el caballo de la riverina
Desde lo del aparcamiento de Hennessey, algo nuevo se había puesto en marcha. En la superficie todo parecía normal mientras el invierno avanzaba a pleno rendimiento —las mañanas oscuras, la luz cristalina del sol—, igual que la construcción infatigable del puente.
En un reguero ininterrumpido de carreras, Carey ganó cuatro, lo que elevó el total a seis. Como siempre, salía de la radio y a él le encantaba sentarse a imaginarla. Hubo también tres terceros puestos, pero nunca un segundo. Parecía incapaz de acabar segunda.
Los miércoles que no estaba Michael y Clay sentía más añoranza de la habitual, el chico se llevaba la radio y la caja a los árboles. Sacaba el mechero y la pinza. Sonreía al ver la plancha y la pluma. Se sentaba entre las cortezas desprendidas, que parecían modelos o moldes de partes del cuerpo, brazos y codos caídos. A veces se levantaba, en la recta final:
Vamos, Carey, llévalo a la meta.
Un desfile de caballos:
Kiama, Narwee y Engadine.
(Por lo visto, a Carey se le daban bien los nombres de lugares).
El Cortacésped. Kingsman.
A veces Guerra de las Rosas, de nuevo.
Lo montaba sin utilizar la fusta.
Y entonces llegó un día, y un caballo, en que un jockey se retiró de una carrera; un hombro dislocado. Y fue Carey quien se quedó la montura. El caballo llevaba el nombre de un pueblo de la Riverina, y las cosas estaban a punto de cambiar tanto para ella como para el curso de los acontecimientos.
Un caballo llamado Cootamundra.
Era agosto y las mañanas amanecían casi congeladas. Había madera y maderamen por todas partes. Había montañas de bloques y piedra. Trabajaban en silencio, con las manos desnudas, y parecía que estuviesen construyendo una gradería; tal vez en cierto modo así fuese.
Clay aguantaba tablones gigantescos donde él le decía.
—Ahí no —protestaba Michael Dunbar—, ¡ahí!
Y Clay volvía a alinearlos.
Muchas noches, cuando su padre regresaba a casa, Clay se quedaba en el río. Desbastaba la madera donde era necesario desbastar y frotaba una piedra contra otra hasta que encajaban a la perfección. A veces Michael sacaba té y ambos se sentaban en los sillares y contemplaban su obra, rodeados de monolitos de madera.
En ocasiones Clay trepaba a la cimbra, que crecía un día tras otro, con cada arco. La del primero casi fue una armadura de prueba (una cimbra de la cimbra), y la segunda fue más rápida y resistente; aprendían el oficio trabajando. A menudo pensaba en una foto: la famosa de Bradfield, el hombre que diseñó la Percha. El gran arco casi terminado y él con un pie a cada lado; el hueco abriéndose bajo él, como la muerte.
Como siempre, escuchaba la radio, ponían ambas caras de la cinta. Había varios temas emblemáticos, pero su favorito era «Beast of Burden», bestia de carga, tal vez en homenaje a Aquiles, aunque era más probable que se debiese a que le servía de pretexto para pensar en Carey. Estaba enterrada en las canciones.
Y entonces llegó un sábado, a finales de mes, y la radio estaba encendida para oír las carreras. Había habido un problema en la sexta, en la barrera de salida. Un caballo llamado Estás Soñando. El jockey era Frank Eltham. Una gaviota había espantado al animal y les había ocasionado muchos problemas. Eltham hizo bien en aguantar, pero justo cuando creía que lo había tranquilizado, el caballo volvió a tirarlo al suelo y se acabó; el hombro.
El caballo sufrió rasguños, pero sobrevivió.
Al jockey lo enviaron al hospital.
El joven iba a montar una verdadera revelación —el prometedor Cootamundra— en la última carrera del día. El propietario estaba con el preparador para asegurarse de que McAndrew escogía al mejor sustituto.
—No hay sustitutos. Era todo lo que tenía.
Los jockeys experimentados estaban comprometidos, así que tendrían que recurrir a la aprendiza.
—Eh, Carey —la llamó el viejo, volviéndose hacia atrás.
Carey se moría de ganas de participar.
Cuando le entregaron la chaquetilla de color rojo, verde y blanco, se dirigió derecha al Cagadero —el nombre que recibía el vestuario de las chicas, ya que no era otra cosa que un viejo lavabo— y salió lista para montar.
Estaba convencida.
El caballo iba a ganar.
A veces, decía, lo sabes.
McAndrew también lo sabía.
—Ponte en punta de inmediato y no te detengas hasta que llegues a Gloaming Road —le indicó, tranquilo aunque con aplastante contundencia.
Carey asintió.
El hombre le dio una palmada en la espalda cuando se dio la vuelta.
En Silver, en el Amohnu, oyeron lo de la inclusión de última hora, y cuando Clay dejó de trabajar en la armadura, a Michael Dunbar ya no le cupo duda.
Era ella.
Carey Novac.
Así se llamaba.
Se sentaron y escucharon la carrera. Fue justo como McAndrew había dicho: lo puso en punta a la primera. No consiguieron rebasarlo en ningún momento. Era grande, de un castaño intenso, un alazán. Le sobraba brío y fuerza. Ganó por cuatro buenos cuerpos.
A partir de ese momento, esto es lo que ocurrió:
Durante todo septiembre, en el río, cada vez que Michael regresaba de las minas, se estrechaban la mano y se metían de lleno en faena.
Cortaban, medían y serraban.
Rebajaban los bordes de las piedras, trabajaban en perfecta sincronía.
Cuando finalizaron el sistema de poleas, probaron el peso de un sillar. Hubo tímidos cabeceos —luego cabeceos decididos— de felicidad; las cuerdas aguantarían como los troyanos, las ruedas estaban hechas con acero descartado.
—A veces las minas nos tratan bien —comentó Michael, y Clay no pudo por menos que darle la razón.
Hubo momentos en que se percataban del cambio de luz cuando el cielo engullía el sol. Cuando los nubarrones se reunían en las montañas y luego parecían alejarse con fatiga. Todavía no tenían nada que hacer allí, aunque su día estaba por llegar, sin duda.
Con el tiempo planificaron el tablero, con qué iban a cubrirlo:
—¿Madera? —sugirió Michael Dunbar.
—No.
—¿Hormigón?
Solo podía ser de arenisca.
Y a partir de ese momento, esto es lo que ocurrió:
Al propietario le encantó la jockey.
Se llamaba Harris Sinclair.
Dijo que era valiente, y afortunada.
Le gustó su elocuente melena («Cualquiera diría que habla», comentó), y que fuese flacucha y pareciese tan campechana.
En los preámbulos del carnaval de primavera, Cootamundra ganó otras dos veces, a pesar de enfrentarse a rivales mejores y más experimentados. Carey le dijo a Clay que le encantaban los punteros, que eran los caballos más valientes. Era una huracanada noche de sábado. Estaban en Los Aledaños.
—Sale y corre, sin más —dijo ella, y el viento le arrebató las palabras.
Incluso cuando el caballo quedó segundo (la primera vez para Carey), el propietario la obsequió con un regalo: una cerveza de consolación recién comprada.
—¿En serio? —protestó el viejo McAndrew—. Traiga eso aquí, hombre de Dios.
—Ay, mierda… Disculpa, niña.
Se trataba de uno de esos empresarios de aspecto opulento, un abogado —con su voz profunda y autoritaria—, de esos que parece que acaben de comer; y podías jugarte lo que quisieras a que la comida había sido de órdago.
Llegado octubre, el puente avanzaba poco a poco y comenzaron las prestigiosas carreras de primavera.
Algunas se corrían en casa, pero la mayoría se celebraban en Flemington y otras pistas legendarias de por allí, como Caulfield o Moonee Valley.
McAndrew llevaría tres caballos.
Uno era Cootamundra.
Surgieron las primeras discusiones con Sinclair. Aunque antes estaba convencido del potencial de Carey —y de la gloria que le acarrearía por asociación—, ese segundo puesto había despertado sus dudas. Hasta el momento habían podido aprovechar el descargo, es decir, habían montado el caballo con menos peso porque el jockey solo era aprendiz. En las carreras grandes ya no se les permitiría. Una tarde, Carey los oyó en aquel despacho de McAndrew lleno de programaciones y platos de desayuno sin lavar. Ella estaba fuera, atenta, con la oreja pegada a la mosquitera.
—Mire, solo estoy estudiando otras opciones, ¿de acuerdo? —dijo Harris Sinclair con su voz pastosa—. Lo sé, sé que es buena, Ennis, pero estamos hablando del Grupo Uno.
—Es una carrera de caballos.
—¡Es la Sunline-Northerly Stakes!
—Sí, pero…
—Ennis, escúcheme…
—No, escúcheme usted. —La voz de escoba atajó limpiamente hasta ella—. No se trata de una cuestión sentimental, sino de que ella es su jinete, nada más. Si se lesiona, la suspenden o se pone como un tonel en las próximas tres semanas, de acuerdo, la cambiaremos, pero ¿ahora? ¿Tal como están las cosas? No voy a arreglar algo que no está estropeado. Confíe en mí, ¿de acuerdo?
Se abrió un abismo de silencio colmado de dudas antes de que McAndrew prosiguiese.
—Además, ¿quién es el entrenador, puñetas?
—De acuerdo… —le concedió Harris Sinclair, y la chica retrocedió de un salto y echó a correr.
Olvidó por completo que tenía la bici encadenada en la valla y corrió a casa para contárselo a Ted y a Catherine. Ya de noche, la emoción era tal que no conseguía dormir, así que se escabulló y fue a tumbarse en Los Aledaños, ella sola.
Por desgracia, lo que no oyó fueron las palabras que se pronunciaron después.
—Pero, Ennis —había añadido Harris Sinclair—, yo soy el propietario.
Había estado cerca, muy cerca, pero acabaron sustituyéndola.