el artista rupturista
En muchos sentidos parece ridículo, incluso trivial, regresar al número 18 de Archer Street antes de la llegada de Carey. Algo he aprendido, sin embargo, y es que si la vida continúa después de una pérdida, también lo hace en los mundos que la precedieron.
Fue una época en la que todo estaba cambiando.
Una especie de preparación.
Su antes del principio de Carey.
Empieza, como debe ser, con Aquiles.
Para ser sincero, tal vez no me emocionase mucho gastar esos doscientos dólares de dudoso origen que nos gastamos, pero hubo una parte de la que siempre me alegraré y es la de ver a Rory en la ventana de la cocina la mañana que llevamos a Aquiles a casa.
Como cualquier otro sábado, Rory apareció sobre las once tambaleándose por el pasillo y de pronto pensó que seguía borracho y estaba soñando.
¿Eso es…?
(Sacudió la cabeza).
¿Qué cojones?
(Se estrujó los ojos).
Hasta que finalmente gritó a su espalda:
—Eh, Tommy, ¿qué está pasando aquí?
—¿Qué?
—¿Cómo que qué? ¿Te estás quedando conmigo? ¡Hay un burro en el patio!
—No es un burro, es un mulo.
—¿Qué más da? —La pregunta se pegaba a su aliento cervecero.
—Un burro es un burro, un mulo es un cruce entre…
—¡Como si es un cruce entre un caballo de carreras y un puto poni de las Shetland!
Detrás de ellos, los demás nos desternillábamos, hasta que Henry finalmente resolvió la cuestión.
—Rory, te presento a Aquiles —dijo.
Al cabo del día ya nos había perdonado…, o al menos lo suficiente para quedarse en casa. O al menos para quedarse en casa y quejarse.
Al caer la tarde estábamos todos en el patio, la señora Chilman incluida, y Tommy no paraba de decirle al mulo «Eh, chico, eh, chico» con la voz más adorable que puedas imaginar, y de darle palmaditas en el cogote. El animal lo observaba la mar de tranquilo mientras Rory le ponía la cabeza como un bombo a Henry.
—Hay que joderse, solo le falta sacarlo a cenar.
Ya de noche, Tommy durmió medio asfixiado debajo de Héctor y con los ligeros ronquidos de Rosy a un lado. Desde la cama de la izquierda llegó un reniego angustiado pero contenido.
—Estos animales van a acabar conmigo, joder.
En cuanto a correr, pensé que Clay reduciría el ritmo, o lo relajaría, puesto que los estatales habían acabado y ya teníamos el mulo. No podría haber estado más equivocado. Al contrario, aún puso mayor empeño, lo que en cierto modo me preocupaba.
—¿Por qué no te tomas un respiro? —le pregunté—. Acabas de ganar los estatales, por el amor de Dios.
Volvió la vista hacia el final de Archer Street.
A pesar de las veces que habíamos salido a correr, nunca me percaté.
Esa mañana no fue una excepción:
Le ardía en el bolsillo.
—Eh, Matthew, ¿vienes?
Los problemas empezaron en abril.
El mulo era un enigma.
O, mejor dicho, terco como él solo.
Quería a Tommy, de eso estoy seguro, pero resultó que adoraba a Clay, que era el único al que le permitía mirarle las patas. Nadie más conseguía que las doblara. Nadie, salvo Clay, era capaz de tranquilizarlo.
Algunas noches en particular, Aquiles se ponía a rebuznar como un poseso a altas horas, ya casi de madrugada. Aún oigo aquellos «hiaaa, hiaaa» tristes pero terroríficos —un llanto a mitad de camino entre una bisagra y un mulo— y, en medio de los berreos, las demás voces. La de Henry gritando «¡Mierda, Tommy!», y la mía, «¡Haz que se calle ese mulo!». También la de Rory, «¡Quítame al puto gato de encima!», mientras Clay dormía como un bendito.
—¡Clay! ¡Despierta!
Tommy lo zarandeó frenético, lo empujó y tiró de él hasta que Clay finalmente se levantó y se dirigió a la cocina. Vio a Aquiles por la ventana; el mulo estaba debajo del tendedero, bramando como una puerta oxidada. Estaba plantado, con la cabeza vuelta hacia arriba, apuntando el hocico hacia el cielo.
Clay se lo quedó mirando un momento, ensimismado, sin poder moverse; pero Tommy ya había esperado suficiente. Mientras los demás asomábamos la cabeza y el mulo continuaba berreando y cogiendo aire con cada rebuzno, fue Clay quien se encargó del azúcar. Le quitó la tapa al tarro, sacó la cucharilla encajada y salió al patio trasero con Tommy.
—Ven, ahueca las manos —dijo con voz firme junto al sofá del porche.
Salvo el mulo y la luna, todo estaba a oscuras. Tommy extendió las palmas.
—Vale, estoy listo —aseguró, y Clay volcó el tarro entero, un puñado de azúcar, de arena, una escena que yo ya había visto antes, igual que Aquiles.
El mulo se interrumpió un momento, los miró y se acercó con su caminar tranquilo. Terco y a todas luces encantado.
Eh, Aquiles.
Hola, Clay.
Menudo concierto has montado.
Lo sé.
Tommy alargó las manos cuando lo tuvo delante; Aquiles bajó la cabeza y se las lamió, pasó la aspiradora hasta por el último rincón.
La última vez había ocurrido en mayo y Tommy había tirado la toalla definitivamente. Había cuidado de todos los animales, de todos por igual, y para Aquiles habíamos comprado más grano, más paja y habíamos dejado todo el barrio del hipódromo sin zanahorias. Cuando Rory preguntaba quién se había comido la última manzana, sabía que el culpable era el mulo.
En esta ocasión, un viento nocturno del sur recorría las calles y los contornos de las afueras y traía consigo el traqueteo de los trenes. De hecho, estoy seguro de que eso fue lo que azuzó a Aquiles. No había manera de hacerlo callar. Aquiles incluso se sacudió a Tommy de encima cuando este acudió corriendo para intentar tranquilizarlo. El mulo rebuznaba con la cabeza inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados y, por encima de ellos, el tendedero no paraba de girar.
—¿El azucarero? —le preguntó Tommy a Clay.
Pero esa noche le dijo que no.
Aún no.
No, esa noche Clay bajó el escalón del porche con una pinza pegada al muslo y lo primero que hizo fue quedarse a su lado. Luego se estiró, muy poco a poco, y detuvo el tendedero giratorio. Alargó la otra mano, incluso más despacio, y la posó en la cara del mulo, en ese seco y crujiente matorral.
—No pasa nada, ya está —le dijo, pero Clay sabía mejor que nadie que ciertas cosas no tenían fin.
Cuando Tommy, desoyendo las indicaciones de Clay, salió con el azucarero y Aquiles lo dejó limpio —los ollares rodeados de cristalitos—, el mulo continuó mirando a Clay.
¿Acaso distinguía el contorno del bolsillo?
Tal vez, probablemente no.
Lo que sí sé, sin embargo, es que el mulo distaba mucho de ser idiota; Aquiles siempre lo supo.
Sabía que aquel era el chico Dunbar.
El que necesitaba.
En aquella época corrimos mucho hasta el cementerio, colina arriba, y por dentro, en invierno.
Las mañanas eran cada vez más oscuras.
El sol se encaramaba a nuestras espaldas.
Una vez llegamos a Epsom y comprobamos que Sweeney era un hombre de palabra:
La caravana ya no estaba, pero la casucha continuaba apagándose.
Sonreímos y Clay dijo: «Cavallos».
Luego llegó junio y, en serio, creo que Aquiles era más inteligente que Rory, porque volvieron a expulsarlo de manera temporal. Se acercaba cada vez más a la definitiva; sus pretensiones estaban obteniendo respuesta.
Volví a entrevistarme con Claudia Kirkby.
Esta vez llevaba el pelo más corto, aunque de manera casi imperceptible, y un par de bonitos pendientes con forma de flechas livianas. Eran de plata, y colgaban ligeramente. Había trabajos desperdigados por toda la mesa y los pósteres continuaban intactos.
El problema, esta vez, era que había llegado una profesora nueva —otra mujer joven— y Rory le había aplicado un castigo ejemplar.
—Bueno, por lo visto Rory estaba afanando uvas del almuerzo de Joe Leonello y lanzándolas a la pizarra —me comentó la señorita Kirkby—. La mujer se detuvo y se dio la vuelta, confusa. La uva se le coló por el escote de la blusa.
Ya tenía su don para la poesía.
Me levanté, cerré los ojos.
—Mire, si le soy sincera, creo que la profesora tal vez ha exagerado un poco —prosiguió—, pero no podemos seguir así.
—Tenía todo el derecho a enfadarse —admití, pero mi discurso no tardó en hacer agua. Estaba perdido en el crema de su blusa y en las olas y las ondas que formaba—. Es decir, ya es mala suerte. —¿Una blusa podía contener mareas?—. Mira que volverse justo en ese momento…
Me di cuenta en cuanto se me escapó. ¡Qué error!
—¿Está diciendo que ella tuvo la culpa?
—¡No! Yo…
¡Menudo corte me acababa de dar!
Se puso a recoger los trabajos. Sonrió de manera afectuosa, tranquilizadora.
—Matthew, no pasa nada. Sé que no lo ha dicho con esa intención…
Me senté en una mesa llena de grafitis.
La típica sutileza adolescente:
Un pupitre lleno de puñeteros penes.
¿Cómo no se me iba a contagiar?
En ese momento dejó de hablar y asumió un riesgo mudo y atrevido…, y eso fue lo primero que me enamoró.
Puso su mano en mi brazo.
Era cálida y delicada.
—A decir verdad, aquí ocurren cosas mucho peores a diario —prosiguió—, pero lo de Rory… es diferente. —Estaba de nuestra parte y quería demostrármelo—. Ya sé que no es excusa, pero lo está pasando mal… y es un chico. —Y con eso me mató, sin más, en un instante—. ¿Tengo razón o tengo razón?
Solo le habría faltado guiñarme un ojo, aunque no lo hizo, cosa que agradecí. Había repetido algo palabra por palabra y a continuación se había alejado. Ella también tomó asiento, en un pupitre.
Tenía que darle algo a cambio.
—¿Sabe? —pregunté, y me costó tragar saliva. Las aguas continuaban en su blusa—. La última persona que me dijo eso fue nuestro padre.
En cuanto a nuestras salidas por la mañana, algo estaba por llegar.
Algo triste, principalmente para mí.
Durante el invierno todo continuó más o menos como siempre; corríamos en Bernborough, corríamos por las calles y luego yo me tomaba mi café en la cocina y Clay subía al tejado.
Cuando lo cronometraba, nos topábamos con un curioso problema.
El dilema más temido del corredor:
Cada vez se esforzaba más, pero no ganaba velocidad.
Lo achacamos a una falta de adrenalina; de pronto carecía de motivación. ¿Qué otra cosa podía hacer además de ganar los estatales? Quedaban meses para el inicio de la temporada atlética, ¿cómo no iba a sentirse apático?
Sin embargo, Clay no parecía convencido del todo.
Yo iba hablándole, al lado, para animarlo.
—Venga, venga. Vamos, Clay. ¿Qué haría Liddell, o Budd?
Debería haber sabido que estaba siendo demasiado blando con él.
Tras esa última vez que expulsaron a Rory de manera temporal, me lo llevé conmigo y lo arreglé con el jefe. Después de tres días de moqueta y tablas de madera, una cosa quedó muy clara: no era alérgico al trabajo. Parecía entristecerle que se acabara la jornada. Poco después dejó el instituto de manera definitiva. Casi tuve que suplicárselo a la directora.
Estábamos en el despacho de la señora Holland.
Rory se había colado en la sala de profesores de ciencias y había robado la sandwichera.
—¡Es que ahí dentro se ponen como cerdos! —se justificó—. ¡Joder, estaba haciéndoles un favor!
Rory y yo estábamos sentados a un lado del escritorio.
Claudia Kirkby y la señora Holland, al otro.
La señorita Kirkby llevaba un traje oscuro y una blusa azul claro. La señora Holland, no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es su pelo plateado, peinado hacia atrás, sus suaves patas de gallo y el broche, en el bolsillo izquierdo. Era una flor de franela, el emblema del instituto.
—¿Y bien? —dije.
—¿Y bien, mmm, qué? —preguntó ella.
(No era la respuesta que esperaba).
—¿Esta vez lo van a expulsar de manera definitiva?
—Bueno, a ver, mmm, no estoy segura de si esa es…
—Afrontémoslo —la interrumpí—, el imbécil se lo merece.
—¡Eh, que estoy aquí! —exclamó Rory, casi con alegría.
—Mírenlo —proseguí. Lo miraron—. La camisa por fuera, esa sonrisita… ¿Tiene pinta de que esto le importe ni remotamente? ¿Les parece compungido…?
—¿Ni remotamente? —Esta vez fue Rory quien intervino—. ¿Compungido? Mierda, Matthew, pásanos el diccionario si no te importa.
Holland lo sabía. Sabía que yo no era tonto.
—Para ser sincera, mmm, el año pasado nos habría gustado tenerte, mmm, con los de duodécimo, Matthew. Nunca se te vio muy interesado en quedarte, pero te habría gustado, ¿verdad?
—Eh, creía que hablábamos de mí.
—Cállate, Rory.
Esa fue Claudia Kirkby.
—¿Ves? Eso está mejor —contestó Rory—. Firme.
Miraba con firmeza a cierto lugar. Claudia se cerró la chaqueta del traje un poco más.
—Para —le advertí.
—¿El qué?
—Ya lo sabes. —Devolví mi atención a la señora Holland. Era por la tarde y había salido antes del trabajo para cambiarme y afeitarme, pero eso no significaba que no estuviera cansado—. ¡Si no lo expulsan de una vez por todas, saltaré por encima del escritorio, le arrancaré esa insignia de directora, me la pondré y echaré yo mismo al imbécil este!
Rory se emocionó tanto que casi se puso a aplaudir.
Claudia Kirkby asintió con aire sombrío.
La directora se tocó la insignia.
—Bueno, mmm, no estoy tan segura…
—¡Hágalo! —gritó Rory.
Y para sorpresa de todos, lo hizo.
Realizó el papeleo de manera metódica y nos propuso otros centros cercanos, pero le aseguré que no los necesitábamos, que se pondría a trabajar. Nos estrechamos la mano y eso fue todo. Las dejamos en el despacho.
A medio camino del aparcamiento, volví corriendo. ¿Fue por nosotros o por Claudia Kirkby? Entré en el despacho después de llamar a la puerta y allí seguían las dos, hablando.
—Señorita Kirkby, señora Holland, les pido disculpas —dije—. Siento mucho las molestias y… gracias. —Era una locura, pero empecé a sudar. Fue su expresión compasiva, creo, y el traje, y los pendientes dorados. Los pequeños aros que rodeaban un destello—. Y también… Disculpen que les pregunte esto ahora, pero siempre ando liado con Rory y nunca me intereso por cómo les va a Henry y a Clay.
La señora Holland le pasó el testigo a la señorita Kirkby.
—Les va bien, Matthew. —Se había levantado—. Son buenos chicos.
Sonrió y no me guiñó un ojo.
—Lo crean o no, el de ahí fuera también lo es —repuse, volviendo la cabeza hacia la puerta.
—Lo sé.
Lo sé.
Dijo «Lo sé» y su respuesta me acompañó mucho tiempo, pero empezó a hacerlo en la pared de fuera. Apoyado contra ella con tanta fuerza que casi me rasqué los omóplatos, por un momento albergué la esperanza de que ella saliera, pero solo apareció la voz de Rory:
—Eh, ¿vienes o qué?
Ya en el coche, preguntó:
—¿Puedo conducir?
—Y una mierda —contesté.
Al final de la semana había encontrado trabajo.
El invierno dio paso a la primavera.
Los tiempos de Clay eran cada vez peores y por fin ocurrió, un domingo por la mañana:
Desde que Rory trabajaba de chapista, se había convertido en un profesional de empinar el codo. Empezó a salir y a cortar con chicas. Hubo un desfile de nombres y observaciones: uno de los que recuerdo es Pam, y Pam era rubia y le apestaba el aliento.
—Mierda, ¿le has dicho eso? —preguntó Henry.
—Sí, me ha soltado un tortazo —contestó Rory—. Luego me ha dejado y me ha pedido un caramelo de menta. No necesariamente en ese orden.
Todas las mañanas volvía a casa tambaleándose. El domingo en cuestión fue a mediados de octubre. Clay y yo nos dirigíamos a Bernborough cuando Rory entró dando tumbos.
—Joder, pero ¿tú te has visto?
—Ya, lo que tú digas, Matthew. ¿Adónde vais, cabrones?
Típico de Rory:
A pesar de los vaqueros y la chaqueta empapada de cerveza, no tuvo ningún problema en acompañarnos. Igual de típico que Bernborough.
El amanecer se encarnizaba con la grada.
Hicimos juntos los primeros cuatrocientos.
—Eric Liddell —le dije a Clay.
Rory sonrió.
Fue más una sonrisita burlona.
En la segunda vuelta entró en la selva.
Tenía que echar una meada.
En la cuarta, se puso a dormir.
Sin embargo, antes de los últimos cuatrocientos, Rory parecía más o menos sobrio. Miró a Clay, luego a mí. Sacudió la cabeza con desaprobación.
—¿Y a ti qué te pasa? —pregunté en el rojo encendido de la pista.
Otra vez esa sonrisita satisfecha.
—No lo haces bien —contestó, y miró a Clay de soslayo, aunque el ataque iba dirigido a mí—. Matthew, es broma, ¿no? —prosiguió—. No me digas que no sabes por qué no funciona. —Parecía a punto de ir a zarandearme para que espabilara—. Vamos, Matthew, piensa. Toda esa mierda romántica. Ha ganado los estatales, joder, ¿y qué? Le importa una mierda.
¿Cómo era posible que sucediera aquello?
¿Cómo podía tener Rory esa claridad de pensamiento y alterar la historia de los Dunbar?
—¡Míralo! —exclamó.
Lo miré.
—No le va esta… esta… amabilidad. —Se volvió hacia Clay—. ¿Te sirve de algo, chaval?
Y Clay negó con la cabeza.
Y Rory no aflojó.
Me golpeó con una mano a la altura del corazón.
—Necesita sentirlo aquí. —De pronto lo envolvió una gran gravedad, un gran padecimiento, que se presentó con la fuerza de un piano. Las palabras más contenidas fueron las peores—. Necesita sufrir de tal manera que esté a punto de matarlo —prosiguió—. Porque así es como vivimos.
Me devané los sesos tratando de rebatirlo.
No se me ocurrió nada.
—Si tú no puedes, ya lo haré yo. —Respiraba con dificultad, como si le costara, hacia dentro—. No hay que correr con él, Matthew. —Y miró al chico agachado junto a mí, al fuego que ardía en sus ojos—. Hay que intentar detenerlo.
Clay me lo dijo esa noche.
Yo estaba viendo Alien en la sala de estar.
(¡Una desazón que le iba al pelo!).
Dijo que me lo agradecía y que lo lamentaba, y yo le contesté a la tele. Con una sonrisa para mantener el tipo.
—Al menos ahora podré descansar. Las piernas y la espalda me están matando.
Depositó una mirada en mi hombro.
Le había mentido; ambos fingimos que nos lo habíamos creído.
En cuanto al entrenamiento, era una genialidad:
Había tres chicos en la marca de los cien.
Dos en los doscientos.
Luego Rory, en la recta final.
Tampoco fue difícil encontrar chicos dispuestos a vapulearlo. Volvía a casa lleno de moratones o con un costado de la cara rasguñado. Se ensañaban con él hasta que sonreía, lo cual señalaba el final de la sesión.
Una noche estábamos en la cocina.
Clay lavaba los platos y yo los secaba.
—Eh, Matthew —dijo con suma serenidad—. Mañana correré en Bernborough. No me parará nadie. Voy a intentar hacer la marca de los estatales.
En cuanto a mí, no lo miré, aunque tampoco podía mirar hacia otro lado.
—Me preguntaba —prosiguió—, si no te importa. —Y la expresión de su rostro lo dijo todo—. Pensaba que igual podrías vendarme los pies.
A la mañana siguiente, fui a verlo a Bernborough.
Me senté entre las llamas de la grada.
Le había envuelto los pies en esparadrapo lo mejor que había podido.
Me debatía entre la tristeza de saber que era la última vez que se los vendaba y la alegría de habérselos podido vendar aunque solo fuese una vez más. Además, aquello también me permitía seguir la carrera de una manera distinta; lo vería correr solo por verlo correr. Como Liddell y Budd juntos.
En cuanto al tiempo, batió su mejor marca por más de un segundo, en una pista enferma y agonizante. Cuando cruzó la línea de meta, Rory sonreía, con las manos en los bolsillos. Henry gritó los tiempos. Tommy se acercó corriendo con Rosy. Todos lo abrazaron y lo llevaron a hombros.
—¡Eh, Matthew! —gritó Henry—. ¡Nuevo récord estatal!
El pelo de Rory estaba revuelto y oxidado.
Sus ojos, del mejor metal en años.
En cuanto a mí, bajé de la grada y les estreché la mano, primero a Clay y luego a Rory.
—¿Tú te has visto? —dije, y lo decía en serio, con toda la intención—. La mejor carrera que he presenciado en toda mi vida.
Después de eso, Clay se había quedado agachado en la pista, justo antes de la meta, tan cerca que olía la pintura. Al cabo de doce meses largos, volvería a entrenar en el mismo lugar junto a Henry y los chicos y la tiza y las apuestas.
Con el paso del alba a la mañana, por un momento se hizo un silencio sobrecogedor.
Clay, todavía en la pista de caucho, la palpó:
La pinza, intacta, dentro.
No tardaría en levantarse, no tardaría en caminar hacia el cielo de ojos claros frente a él.