la estación central
Clay estuvo tentado de quedarse más, pero no podía.
Lo más duro era saber que se perdería la siguiente carrera de Carey, allá en Warwick Farm, pero, claro, ella esperaba que se marchase. Cuando lo dejó en Los Aledaños ese sábado por la noche, le dijo:
—Ya nos veremos cuando vuelvas, Clay. Yo también estaré aquí, te lo prometo.
Vio cómo se alejaba por el camino.
Cuando nos dejó a nosotros, fue igual que la última vez.
Lo supimos sin tener que decir nada.
Pero también fue del todo diferente.
En esta ocasión, obviamente, hubo mucha menos gravedad, porque lo que había que hacer ya estaba hecho. Todos podíamos seguir adelante.
Fue el lunes por la noche cuando por fin conseguimos ponernos a acabar de ver Despedida de soltero, y Clay se levantó para marcharse. Tenía sus cosas en el pasillo. Rory miró hacia allí, consternado.
—No pensarás irte justo ahora, ¿no? ¡Pero si ni siquiera han metido el mulo en el ascensor aún!
(La verdad es que asusta lo mucho que se parecía nuestra vida a esa película).
—Es un burro —dijo Tommy.
Rory otra vez:
—¡Como si es un caballo de carreras cruzado con un puto poni de las Shetland!
Tanto él como Tommy se echaron a reír.
Entonces le tocó a Henry:
—Venga, Clay… Relájate. —Y, haciendo amago de ir hacia la cocina, lo lanzó sobre el sofá, dos veces; la segunda cuando intentaba levantarse otra vez. Aunque logró zafarse, Henry lo agarró con una llave de cabeza y le hizo dar vueltas—. ¿Qué tal sienta esto, eh, cabrito? Ya no estamos en el edificio de Crapper, ¿verdad?
Detrás de ellos, el desmadre de Despedida de soltero se volvía cada vez más absurdo y, cuando Héctor se fue con sus rayas a otra parte, Tommy saltó sobre la espalda de Clay, y Rory me llamó.
—Eh, joder, échanos una mano, ¿no?
Me detuve en la puerta de la sala de estar.
Me apoyé en el marco.
—¡Venga, Matthew, ayúdanos a inmovilizarlo!
Seguí en silencio, inmóvil.
Todo se detuvo.
Dada la forma física de Clay como rival, la respiración de todos ellos salía desde el fondo de sus pulmones. Por fin me acerqué.
—Venga, Clay, vamos a darles una paliza a estos cabrones.
Al final, cuando terminó la pelea, y también la película, lo acompañamos en coche a la estación central; la primera y la última vez.
Fuimos en el coche de Henry.
Él y yo en la parte de delante.
Los otros tres detrás, con Rosy.
—Mierda, Tommy, ¿tiene que jadear tan fuerte esa perra, joder?
En la estación, todo fue como te imaginarás:
El olor torrefacto de los frenos.
El tren nocturno.
Los globos naranja de las luces.
Clay tenía su bolsa de deporte, y en ella no llevaba ropa, solo la caja de madera, los libros de Claudia Kirkby y El cantero.
El tren estaba a punto de salir.
Nos dimos la mano; todos nosotros y él.
A medio camino hacia el último vagón, fue Rory quien gritó:
—¡Oye, Clay!
Se volvió.
—En las pelotas, ¿te acuerdas?
Y se subió al tren con alegría.
Y de nuevo, de nuevo, el misterio: nosotros cuatro montando guardia allí, con ese olor a frenos y a perro.