la mano entre las dunas
En muchos sentidos, podría sostenerse que el gato fue nuestro mayor error; el bicho tenía una serie de costumbres ignominiosas:
Babeaba casi de manera incontrolada.
Su aliento era repulsivo.
Tenía un verdadero problema de caída de pelo, caspa y tendencia a repartir la comida por todas partes cuando la engullía.
Vomitaba.
(«¡Mira esto! —gritó Henry una mañana—. ¡Al lado de mis zapatos!».
«Da gracias que no lo haya hecho dentro».
«Que te calles, Rory… ¡Tommy! ¡Ven a limpiar esta porquería!»).
Maullaba toda la noche, ¡ese patético y agudo maullido! Y luego estaba lo del pandereteo de patas sobre el regazo del primero al que pillara y que tanto tocaba las pelotas. A veces, cuando veíamos la tele, iba pasando de chico en chico mientras dormía y echaba la casa abajo con sus ronroneos. Sin embargo, Rory era el que le tenía más manía y el que mejor nos representaba a los demás:
—Tommy, como ese puto gato empiece a trocearme las pelotas, te juro que lo mato, y, créeme, tú irás detrás.
Pero Tommy por entonces parecía mucho más contento, y Henry le había enseñado a contestar:
—Solo está intentando encontrarlas, Rory.
Ni siquiera Rory pudo contenerse —se echó a reír—, e incluso le dio una palmadita al gigantesco gato atigrado mientras este le atravesaba los pantalones con las garras. Aún quedaban por llegar el pez, el pájaro y Aquiles, aunque la siguiente de la lista sería la perra. Fue Héctor quien allanó el camino de Rosy hasta casa.
Ya nos habíamos plantado en diciembre y existía una única realidad inmutable:
Clay era un especialista de los cuatrocientos.
Destrozó todas las marcas.
No había nadie en Chisholm que pudiera hacerle sombra, pero encontraría quien lo retara. Con el nuevo año llegarían los campeonatos zonales y regionales, y si era lo bastante bueno, pasaría a los estatales. Busqué nuevos métodos de entrenamiento y recordé las viejas motivaciones. Empecé por donde había empezado otro antes que yo, por la biblioteca:
Busqué libros y artículos.
Rebusqué entre los DVD.
Todo lo que pude encontrar sobre atletismo, hasta que noté a una mujer a mi espalda.
—¿Hola? —dijo—. ¿Joven? Ya son las nueve. Es hora de cerrar.
Lo hizo poco antes de Navidad.
Héctor salió y no volvió.
Empezamos a buscarlo, y recordó bastante a cuando íbamos tras Clay, salvo que esta vez Clay nos acompañaba. Por las mañanas salíamos todos; luego los demás salían después de clase y yo me unía a ellos cuando volvía de trabajar. Incluso fuimos a Wetherill, pero el gato había desaparecido como por arte de magia. Ya ni las bromas nos hacían gracia.
—Eh, Rory —dijo Henry mientras recorríamos las calles—. Al menos tus pelotas ahora tienen la oportunidad de recuperarse.
—Ya iba siendo hora.
Tommy estaba en la periferia del grupo, loco de rabia y tristeza. Continuaban hablando cuando arremetió contra ellos y trató de tirarlos al suelo.
—¡Cabrones! —Escupió su dolor. Agitaba los puños tratando de pegarles. Les lanzaba golpes con sus bracitos de niño—. ¡Cabrones! ¡Sois unos putos gilipollas!
Al principio se les iluminó la cara en la calle oscura y se burlaron de él.
—¡Mierda! ¡No sabía que Tommy decía palabrotas!
—¡Ya, no ha estado nada mal!
Pero luego sintieron aquellos ojos suyos, y el dolor que atormentaba su alma de diez años. Del mismo modo que Clay se desmoronaría aquella noche, en el futuro, en la cocina, en Silver, Tommy lo hizo en ese momento. Fue Henry quien se inclinó para recogerlo cuando cayó rodillas; fue Rory quien lo sujetó de los hombros.
—Lo encontraremos, Tommy, lo encontraremos.
—Los echo de menos —dijo él.
Todos lo abrazamos.
Esa noche volvimos a casa en silencio.
Cuando los demás se iban a la cama, Clay y yo nos quedábamos viendo películas y leyendo la pequeña aglomeración de libros. Veíamos producciones sobre las Olimpiadas y documentales interminables. Cualquier cosa relacionada con correr.
Mi preferida era Gallipoli, recomendada por la bibliotecaria. Primera Guerra Mundial y atletismo. Me encantaba el tío de Archy Hamilton, el entrenador de gesto adusto y cronómetro en mano.
«¿Qué son tus piernas?», le decía a Archy.
«Muelles de acero», contestaba el chico.
La vimos muchísimas veces.
La de Clay era Carros de fuego.
1924.
Eric Liddell, Harold Abrahams.
Lo que más le gustaban eran dos cosas en concreto:
La primera era cuando Abrahams veía correr a Liddell por primera vez y decía: «¿Liddell? No he visto jamás ese impulso, esa decisión en un corredor… Corre como un animal salvaje».
Y luego la parte que más le gustaba de Eric Liddell: «¿De dónde proviene la fuerza para acabar la carrera? De dentro». Mejorada, si era posible, por el marcado acento escocés del actor que lo interpretaba, Ian Charleson.
Los interrogantes surgieron con el tiempo.
¿Y si poníamos un anuncio en La Gaceta para informar de la pérdida de un gato atigrado, por cargante que fuese?
No, ¿cómo íbamos a hacer algo tan lógico?
Allí estábamos Clay y yo.
Rebuscábamos entre lo que quedaba de la sección de clasificados, repaso que siempre culminaba en el mulo. Cuando corríamos, me llevaba hasta allí y yo me veía obligado a plantarme y a gritarle un rotundo «¡NO!».
Él me miraba, decepcionado.
Se encogía de hombros, insistía, «Venga».
Para mantenerlo a raya, acabé cediendo cuando apareció algo nuevo en un anuncio puesto por la perrera: una border collie de tres años.
Me acerqué en coche a buscarla y, cuando volví a casa, me esperaba la sorpresa de mi vida, porque allí, delante de mí, en el porche, todos reían, felices y contentos y, en medio de ellos, el puñetero gato. ¡El muy cabrón había vuelto!
Bajé del coche.
Miré aquel guiñapo atigrado sin collar.
Él me miró a mí; lo había sabido desde el principio.
Era un gato con un punto de sádico.
Por un momento, incluso esperé que saludara.
—Supongo que tendré que devolver el perro…
Rory arrojó a un lado a Héctor —que salió volando por los aires y recorrió unos cinco metros entre maullidos estridentes que helaban la sangre (seguro que estaba encantado de haber vuelto a casa)— y se acercó a zancadas.
—¿Y ahora el cabrito también tiene un perro? —protestó, aunque estaba a medio camino de una felicitación.
¿Y Tommy?
Bueno, Tommy cogió a Héctor, lo protegió de los demás, llegó junto a nosotros y abrió el coche. Abrazó a la perra y al gato al mismo tiempo.
—Jo, no puedo creerlo —dijo. Se volvió hacia Clay y preguntó; qué raro me resulta que supiese lo que tenía que hacer—: ¿Aquiles?
De nuevo, una negativa.
—En realidad es una chica.
—Vale, entonces la llamaré Rosada.
—Ya sabes que eso no es…
—Lo sé, lo sé, es el cielo.
Y por un momento volvimos a estar todos juntos:
La cabeza de Tommy en el regazo de Penny en la sala de estar.
A mediados de diciembre, un domingo a primera hora de la mañana, fuimos a una playa de más al sur, en pleno parque nacional. El nombre oficial era Prospector, pero la gente del lugar la llamaba la playa del Anzacs, el ejército nacional.
Recuerdo el coche y el viaje hasta allí:
Esa sensación de mareo y de falta de sueño.
Los árboles recortados contra la oscuridad.
El olor, por entonces ya característico, a moqueta, madera y barniz del interior.
Recuerdo que corrimos por las dunas, frescas al amanecer, aunque implacables, y que ambos acabamos de rodillas en lo alto.
En cierto momento, Clay me echó una carrera hasta la cima, y cuando llegó, no se tiró ni se tumbó, lo cual resultaba de lo más tentador, créeme. No, en su lugar, se volvió y alargó la mano hacia mí y hacia la orilla y el mar de telón de fondo. Tiró de mí y nos tumbamos en lo alto con el sufrimiento.
Cuando tiempo después me habló de ese día —cuando se abrió y me lo contó todo—, dijo: «Creo que fue uno de los mejores momentos que vivimos juntos. Tanto tú como el mar ardíais».
Por entonces, Héctor no solo había vuelto.
Se hizo evidente que nunca nos dejaría. Jamás.
Era como si hubiese catorce versiones distintas del puñetero gato, porque allí adonde ibas, él aparecía. Cuando te dirigías a la tostadora, estaba sentado a su derecha o a su izquierda, en medio de las migas que la rodeaban. Si ibas a acomodarte en el sofá, lo encontrabas ronroneando encima del mando a distancia. Incluso hubo una vez que fui al lavabo y descubrí que me observaba desde lo alto de la cisterna.
Luego Rosy, que no hacía más que dar vueltas al tendedero, como si pretendiera rodear sus sombras estarcidas. Ya podíamos sacarla a pasear durante horas: patas negras, manos blancas y ojos de motas de oro, que cuando volvía, continuaba corriendo. Hasta ahora no he comprendido por qué lo hacía. Sin duda quería acorralar los recuerdos —o al menos su rastro— o, peor, las almas atormentadas.
En ese sentido, por entonces había una agitación constante en la casa del número 18 de Archer Street. Para mí que fueron la muerte y el abandono, junto a nuestra tendencia innata a los disparates, lo que condujo a la locura de Navidad, más concretamente a la de Nochebuena, cuando llegaron a casa el pez y el pájaro.
Volví de trabajar.
Henry estaba loco de contento y tenía una sonrisa radiante.
Fue entonces cuando solté mi primer «Mecagüen… todo».
Por lo visto, habían ido a la tienda de animales a comprar el pez de colores que añadir a la lista, pero Tommy se había enamorado del palomo que vivía allí. Le había saltado al dedo y el crío había escuchado su historia: que una pandilla de manorinas abusonas se había metido con él en Chatham Street y que el dueño de la tienda había intervenido.
—¿Y no has pensado que a lo mejor se lo merecía? —apuntó Rory, pero Tommy se guio por su instinto.
Estaba en la otra punta, mirando los peces. El palomo se aferraba a su brazo, de lado.
—Vale, este —les dijo.
Las escamas del pez de colores parecían plumas.
La cola, un rastrillo dorado.
Ya solo faltaba llevarlos a casa y que yo me quedara plantado en la entrada al llegar y verlos. ¿Qué otra cosa iba a hacer si no entregarme a los juramentos mientras Tommy los bautizaba?
Por entonces ya había comprendido cómo funcionaba:
Ninguno de los dos se acercaba ni de lejos a un Aquiles.
—El pez de colores será Agamenón —me informó— y al palomo voy a llamarlo Telémaco.
El rey de hombres y el joven de Ítaca:
El hijo de Penélope y Odiseo.
La puesta de sol invadió el cielo y Rory miró a Henry.
—Voy a matar a ese cabrito.