las siete cervezas de penny dunbar

De alguna manera iba enhebrando los días.

Los convertía en semanas.

A veces solo podíamos preguntarnos:

¿Había hecho un pacto con la muerte?

En tal caso, era el timo del siglo: aquello era una muerte en vida.

Lo mejor fue cuando pasó un año.

Cuando los meses llegaron a trece, el número de la suerte.


En esa ocasión, al volver del hospital, Penny Dunbar anunció que tenía sed. Anunció que quería cerveza. Ya la habíamos ayudado a llegar al porche cuando nos dijo que no nos molestáramos. Normalmente no bebía nunca.

Michael la sostenía de los brazos en ese momento.

La miró y le preguntó.

—¿Qué pasa? ¿Necesitas descansar?

Pero la mujer contestó de inmediato, con empatía:

—Vámonos al Brazos Desnudos.

La noche había caído sobre la calle, y Michael tiró de ella hacia sí.

—¿Perdona? —preguntó—. ¿Qué has dicho?

—He dicho que vayamos al bar.

Llevaba un vestido que habíamos comprado para una niña de doce años, pero una niña que no existía.

Sonrió en la oscuridad de Archer.


Durante un momento muy largo, su luz iluminó la calle, y sé que eso suena bastante extraño, pero así es como lo describió Clay. Dijo que por entonces estaba ya muy pálida, que su piel era fina como el papel. Sus ojos seguían amarilleando.

Sus dientes se habían convertido en cimbra vieja.

Sus brazos estaban grapados por los codos.

Su boca era la excepción…, o su contorno, al menos.

Sobre todo en ocasiones como esa.

—Vengaaa… —dijo, y tiró de él. Resquebrajada y seca, pero viva—. Vamos a tomar algo. ¡Eres Mikey Dunbar, no lo olvides!

Los chicos no pudimos evitar hacer un poco el payaso.

—¡Sí! ¡Venga, Mikey! ¡Vamos, Mikey!

—¡Eh! —exclamó él—. Que Mikey todavía puede mandaros limpiar la casa y cortar el césped.

Se quedó en el porche cuando ella echó a andar por el camino, y supo que sería inútil intentar hacerla entrar en razón desde allí. Aun así, tenía que intentarlo.

—Penny… ¡Penny!

Y supongo que fue uno de esos momentos, ¿sabes?

Se podía ver lo mucho que la amaba.

Tenía el corazón arrasado, pero encontró la voluntad para seguir adelante.

Estaba cansado, agotado, en la luz del porche.

Un hombre reducido a pedazos.


En cuanto a nosotros, éramos chicos, deberíamos haber sido una sitcom.

Éramos jóvenes, los descerebrados e inquietos.

Incluso yo, el futuro responsable, claudiqué cuando él se reunió con nosotros.

—No sé, papá. A lo mejor tiene que hacerlo y punto.

—Nada de a lo mejor…

Pero ella le hizo callar.

Un brazo hueco, séptico.

Su mano extendida, como una garra de ave.

—Michael —dijo—. Por favor. Una copa no nos matará.

Y Mikey Dunbar aflojó.

Se pasó una mano por la línea ondulante del pelo.

Igual que un niño, le dio un beso en la mejilla.

—De acuerdo —dijo él.

—Bien —dijo ella.

—De acuerdo —repitió él.

—Eso ya lo has dicho. —Y lo abrazó. Le susurró—: Te quiero, ¿te lo había dicho alguna vez?

Y él se zambulló dentro de ella.

En el pequeño mar negro de sus labios.


Cuando quiso llevarla al coche, la ropa de mi padre colgaba húmeda y hosca sobre él, y de nuevo Penny se plantó.

—No —dijo—, iremos a pie.

Y la sola idea fue un golpe limpio para él.

Esta mujer se está muriendo y parece querer asegurarse de que me lleva con ella, maldita sea.

—Esta noche daremos un paseo juntos.


Una muchedumbre de cinco chicos y una madre, pues, cruzamos la extensión de la calzada. Recuerdo nuestros pantalones cortos y nuestras camisetas. Recuerdo las piernas infantiles de ella. Ahí estaban la oscuridad, luego las farolas y el aire todavía cálido de otoño. La imagen se forma lentamente en mi recuerdo, pero pronto se apaga:

Nuestro padre se había quedado en el césped.

Una parte de él estaba zozobrando allí mismo, y los demás nos volvimos a mirarlo. Qué solo se lo veía, joder.

—¿Papá?

—¡Venga, papá!

Pero nuestro padre se sentó, la cabeza entre las manos, y por supuesto, ¿quién iba a reaccionar si no Clay?:

Regresó a nuestro césped de Archer Street y se acercó a aquella sombra de padre. Enseguida estuvo a su lado y, entonces, despacio, se dejó caer y se encogió… Y justo cuando yo pensaba que iba a quedarse allí con él, se levantó de nuevo, se puso tras él. Colocó las manos en esa zona que tiene todo hombre sobre la faz de la Tierra:

El ecosistema de cada axila.

Levantó a nuestro padre.

Los dos se pusieron de pie, se tambalearon y encontraron el equilibrio.


Al caminar, lo hacíamos al paso de Penelope, tan pálida en cada movimiento. Doblamos unas cuantas esquinas más, hasta Gloaming Road, donde estaba el bar, tranquilo y reluciente. Tenía azulejos color crema y granate.

Dentro, mientras los demás buscábamos un taburete, nuestro padre se acercó a la barra.

—Dos cervezas y cinco ginger-ales —pidió.

Pero Penny se le acercó desde atrás, toda sudor y huesos salientes.

Puso las manos encima del posavasos.

Hurgó en lo hondo de sus pulmones yermos.

Parecía estar rebuscando algo ahí dentro, algo que conocía y amaba.

—¿Qué te parece… —pronunció la pregunta trozo a trozo— si le decimos que sean siete cervezas?

El camarero era joven y ya se había vuelto hacia los refrescos. En su etiqueta decía que se llamaba Scott. Lo llamaban Scotty Bils.

—¿Perdón?

—He dicho —repitió, y lo miró directa a los ojos. Al chico empezaba a faltarle pelo, pero no iba corto de nariz—. Que sean siete cervezas.

Fue entonces cuando se acercó Ian Bils, el alma del Brazos Desnudos.

—¿Todo bien por aquí, Scotty?

—Esta señora —dijo Scotty Bils—, que ha pedido siete cervezas. —Su mano en el flequillo como una partida de búsqueda—. Esos chicos de ahí…

Ian Bils ni siquiera miró.

Mantuvo los ojos firmes en la mujer fluctuante que se había apuntalado en su barra.

—¿Le van bien unas Tooheys Light?

Penny Dunbar zanjó el trato.

—De perlas.

El viejo dueño asintió con solemnidad.

Llevaba una gorra con un mustang al galope.

—Esta ronda la paga la casa.


Hay victorias y victorias, supongo, y esa no parecía que fuera a salirnos barata. Pensábamos que se rendiría esa noche, cuando por fin la llevamos a casa.

Al día siguiente nos quedamos todos con ella.

La mirábamos y comprobábamos que respirase:

Sus brazos desnudos y el Brazos Desnudos.

Olía a cerveza y enfermedad.


Por la tarde redacté los justificantes de falta de asistencia.

Los mejores garabatos imitando a nuestro padre que pude conseguir: «Mi mujer está muy enferma, como saben…».

Aunque sé que debería haber escrito lo siguiente:

Querida señora Cooper:

Por favor, disculpe la falta de asistencia de Tommy de ayer. Pensaba que su madre iba a morir, pero no ha sido así y, si le digo la verdad, el niño también tenía un poco de resaca…

Lo cual, estrictamente hablando, no era cierto.

Dado que era el mayor, fui el único que consiguió acabarse la cerveza, y me supuso todo un esfuerzo, lo confieso. Rory y Henry se bebieron la mitad. Clay y Tommy consiguieron tragarse la espuma… Y aun así, nada de eso importó, ni remotamente, porque estuvimos mirando a Penny Dunbar, que sonreía para sí; huesos y un vestido blanco de niña. Su intención era hacer de nosotros unos hombres, pero aquello fue su sálvese quien pueda particular.

La Cometedora de Errores no se dejó llevar a error.

Se quedó hasta apurar la última gota.

El puente de Clay
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