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El fin de semana que Cootamundra corrió en la capital de las carreras del sur, Ennis McAndrew tomó una decisión, una decisión astuta:
Carey no montaría.
Le habían robado una carrera en la Sunline-Northerly Stakes —su primer Grupo 1— y aún tenía solo diecisiete años. McAndrew no se quedaría en la ciudad para servirle de consuelo, y desde luego no la llevaría consigo. Eso la habría matado, ver al gran alazán tomando la curva.
No, en lugar de eso le dijo simple y llanamente:
—Creo que te has ganado un fin de semana libre.
No era como los demás entrenadores.
Clay puso todo su empeño en regresar ese sábado. Durante la semana, en la radio se había hablado del caballo y de la sustitución del jockey.
El viernes por la noche, a la hora de partir, Michael Dunbar le tenía reservada una sorpresa.
Lo acompañó en coche a la ciudad, ambos sumidos en sus silencios habituales, pero cuando llegaron a la estación de tren, el hombre sacó un sobre de la guantera y lo dejó sobre el regazo de Clay. En él se leía: «Carey Novac».
—¿Qué es…?
—Tú dáselo y ya está, ¿vale? Le gustará. Te lo prometo.
No hubo ni un atisbo de «Dale vueltas a eso», solo un gesto de cabeza, lo indispensable. Las luces de la estación parecían encontrarse a kilómetros de distancia y el pueblo estaba prácticamente en silencio. Solo se oía el murmullo de un bar lejano. El hombre se parecía a lo que había sido una vez, y Clay le dio algo a cambio.
A plena vista, sacó El cantero.
Deslizó el sobre con cuidado en su interior.
Al día siguiente, en Archer Street, Ted y Catherine habían ido a trabajar, de modo que Carey y Clay estaban solos en la cocina.
Habían puesto la desvencijada radio negra.
Disponían de un bonito y pequeño equipo de música en la sala de estar, digital y todo lo demás, pero prefirieron seguir la carrera en esa otra. Nada más sentarse, Clay se dio cuenta de lo sorprendentemente limpia que estaba aquella cocina.
Intercambiaron breves miradas entre ellos.
Ninguno de los dos quería hablar.
El jinete era un profesional consumado, Jack Bird. Cuando la carrera dio inicio, cerca de las tres, el jockey se demoró demasiado en la salida, por lo que no consiguió la suficiente ventaja y acabó cerrado en la curva. Cuando le pidió al caballo que lo diera todo, ya no quedaba nada que dar. Clay escuchaba, aunque sobre todo miraba a Carey. Miraba su melena kilométrica, los antebrazos encima de la mesa y la cara sujetada con fuerza entre las manos. Carey se debatía entre la tristeza y la desdicha, pero lo único que dijo fue:
—Mierda.
Fueron a ver una película poco después.
Ella alargó una mano y cogió la de Clay.
Cuando él la miró, Carey estaba atenta a la pantalla, pero una lágrima le resbalaba por la cara.
Aquello era algo insólito.
Se inclinó hacia ella y le dio un beso en la mejilla.
Pese a todo, no era una violación de las normas; de alguna manera, ambos lo sabían. Clay probó el dolor de aquella gota salada y miró sus manos entrelazadas.
Más tarde fueron a Los Aledaños y ella se tumbó pegada a él. Por fin encontró el ánimo para decir algo más, un número que pronunció como si se tratara de un agravio:
—Séptimo.
Séptimo puesto, una derrota bochornosa.
En cierto momento Clay contó sus pecas; tenía quince en la cara, pero tan pequeñas que había que buscarlas. Y una decimosexta en el cuello. Eran mucho más rojas que el pelo, esa sangre sobre un sol de bronce.
—Ya lo sé, hay cosas peores —añadió, y las había, sin ninguna duda.
Apoyó un rato la cabeza sobre él.
Como siempre, Clay sintió su respiración, la calidez, el galope.
Tal vez suene ridículo hablar de la respiración de esa manera —como un trote, como un cuerpo en una carrera—, pero así la describió él.
Bajó la vista un momento.
Otra vez esa decimosexta salpicadura de sangre. Quería tocarla, dejar caer la mano, pero de pronto se descubrió hablando. Solo ella podría entender lo que dijo:
—Bonecrusher. Our Waverley Star. —Esperaba provocar algo en Carey—. Una guerra de dos caballos. —Luego—: Saintly y Carbine… —Se refería a una carrera en concreto y a los caballos que la habían ganado. Carey solo le había hablado de aquello en una ocasión, la primera vez que habían paseado por el barrio del hipódromo—. Y Phar Lap, el mejor de todos. —A continuación tragó saliva y prosiguió—: El Español. —Casi le dolió pronunciar ese nombre; El Español, del mismo linaje que Matador, pero aun así tenía que seguir—. Eh —dijo, y la abrazó, la estrechó contra sí, apenas un instante. Cerró la mano sobre su brazo de franela—. Pero siempre has tenido un único favorito y creo que es Kingston Town.
Por fin, un último latido más largo.
Clay sintió los cuadros cuadriculados.
—Madre mía, lo recuerdas —dijo Carey.
Clay recordaba todo lo referente a ella y jamás olvidaría cómo se aceleró cuando le habló de la Cox Plate de 1982. Qué apropiado que ocurriera en la época en que Penelope acababa de llegar aquí.
—«Kingston Town no tiene nada que hacer». —Carey repitió lo que el comentarista había dicho ese día.
Él la envolvió y la sostuvo entre sus brazos.
—Siempre oigo al público volviéndose loco cuando él aparece de la nada —dijo Clay con algo a medio camino entre una voz y un susurro.
Poco después se levantó, después la ayudó a ella y entre ambos hicieron la cama del colchón. Lo cubrieron con el pesado plástico, que remetieron por debajo.
—Vamos —dijo Clay cuando salieron al camino. Llevaba el libro a un lado, con el sobre aún dentro.
Recorrieron Archer Street hasta el final y llegaron a Poseidon Road.
Carey le había cogido la mano durante la película, pero en ese momento hizo lo que solía hacer desde que eran amigos: lo tomó del brazo. Él sonrió y no le dio mayor importancia. Ni se le pasó por la cabeza que pudieran parecer una pareja mayor ni ningún otro malentendido por el estilo. Simplemente, ella hacía esas cosas.
Pasaron por calles conocidas, y con historias —como Empire, Chatham y Tulloch—, y por lugares que habían visitado el primer día, algo más allá, como Bobby’s Lane. En cierto momento pasaron frente a una peluquería que tenía un nombre que les encantaba; y todo ello de camino a Bernborough, donde la luna asomaba entre la hierba.
Clay abrió el libro en la recta.
Ella iba unos metros por delante de él.
Estaba más o menos cerca de la meta cuando la llamó.
—Eh, Carey.
Ella se volvió sobre los talones, aunque despacio.
Clay se acercó y le entregó el sobre.
Ella lo sostuvo en la mano, examinándolo con atención.
Leyó su nombre, en voz alta, y en la pista de caucho carmesí de Bernborough, de algún modo, volvió a ser la de siempre:
Clay vio un destello de vidrio de mar.
—¿Es la letra de tu padre?
Él asintió, pero no dijo nada, y ella abrió el sobre blanco y fino, y miró la foto que contenía. Imagino lo que debió de pensar —algo como «preciosa» o «magnífica» u: «Ojalá pudiera estar ahí para verte así»—, pero por el momento lo único que hizo fue continuar mirándola y luego pasársela, despacio.
La mano le temblaba ligeramente.
—Eres tú —susurró. Y—: El puente.