el grillete humano

Cuando el último de ellos apareció en Bernborough Park, hubo apretones de manos y risas. Hubo alboroto. Hubo tragos a la típica manera adolescente, ávidos, con la boca bien abierta. Hubo «¡Eh!» y «¿Qué hay?» y «¿Dónde andabas, so subnormal?». Sin saberlo, eran unos virtuosos de la aliteración.

En cuanto bajó del coche, el primer punto en el orden del día de Henry fue asegurarse de que Clay estaba en el vestuario de las gradas. Allí se encontraría con la tanda de esa tarde: seis chicos, expectantes. Y lo que ocurriría sería lo siguiente:

Saldrían del túnel.

A continuación, los seis chicos se distribuirían por la pista de los cuatrocientos metros.

Tres en la marca de los cien metros.

Dos en la de doscientos.

Y uno entre la de trescientos y la meta.

Por último, y lo más importante, los seis harían todo lo que estuviera en sus manos para impedir que Clay completara una sola vuelta. Cosa que era más fácil de decir que de hacer.

En cuanto a la pandilla de espectadores, debían adivinar el resultado. Cada uno de ellos cantaba un tiempo concreto y ahí era donde entraba Henry. Henry se encargaba, encantado, de las apuestas. Una tiza en una mano, un viejo cronómetro colgado del cuello y listo.


Ese día, varios chicos lo abordaron enseguida al pie de la gradería. Para Henry, muchos de ellos ni siquiera eran reales, solo motes con chicos incorporados. Por lo que a ti y a mí respecta, menos a dos de ellos, a todos los demás solo los veremos aquí y aquí los dejaremos, y serán así de descerebrados por siempre jamás. Si lo piensas, es hasta bonito.

—¿Y qué, Henry? —preguntó Lepras.

¿Qué otra cosa puedes hacer salvo compadecer a un tipo con un mote así? Estaba cubierto de costras de todo tipo, tamaño y color. Por lo visto, a los ocho años había empezado a hacer el idiota con la bici y no había parado desde entonces.

Henry estuvo a punto de apiadarse de él, pero acabó decidiéndose por una sonrisita.

—¿Qué de qué?

—¿Está muy cansado?

—No mucho.

—¿Ya ha subido la escalera de Crapper? —Ese fue Chugs. Charlie Drayton—. ¿Y la colina del cementerio?

—A ver, está bien, ¿vale? Como una rosa. —Henry se frotó las manos con entusiasta ilusión—. Y encima tenemos a seis de los mejores ahí abajo. Incluso a Starkey.

—¡Starkey! Así que ese cabrón ha vuelto… Entonces creo que voy a añadir como mínimo otros treinta segundos.

—Venga ya, Trucha, a Starkey se le va la fuerza por la boca. Clay pasará por su lado como si nada.

—¿Cuántos pisos dices que tiene ese bloque de apartamentos, Crapps?

—Seis —contestó Henry—, y la llave ya está un poquito oxidada, colega. Consíguenos otra y hasta puede que te deje apostar gratis.

Crapper, pelo encrespado, cara encrespada, se pasó la lengua por los crespos labios.

—¿Qué? ¿En serio?

—Bueno, igual por la mitad.

—Eh, ¿cómo es que Crapps puede apostar gratis? —protestó un chico al que llamaban Fantasma.

Henry lo interrumpió antes de que tuviese que interrumpir nada.

Desgrrasidamente, so blanqueras, Crapps tiene algo que podemos usar, por lo tanto es útil. —Lo acompañó mientras le daba la charla—. Tú, por el contrario, eres un inútil. ¿Lo pillas?

—Vale, Henry, quid pro quo —intervino Crapper, con la esperanza de obtener un trato mejor—: mi llave a cambio de tres apuestas gratis.

—¿Quid pro quo? Joder, ¿qué eres? ¿Francés?

—No creo que los franceses digan quid pro quo, Henry. Creo que es italiano.

Esa voz había procedido de fuera del corrillo; Henry la buscó.

—Chewie, ¿has sido tú, pedazo de orangután? ¡Había oído que ni siquiera tenías puta idea de inglés! —Luego se dirigió a los demás—: Será capullo…

Se echaron a reír.

—Muy buena, Henry.

—Vas listo si crees que hacerme la pelota te va a servir de algo.

—Eh, Henry. —Crapper. Un último intento—. ¿Y si…?

—¡Jodeeer…! —exclamó con voz exasperada, aunque Henry era más dado a fingir el enfado que a enfadarse en sí. A sus diecisiete años, había sufrido gran parte de lo que significaba ser un Dunbar, y siempre con buena cara. También sentía debilidad por los miércoles en Bernborough y por los chicos que seguían desde la valla lo que allí sucedía. Adoraba que aquello fuese el gran acontecimiento de mediados de semana. Para Clay solo era un calentamiento más—. Muy bien, cabrones, ¡¿quién es el primero?! ¡Apuesta mínima de diez o a cascarla!

Se subió de un salto a un banco astillado.


A partir de ahí, las apuestas empezaron a llegar a gritos de aquí y de allá, desde 2:17 a 3:46 o un sonoro 2:32. Con su trozo de tiza verde, Henry anotaba los nombres y los tiempos en el suelo de hormigón, junto a las apuestas de las semanas anteriores.

—Venga, va, Murgas, espabila.

Murgas, también conocido como Vong, o Kurt Vongdara, llevaba un buen rato dudando. Se tomaba muy pocas cosas en serio, pero por lo visto esta era una de ellas.

—Vale, ya que está Starkey, pon, joder…, 5:11 —se decidió.

—Madre mía… —Henry, en cuclillas, sonrió—. Y recordad, chicos, no vale cambiar de opinión ni borrar la tiza…

Vio algo.

A alguien.

No habían coincidido en la cocina de casa por minutos, pero allí sí lo vio, innegable e inconfundible, con su pelo óxido oscuro y sus ojos de chatarra, mascando chicle. Henry no cabía en sí de gozo.

—¿Qué pasa? —Una pregunta colectiva, a coro—. ¿Qué ocurre? ¿Qué…?

Henry señaló hacia arriba con un gesto de la cabeza que coincidió con el aterrizaje de la voz en medio de la tiza.

—Caballeros…

Durante unos segundos, un «Oh, mierda» completamente impagable se dibujó en el rostro de los chicos, y un instante después se pusieron en acción.

Todo el mundo cambió sus apuestas.

El puente de Clay
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