violencia fraternal

Esta vez le tocaba a Clay dejar solo a su padre con la casa y el Amohnu.

Se plantó a su lado junto al sofá, con la mañana todavía oscura.

Sus manos ya estaban curadas, las ampollas eran cicatrices.

—Estaré fuera un tiempo.

El Asesino despertó.

—Pero volveré.


Era una suerte que Silver estuviera en una línea principal; los trenes pasaban dos veces al día en ambas direcciones. Cogió el de las 8.07.

En la estación, recordó.

Esa primera tarde, al llegar allí.

Aguzó el oído.

La tierra seguía cantando junto a él.

En el tren, leyó un rato, pero en su estómago se habían despertado los nervios. Como un niño con un juguete de cuerda.

Al final dejó el libro.

Lo cierto es que no valía la pena.

En todo lo que leía, lo único que veía era mi cara, y mis puños, y la yugular de mi cuello.


Cuando llegó a la ciudad, a media tarde, se demoró en la estación e hizo la llamada. Una cabina telefónica cerca del andén 4.

—Diga, aquí Henry. —Clay oía que iba por la calle; el sonido del tráfico cercano—. ¿Diga?

—Yo también estoy aquí.

—¿Clay? —La voz llegó más tensa, más rápida, desde el móvil asido con fuerza al otro lado—. ¿Estás en casa?

—Todavía no. Esta noche.

—¿Cuándo? ¿A qué hora?

—No lo sé. Sobre las siete, quizá más tarde.

Eso le daría unas cuantas horas todavía.

—Eh… ¿Clay?

Esperó.

—Buena suerte, ¿vale?

—Gracias. Hasta luego.

Deseó estar de vuelta entre los eucaliptos.


Durante un rato pensó en hacer casi todo el trayecto a pie, pero al final cogió el tren y el autobús. Bajó una parada antes de lo habitual, en Poseidon Road. El atardecer había caído sobre la ciudad.

Solo se veía una cubierta de nubes.

Algo así como cobriza, en su mayor parte oscura.

Echó a andar y se detuvo, se apoyó contra el aire como si esperase que este acabara con él, solo que no lo haría…, y se vio, antes de lo que habría deseado, en la desembocadura de Archer Street:

Aliviado por haber llegado al fin.

Aterrado de estar allí.


Todas las casas tenían las luces encendidas, la gente ya había regresado.

Como si presintieran la escena que estaba próxima, las palomas llegaron salidas de la nada y se atrincheraron en los cables eléctricos cercanos. Se posaron en las antenas de televisión y, ¡milagro!, también en los árboles. Las acompañaba un único cuervo, rollizo y de plumas pesadas, como una paloma camuflada con gabardina.

Pero no engañaba a nadie.


Enfiló hacia nuestro jardín delantero —uno de los pocos que no tenía valla ni verja, solo césped—, que estaba sin una hoja y recién cortado.

El porche, el tejado, los parpadeos de una de mis películas.

Era extraño que el coche de Henry no estuviera, pero Clay no podía entretenerse con eso. Siguió caminando despacio, y entonces:

—Matthew.

Al principio solo lo dijo, como si llevara cuidado de parecer confiado y calmado.

Matthew.

Solo mi nombre.

Eso fue todo.

Sin apenas perturbar el silencio.

Y de nuevo unos cuantos pasos más, hasta que sintió el manto de hierba, y ahí, en el centro del jardín, encarando la puerta, esperó que yo saliera; pero no lo hice. Tendría que gritar o aguantar y aguardar, y escogió, de hecho, lo primero. El «¡MATTHEW!» que gritó fue muy poco propio de él, y dejó en el suelo la bolsa y los libros que llevaba en ella, su lectura.

Al cabo de unos segundos oyó un movimiento, y entonces Rosy soltó un ladrido.

Yo fui el primero de nosotros en aparecer.


Salí al porche, vestido casi exactamente con lo mismo que llevaba Clay, solo que mi camiseta era azul oscuro, y no blanca. Los mismos vaqueros deslavazados. Las mismas deportivas desgastadas en la suela. Estaba viendo Rain Man, ya llevaba unas tres cuartas partes de película.

Clay. Cómo me alegraba de volver a verlo…, pero no.

Mis hombros se vinieron abajo, pero apenas un poco; no podía demostrar lo mucho que me iba a costar hacer lo que tenía que hacer. Debía parecer dispuesto y seguro.

—Clay.

Era la voz de aquella mañana perdida en el pasado.

El asesino en su bolsillo.

Incluso retuve a Rory y a Tommy cuando salieron, casi con benevolencia. Protestaron, pero levanté la mano.

—No.

Se quedaron atrás, y Rory dijo algo que Clay no pudo oír.

—Como te pases, me meto, ¿vale?

¿Fueron solo susurros?

¿O hablamos a un volumen normal y Clay no nos oyó por el ruido que acaparaba sus oídos?

Cerré los ojos un momento, me dirigí a la derecha y bajé; no sé cómo serán estas cosas entre otros hermanos, pero nosotros nunca nos andábamos con rodeos. No éramos Clay y el Asesino, tanteándose como boxeadores; ese era yo, y me acerqué a él casi a la carrera, y no pasó mucho tiempo antes de que lo tumbara.

Peleó, claro que peleó, se dejó la piel, y envistió y se revolvió y calló, pues no había ortografía que valiera en eso, ni belleza tampoco. Ya podía entrenar y sufrir todo lo que quisiera, que aquello no era un entrenamiento al estilo Clay, era la vida a mi estilo, y le di de pleno a la primera; sin más palabras que las que guardaba en mi interior:

Nos mató.

Nos mató, Clay, ¿es que no te acuerdas?

No nos quedó nadie.

Nos abandonó.

Muertos es lo que estábamos…

Pero en aquel momento esos pensamientos no eran pensamientos ni mucho menos, eran nubes de puñetazos certeros, y cada uno de ellos daba en el blanco de una verdad.

¿Es que no te acuerdas?

¿Es que no lo ves?

Y Clay.

El de la sonrisa.

Si nos miro ahora, después de todo lo que me contó más adelante, lo veo claramente pensando:

Tú no lo sabes todo, Matthew.

No lo sabes.

Debería habértelo contado…

Lo del tendedero.

Lo de las pinzas…

Pero Clay no podía decir nada, ni siquiera recordaba la primera vez que había caído, solo que había sido con tanta fuerza que dejó un tajo profundo en la hierba, una cicatriz, y que el mundo era incoherente. Le dio la impresión de que empezaba a llover, pero, la verdad sea dicha, era sangre. Sangre y dolor y levantarse y caer, hasta que Rory gritó basta.

Y yo…, con el pecho hinchado, reclamando aire.

Y Clay en la hierba, hecho un ovillo y volviéndose luego hacia el cielo. ¿Cuántos cielos había, en realidad? Ese en el que quería concentrarse estaba rompiéndose, y con él llegaron las aves. Las palomas. Y un cuervo. Se metieron en bandada en sus pulmones. Ese sonido apergaminado de las alas aleteando, deprisa, y espléndidas, al unísono.


La siguiente persona a la que vio fue una chica.

No dijo nada. Ni a mí, ni a Clay.

Solo se agachó y le dio la mano.

¿Cómo iba a decirle «Bienvenido a casa»? Así que, en realidad, por sorprendente que parezca, fue Clay quien dio el paso de hablar.

Yo estaba unos cuantos metros a la izquierda.

Tenía las manos temblorosas y ensangrentadas.

Respiraba, casi sin querer.

Mis brazos estaban inundados de sudor.

Rory y Tommy se mantenían a poca distancia, y Clay levantó la mirada hacia la chica. Los ojos verde bueno.

—¿Guerra de las Rosas? —dijo, y sonrió con serenidad.

Y vio cómo ella cambiaba su deplorable angustia por una sonrisa larga y esperanzada, como los caballos cuando entran en la recta final.


—¿Está bien?

—Creo que sí.

—Dame un minuto y lo llevamos dentro.

Él no pudo oír bien ese breve intercambio de palabras, pero sabía que éramos Carey y yo, y los demás no tardaron en acercarse. Rosy le lamió la cara.

—¡Rosy! —exclamé—. ¡Largo de aquí!

Todavía ni rastro de Henry.


Al final le llegó el turno a Rory.

En algún momento tenía que meterse.

Nos dijo a todos que nos apartáramos de en medio de una puta vez, levantó a nuestro hermano y cargó con él. En sus brazos, Clay colgaba como un arco.

—Eh, Matthew —me llamó Rory—, mira esto: ¡de tanto practicar con los buzones! —Luego se volvió hacia Clay, hacia el rostro y la sangre—: ¿Qué me dices de este tête-à-tête? —Y, por último, su felicísima ocurrencia posterior—: Oye, ¿le diste una patada en las pelotas, como te pedí?

—Dos veces. La primera no fue lo bastante buena.

Y Rory se echó a reír, allí mismo, en los escalones, y al chico que llevaba en brazos le dolió.

Como había prometido y planeado, yo lo había matado.

Pero Clay, fiel como siempre a su palabra, no había muerto.

Qué bien sentaba volver a ser un chico Dunbar.

El puente de Clay
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