó y la abrazó, y cuando la tuvo y supo que la tuvo, levantó la mirada hacia la inmigrante que estaba ahí al lado. No hubo más palabras, solo una joven que se agachó y acarició el cabello enredado de la niña. La madre vio a Penelope y asintió, y se llevó de allí a la pequeña. Pasarían años antes de que Penelope supiera que los días malos de carabelas portuguesas eran algo insólito.

El otro hecho que la sorprendió fue que la mayoría de los niños regresaron al agua, aunque no mucho rato esta vez, por culpa del viento huracanado que parecía haber salido de la nada arrastrando pedazos de cielo oscurecido.

Para rematarlo, esa noche no consiguió dormir, acosada por el dolor punzante de sus quemaduras y por el repiqueteo de las patas de los insectos.

Pero las cosas iban mejorando.


El primer momento memorable fue cuando encontró un trabajo.

Se convirtió oficialmente en mano de obra no cualificada.

El campamento estaba vinculado a lo que entonces se conocía como el CES —el servicio de empleo del gobierno—, y cuando fue a visitar su oficina tuvo suerte. O, al menos, suerte a su peculiar manera. Después de una larga entrevista y un mar de formularios gubernamentales, le concedieron permiso para hacer el trabajo sucio.

En resumen, los servicios públicos.

Ya sabes cuáles.

¿Cómo podían tantos hombres mear con tan poca precisión? ¿Por qué dibujaba y emborronaba la gente, por qué decidía cagar en todas partes menos en la taza del váter? ¿Eran esos los privilegios de la libertad?

Leía las pintadas de los cubículos.

Bayeta en mano, recordaba una clase reciente de inglés y se la recitaba al suelo. Era una forma estupenda de presentar sus respetos a ese nuevo lugar: internarse en su calor, frotar y fregar sus asquerosidades. Además, había cierto orgullo personal en el hecho de saber que estaba bien dispuesta a hacerlo. Mientras que antes se sentaba en un almacén frío y frugal a sacarle punta a los lapiceros, ahora vivía de rodillas, aspirando los aromas del amoníaco.


Después de seis meses, casi podía tocarlo.

Su plan estaba cobrando forma.

Sí, claro, las lágrimas afloraban aún todas las noches, y a veces durante el día, pero no cabía duda de que estaba haciendo progresos. Su inglés, por pura necesidad, iba tomando cuerpo, aunque a menudo consistía en una sintaxis calamitosa y revuelta, llena de falsos comienzos y finales interrumpidos.

Décadas después, incluso cuando ya daba clases de inglés en un instituto que había al otro lado de la ciudad, en casa a veces forzaba un fuerte acento, y nosotros nunca podíamos reprimirnos, nos encantaba y la jaleábamos, le pedíamos más. Nunca consiguió enseñarnos su lengua materna —ya era bastante difícil practicar al piano—, pero nos encantaba que una ambulancia pudiera ser una «ambulantsia», y que nos dijera que nos «cayárramos» en lugar de que nos calláramos. Y el zumo solía ser «sumo». O «¡Silentsio!». Que no puedo «oírrme pentsarr». Y en alguno de los cinco primeros puestos, además, estaba «desgraciadamente». Nos gustaba mucho más «desgrrasidamente».


Sí, aquellos primeros días todo se reducía a esas dos cuestiones religiosas:

Las palabras, el trabajo.

Le escribía cartas a Waldek, y le llamaba siempre que podía permitírselo, tras comprender, por fin, que él estaba a salvo. Su padre le había confesado todo lo que había hecho para sacarla de allí, y que quedarse en el andén aquella mañana había sido el punto culminante de su vida, por mucho que pudiera haberle costado. Una vez, Penelope incluso le leyó algo de Homero en su inglés chapurreado, y sintió con seguridad que su padre, sonriendo, se derrumbaba.

Lo que ella no podía saber era que los años pasarían de esa forma, casi demasiado deprisa. Frotaría varios miles de váteres, fregaría hectáreas de baldosas desportilladas. Soportaría esos crímenes de lavabo y trabajaría también en sitios nuevos, limpiando casas y apartamentos.

Pero, claro, lo que tampoco podía saber era:

Que su futuro pronto quedaría decidido, y por tres cosas relacionadas.

Una fue un vendedor de música que sufría de sordera.

Luego, un trío de inútiles con un piano.

Antes, sin embargo, fue una muerte.

La muerte de la estatua de Stalin.

El puente de Clay
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