el mulo de silver

Así que allí estaba.

Nuestra madre.

Hace todos esos años:

En el pasillo, por la mañana.

Y ahí estaba Clay, por la tarde, en un pasillo propio o, como él prefería llamarlo, un corredor.

El corredor de robustos eucaliptos.


Esta vez lo había llevado Ennis McAndrew, en una camioneta con remolque para caballos. Habían pasado por lo menos tres meses desde que Clay fuera a enfrentarse a él.

Lo genial era que McAndrew había vuelto a entrenar y, cuando lo vio en Hennessey con Aquiles, sacudió la cabeza, lo dejó todo y se le acercó.

—Vaya, mira a quién puñetas tenemos aquí —dijo.


Habían pasado gran parte del trayecto en silencio y, si hablaban, lo hacían mirando afuera, al mundo de más allá del parabrisas.

Clay le preguntó por El Español.

Y por el cantante de ópera, Pavarotti.

—¿Pava… qué?

Tenía los nudillos blancos sobre el volante.

—Se lo llamó usted a Trotón Ted una vez…, estando en Gallery Road. Había llevado a dos jóvenes jockeys a que lo vieran, ¿recuerda? Para que lo observaran y aprendieran a montar. —Pero entonces Clay apartó la mirada del parabrisas y la llevó hacia la ventanilla. Todos esos kilómetros y kilómetros de vacío—. Ella me contó la historia una vez.

—Ah, sí —dijo Ennis McAndrew, y siguió conduciendo muy pensativo—. Esos jockeys eran unos inútiles de mier… coles.

—¿De miércoles?

—Unos inútiles.

Pero entonces volvieron de nuevo al dolor.

Se sentían culpables de disfrutar de cualquier cosa.

Sobre todo del olvido.


Cuando llegaron a la salida, Clay dijo que a partir de ahí podía seguir él solo, pero Ennis no pensaba permitirlo.

—Quiero conocer a tu padre —dijo—. Quiero ver ese puente. Ya que estamos, maldita sea… Hemos llegado demasiado lejos para que me vaya sin verlo.

Subieron la colina, luego bajaron por el corredor, y los eucaliptos estaban igual que siempre. Seguían reunidos, esperando allí abajo, como muslos musculados en la sombra. Un equipo de fútbol de árboles.

Cuando McAndrew los vio, se dio cuenta.

—Madre mía —dijo—, mira eso.


Al otro lado, en la luz, vieron al hombre en el lecho del río, y también el puente, que se había quedado igual. Nadie había trabajado en él desde hacía meses, desde que yo caí de rodillas en la tierra:

La curvatura, la madera y la piedra.

Las piezas que aguardaban.

Ambos bajaron de la camioneta.

Al llegar junto al lecho del río y contemplarlo, fue Ennis el primero en hablar.

—Cuando esté acabado será magnífico, ¿verdad?

Clay contestó con sobriedad.

—Sí —se limitó a decir.


Abrieron el remolque y sacaron al animal, lo bajaron hasta el lecho de roca, y el mulo miró diligente a su alrededor. Estudió la aridez del río. Esta vez fue Clay quien hizo un par de preguntas.

—¿Qué? —le dijo—. ¿Qué tiene de extraño?

Bueno, que dónde está la dichosa agua.

Pero Clay sabía que llegaría, y en algún momento también el mulo se daría cuenta.


Mientras tanto, Ennis le estrechó la mano a Michael.

Hablaron con sequedad, como amigos, como iguales.

McAndrew acabó citando a Henry.

Señaló las bridas y el heno.

—Con todo eso de ahí aún podrá hacer algo —dijo—, pero el animal no sirve para nada.

Michael Dunbar sabía cómo contestar, sin embargo, y miró de manera casi ausente a Clay, y también a la sabiduría encarnada en el mulo.

—Verá —dijo—, yo no estaría tan seguro de eso; se le dan bastante bien los allanamientos de morada.

Aunque, de nuevo, hubo culpa y vergüenza; pero si McAndrew y Clay sabían contenerlas, el Asesino comprendió que también él debía hacerlo.


Durante un rato estuvieron contemplando cómo el mulo —el lento y serpenteante Aquiles— iba trepando por el terraplén del río y empezaba con su trabajo en el campo; se agachó y se puso a mascar con suma tranquilidad.

Sin pensarlo, McAndrew habló. Señaló al chico con un gesto de la cabeza, suave y seguro.

—Señor Dunbar, no sea duro con él, ¿de acuerdo? —Y esta vez, por fin, lo dijo—: Tiene un corazón como el del maldito Phar Lap.

Y Michael Dunbar estuvo de acuerdo.

—No sabe usted ni la mitad.


Diez minutos más tarde, después de que un café y un té ya se hubieran ofrecido y rechazado, McAndrew regresó a casa. Le estrechó la mano al chico, y otra vez a su padre, y arrancó hacia los árboles. Clay corrió tras él.

—¡Señor McAndrew!

En la sombra, la camioneta se detuvo y el palo de escoba del entrenador bajó. Salió de la oscuridad a la luz. Suspiró.

—Llámame Ennis, por el amor de Dios.

—Está bien, Ennis. —Y entonces Clay apartó la mirada. Los dos ardían bajo el sol, como leña de chico y de viejo—. ¿Sabe…? ¿Sabe que Carey…? —Solo decir su nombre dolía—. ¿Sabe su bici?

Ennis asintió, se acercó más.

—Conozco la combinación del candado: es treinta y cinco veintisiete.

Y el entrenador reconoció el número de inmediato.

Esos dígitos, ese caballo.

Regresó de nuevo, hacia la camioneta en la sombra.

—Se lo diré a Ted, se lo diré a Catherine, ¿de acuerdo? Pero no creo que vayan nunca a buscarla. Será tuya cuando quieras quitarle ese candado.


Y así fue como se marchó:

Volvió a subirse a la camioneta.

Levantó una mano de escoba, fugazmente.

Se despidió del chico por la ventana, y el chico regresó poco a poco al río.

El puente de Clay
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