como esquiadores en la ladera
de una montaña
Esa primera noche en el 37 de Pepper Street, cuando ella se marchó, ya estaba acordado.
Él la acompañó a casa y dijo que iría a verla a su apartamento el sábado a las cuatro de la tarde.
La calle estaba oscura y vacía.
No dijeron mucho más.
Al devolverle la visita, él se había afeitado y le llevó margaritas.
Ella tardó un rato en tocar el piano. Cuando por fin lo hizo, él se sentó a su lado y, al terminar, puso un dedo en el extremo derecho del teclado.
Ella asintió para indicarle que lo dejara caer, que apretara.
Pero la nota más aguda del piano es caprichosa.
Si no la presionas con la fuerza suficiente, o con la fuerza adecuada, no produce ningún sonido.
—Otra vez —dijo ella, y sonrió, nerviosa.
Ambos sonrieron, y esta vez consiguió hacerla sonar.
Como un beso en la mano de Mozart.
O en la muñeca de Chopin o Bach.
Y entonces fue ella quien se lanzó:
Al principio con duda, y vergüenza, pero al final le posó un beso en la nuca, muy leve, muy suave.
Y después se comieron las galletitas glaseadas.
Hasta no dejar ni una.
Cuando lo pienso ahora y repaso todo lo que nos contaron, y en especial lo que le contaron a Clay, me pregunto qué es lo más importante.
En este caso, creo que es lo siguiente:
Durante seis o siete semanas después de eso, estuvieron quedando y haciéndose visitas arriba y abajo de Pepper Street. Michael Dunbar sentía que la novedad y la melena rubia de Penelope hacían brotar algo en su interior. Cuando la besaba, saboreaba Europa pero también un sabor que no era Abbey. Cuando las manos de ella se aferraban a los dedos del Michael que se levantaba para marcharse, le transmitían el tacto de alguien en busca de asilo, y ese alguien era ella pero también era él.
Al final se lo contó, en los escalones del número 37.
Era una mañana de domingo, gris y templada, y los escalones estaban frescos: que él ya había estado casado antes, y que se había divorciado. Que ella se llamaba Abbey Dunbar. Que él había estado tirado en el suelo del garaje.
Pasó un coche por delante, y una chica en bicicleta.
Le contó que había quedado devastado; vivía, resistía, solo. Que había querido verla mucho antes de la noche en que ella se acercó a su puerta. Había querido, pero no había sido capaz. No podía arriesgarse a caer de nuevo en algo así; otra vez no.
Es extraño, supongo, cómo surgen las confesiones:
Lo admitimos casi todo, pero lo que de verdad cuenta es el casi.
En cuanto a Michael Dunbar, fueron dos cosas las que se calló.
En primer lugar, no pensaba reconocer que también él era capaz de crear algo cercano a la belleza: los cuadros.
Además (y esto fue una extensión de lo anterior), tampoco confesó que, en lo más hondo de sus más tenebrosos abismos, no le daba tanto miedo que lo abandonaran otra vez como el hecho de condenar a otra persona a ser segundo plato. Así era como se había sentido con Abbey, y con la vida que una vez tuvo y que perdió.
Aunque, claro, ¿qué elección tenía, en realidad?
Aquel era un mundo en el que la lógica se veía desafiada por unos transportistas de piano amigos de las discusiones. Era un mundo en el que el destino podía plantarse en mitad de la calle, pálido y bronceado a la vez. Dios mío, si incluso estaba metido Stalin, ¿cómo iba a negarse?
Tal vez sea cierto que no somos nosotros quienes tomamos esas decisiones.
Pensamos que sí, pero no.
Damos vueltas a todos nuestros barrios.
Pasamos por delante de esa puerta en cuestión.
Cuando tocamos una tecla de piano y no suena, la volvemos a tocar, porque tenemos que hacerlo. Necesitamos oír algo, y esperamos que no sea un error…
En realidad, Penelope nunca debió acabar en esa ciudad.
Nuestro padre nunca debió divorciarse.
Pero allí estaban, acercándose con paso firme y de manera bastante oportuna, a una especie de línea de salida. Les habían dado la cuenta atrás, como a los esquiadores de la ladera de la montaña, y solo estaban esperando el «¡Ya!».