criarse al estilo dunbar
Así que allí estaban, ya entrados en el futuro lejano:
Un pájaro cascarrabias.
Un pez de colores acróbata.
Dos chicos ensangrentados.
Y allí estaba Clay, en la historia de fondo.
¿Qué podemos decir de él?
¿Cómo empezó su vida siendo un niño, un hijo, un Dunbar?
En realidad es bastante sencillo, con muchísimo en su interior:
Una vez, en la marea del pasado Dunbar, hubo cinco hermanos, pero el cuarto fue el mejor de todos, un chico de múltiples cualidades.
En cualquier caso, ¿cómo llegó Clay a ser Clay?
En el principio estábamos todos; cada uno, una pequeña parte con que contar el todo. Nuestro padre había ayudado en todos los partos, los suyos fueron los primeros brazos que nos sostuvieron. Tal como a Penelope le gustaba contarlo, él estaba allí, completamente consciente, llorando junto a la cama, contento. Jamás se acobardó ante los despojos ni ante esas pieles con aspecto de quemadura cuando la habitación empezaba a dar vueltas. Para Penelope, eso era lo único que importaba.
Cuando ya había pasado todo, ella sucumbía al desmayo.
El pulso le latía en los labios.
También les gustaba contarnos lo curioso que era que todos tuviésemos algo que los enamoró cuando nacimos:
En mi caso fueron los pies. Los pies arrugados de un recién nacido.
En el de Rory fue la nariz respingona nada más salir y los ruiditos que hacía cuando dormía, como si combatiera por el título mundial, pero al menos así sabían que estaba vivo.
Henry tenía orejas de papel.
Tommy estornudaba a todas horas.
Y, por supuesto, también Clay, entre uno y otro:
El chico que salió sonriendo.
Según contaban, cuando Penny se puso de parto, nos dejaron a Henry, a Rory y a mí con la señora Chilman. Casi tuvieron que detenerse de camino al hospital; Clay tenía prisa. Tal como le explicaría Penny mucho después, el mundo esperaba ansioso su llegada, pero ella nunca preguntó por qué.
¿Para causarle sufrimiento y humillación?
¿O para amarlo y convertirlo en una gran persona?
Incluso ahora, resulta difícil saberlo.
Fue de buena mañana, un día de verano y de mucha humedad, y cuando entraron en la maternidad Penny gritaba sin haber llegado a la camilla, y la cabeza de Clay comenzaba a asomar. Más que venir al mundo, lo trajeron, como si el aire le hubiera dado un tirón.
En la sala de parto hubo mucha sangre.
Salpicaba el suelo por todas partes, como en la escena de un crimen.
En cuanto al niño, descansaba en medio del bochorno y sonreía de manera queda y extraña con su rostro cuajado de sangre, en absoluto silencio.
—¡Jesús! —exclamó una enfermera desprevenida al entrar, y se detuvo, boquiabierta.
Fue nuestra madre, medio desmayada, quien contestó.
—Espero que no —dijo. Nuestro padre continuaba sonriendo—. Después de lo que le hicimos…
De niño, como he dicho, era el mejor de todos.
Para nuestros padres, en particular, era especial. Estoy seguro, porque casi nunca se peleaba ni lloraba, y le encantaba oírlos hablar y que le contaran cosas. Noche tras noche, mientras los demás nos escaqueábamos, Clay les ayudaba a fregar los platos a cambio de una historia. Le decía a Penny: «¿Me cuentas otra vez lo de Viena y las literas? ¿O mejor esa otra? —Sin apartar los ojos de los platos de la cena, con la espuma entre los dedos—. ¿Me cuentas lo de la estatua de Stalin? Aunque… ¿quién era Stalin?».
A Michael le decía: «Papá, ¿me cuentas lo de Luna y la serpiente?».
Él siempre estaba en la cocina mientras los demás veíamos la tele o nos peleábamos en la sala de estar o en el pasillo.
Por supuesto, como suele ocurrir, nuestros padres también editaban lo que nos contaban:
Sus historias eran «casi todos».
Penny no le dijo entonces cuánto tiempo habían pasado en el suelo de un garaje para calentarse, quemarse y consumirse, para exorcizar vidas pasadas. Michael no le habló de Abbey Hanley, que luego había sido Abbey Dunbar y después Abbey Vete A Saber. No le contó que había enterrado la vieja ME, ni le habló de El cantero ni de que en otro tiempo le gustaba pintar. Tampoco le explicó por entonces nada sobre el desengaño amoroso ni sobre lo afortunado que dicho desengaño llegó a ser.
No, por el momento, bastaba con los «casi toda la verdad».
Michael consideraba que era suficiente con contarle que un día, estando en el porche, conoció frente a la casa a una mujer con un piano.
—De no ser por eso —le dijo con solemnidad—, no te tendría ni a ti ni a tus hermanos…
—Ni a Penelope.
—Tú lo has dicho —repuso Michael, sonriendo.
Lo que ninguno de ellos podía saber era que Clay oiría las historias íntegras poco antes de que fuese demasiado tarde.
Por entonces, ella ya izaría sus sonrisas.
Su rostro se hundiría.
Como puedes imaginar, sus primeros recuerdos eran vagos y de dos cosas en concreto:
Nuestros padres, sus hermanos.
Nuestras formas, nuestras voces.
Recordaba las manos de pianista de nuestra madre surcando las teclas. Tenían un sentido de la orientación mágico cuando pulsaban la M y pulsaban la E y el resto de POR FAVOR CÁSATE CONMIGO.
Para el niño, su cabello era radiante.
Su cuerpo era cálido y delgado.
Recordaba que, con cuatro años, le asustaba aquella mole marrón vertical. Mientras que los demás teníamos nuestra propia relación con aquel instrumento, Clay lo veía como algo ajeno a él.
Cuando ella tocaba, era allí donde él descansaba la cabeza.
En esos muslos de palillo que le pertenecían a él.
En cuanto a Michael Dunbar, nuestro padre, Clay recordaba el ruido del coche, del motor las mañanas de invierno. La vuelta al atardecer. El hombre olía a agobio, a días largos y a ladrillos.
De lo que pasaría a la posteridad como los Días de Comidas Descamisadas (a los que llegaremos enseguida), Clay recordaba sus músculos; porque además de todas las horas que dedicaba a la construcción, en ocasiones —y así lo contaba él— iba «a la cámara de tortura», que consistía en hacer flexiones y abdominales en el garaje. En alguna ocasión añadía una barra de pesas, aunque ligera. Lo importante era el número de levantamientos por encima de la cabeza.
Lo acompañábamos de cuando en cuando:
Un hombre y cinco niños haciendo flexiones.
Los cinco tirados por el suelo.
Y sí, en esos años de nuestra infancia, nuestro padre era un portento. Era de estatura mediana y delgado, pero firme y en forma; sin un gramo de grasa. No tenía unos brazos grandes o voluminosos, sino atléticos y cargados de significado. Transmitían cada movimiento, cada contracción.
Y todos esos malditos abdominales.
Nuestro padre tenía un estómago de hormigón.
Asimismo debo recordarme que, en aquella época, nuestros padres también eran insuperables.
Claro, a veces discutían y se peleaban.
De cuando en cuando la tormenta azotaba nuestro hogar, pero en general siempre fueron esas dos personas que se habían encontrado la una a la otra; eran dorados, brillantes y divertidos. A menudo parecían conchabados, como un par de presos reincidentes que deciden no escapar; nos querían, les gustábamos, y solo con eso ya nos tenían prácticamente ganados. A fin de cuentas, coge a cinco niños y mételos en una casa pequeña; ya me dirás cómo llamarías tú a eso: un potaje de desorden y peleas.
Recuerdo cosas como la hora de las comidas y que a veces la situación se salía de madre: tenedores que caían, cuchillos que apuntaban y todas esas bocas infantiles masticando sin parar. Había discusiones, codazos, comida por el suelo, comida por la ropa y «¿Cómo ha ido a parar ese cereal a la pared?», hasta que llegó la noche en que Rory le puso el broche y se tiró medio plato de sopa por encima.
Nuestra madre no perdió los nervios.
Se levantó, lo limpió todo y le dijo a Rory que se acabara lo que quedaba de sopa descamisado, circunstancia que inspiró a nuestro padre. Aún seguíamos celebrándolo cuando dijo:
—Vosotros también.
Henry y yo casi nos atragantamos.
—¿Cómo?
—¿No me habéis oído?
—Oooh, mierda —protestó Henry.
—¿Queréis que también os haga quitar los pantalones?
Comimos de aquella guisa todo un verano, con las camisetas apiladas junto a la tostadora. Aunque, para ser justo, debo decir que, a partir de la segunda vez, Michael Dunbar también se quitaba la camisa, lo cual dice mucho en su favor. Tommy, que todavía estaba en esa bonita fase en que los niños dicen lo primero que se les pasa por la cabeza sin filtros de ningún tipo, gritó:
—¡Eh! ¡Eh, papá! ¿Qué haces solo en tetas?
Todos prorrumpimos en carcajadas, sobre todo Penny Dunbar, pero Michael estuvo a la altura de las circunstancias. Un leve espasmo en uno de sus tríceps.
—¿Y vuestra madre, qué, chavales? ¿No debería quitarse también la camisa?
Ella nunca necesitó que nadie la defendiese, pero Clay solía prestarse voluntario.
—No —dijo, aunque ella lo hizo.
El sujetador era viejo y tenía un aspecto andrajoso.
Estaba descolorido; la tela parecía aferrarse a cada pecho para no caerse.
Penny comió y sonrió a pesar de todo.
—Ahora no os vayáis a quemar el torso —dijo.
Ya sabíamos qué regalarle por Navidad.
En ese sentido, siempre nos envolvió cierta sobredimensión.
Un reventar de costuras.
Daba igual lo que hiciésemos, siempre había más:
Más coladas, más fregados, más comidas, más platos, más discusiones, más peleas y empujones y golpes y pedos y «¡Eh, Rory, mejor que vayas al lavabo!» y, por supuesto, mucha más negación. Tendríamos que haber llevado estampado «Yo no he sido» en todas las camisetas, porque lo decíamos miles de veces al día.
Daba igual lo controlada que tuviéramos la situación o lo bien que la manejáramos, el caos esperaba a la vuelta de la esquina. Tal vez fuésemos flacos y no parásemos quietos, pero nunca había suficiente espacio para todo, de ahí que todo se hiciese al mismo tiempo.
Una de las cosas que recuerdo con mayor claridad es cómo nos cortaban el pelo; no nos podíamos permitir ir a la peluquería. El tinglado se organizaba en la cocina —una cadena de montaje con dos sillas— y allí nos sentábamos, primero Rory y yo, después Henry y Clay. Luego, cuando le llegaba el turno a Tommy, era Michael quien se lo cortaba para dar un pequeño respiro a Penny, quien posteriormente retomaba la faena y se lo cortaba a él.
—¡Estate quieto! —le decía nuestro padre a Tommy.
—Estate quieto —le decía Penny a Michael.
Nuestro pelo formaba montañitas en el suelo de la cocina.
En ocasiones, y este recuerdo me asalta con tanta felicidad que hace daño, nos montábamos todos en el coche, la tropa al completo, apretujados. En muchos sentidos, no puedo sino adorar la idea de que Penny y Michael, personas escrupulosamente respetuosas de la ley, hiciesen ese tipo de cosas. En realidad es uno de esos momentos perfectos, un coche con demasiada gente. Cuando ves a un grupo apiñado de esa manera —una bomba de relojería—, siempre están gritando y riendo.
En nuestro caso, delante, entre los huecos, veías sus manos entrelazadas.
La frágil mano de pianista de Penelope.
La polvorienta mano de albañil de nuestro padre.
Y a su alrededor una melé de niños, de brazos y piernas indistinguibles.
En el cenicero había caramelos, normalmente para la garganta, a veces Tic Tacs. El parabrisas nunca estaba limpio en ese coche, pero el aire siempre era fresco, era chicos chupando pastillas para la tos o un festival de menta.
Algunos de los recuerdos más entrañables de Clay relacionados con nuestro padre, sin embargo, eran las noches, justo antes de irnos a la cama, cuando Michael no creía sus respuestas. Se agachaba y le hablaba en voz baja: «¿Tienes que ir al lavabo, hijo?», y Clay negaba con la cabeza. Aún la movía de lado a lado cuando lo acompañaba al pequeño cuarto de baño de baldosas agrietadas, donde el crío procedía a mear como un caballo de carreras.
—¡Eh, Penny —la llamaba Michael—, aquí tenemos al puñetero Phar Lap!
Y le lavaba las manos y volvía a agacharse, sin decir nada. Y Clay sabía lo que significaba. Todas las noches, durante mucho mucho tiempo, lo llevó a caballito a la cama.
—Papá, ¿me cuentas otra vez lo de la vieja Luna?
En cuanto a nosotros, sus hermanos, éramos moratones, éramos palizas, en la casa del número 18 de Archer Street. Como buenos hermanos mayores, nos comportábamos igual que vándalos con todas sus cosas. Lo levantábamos agarrándolo de la camiseta por la espalda y lo depositábamos en otro sitio. Cuando llegó Tommy, tres años después, le hicimos lo mismo. Durante toda su infancia, lo trasladábamos detrás de la tele estilo grúa o lo soltábamos en el patio. Si lloraba, lo arrastrábamos al cuarto de baño, donde le esperaba un buen pellizco mientras Rory estiraba los dedos entrelazados.
—¿Niños? —oíamos en algún momento—. Niños, ¿habéis visto a Tommy?
Henry se encargaba de los susurros junto a la melena rubia del lavabo.
—Ni una palabra, enano.
Asentimiento. Asentimiento rápido.
Así era como se vivía.
Clay empezó a tocar el piano con cinco años, como todos los demás.
Las teclas del CÁSATE CONMIGO y Penny.
De muy pequeños, ella nos hablaba en su idioma, pero solo cuando nos íbamos a dormir. De vez en cuando se detenía y nos explicaba algo relacionado con la lengua, pero se nos fue olvidando con los años. La música, en cambio, era innegociable, y con ella había alcanzado distintos grados de éxito:
A mí no se me daba mal.
Rory parecía ensañarse con el piano.
Henry podría haber sido un virtuoso, si le hubiera interesado.
Clay tardaba bastante más en asimilarlo todo, pero cuando lo hacía, nunca olvidaba nada.
En cuanto a Tommy, llevaba muy pocos años de práctica cuando Penny se puso enferma, y tal vez ella ya se sintiera derrotada por entonces, sobre todo, creo, gracias a Rory.
—¡Muy bien! —gritaba nuestra madre a su lado, tratando de hacerse oír en medio de aquel maremágnum de música maltratada—. ¡Se acabó el tiempo!
—¿Qué? —Rory estaba profanando aquella propuesta de matrimonio que ya empezaba a desvaírse, y deprisa, aunque nunca lo haría del todo—. ¿Qué dices?
—¡He dicho que se acabó el tiempo!
Penny solía preguntarse qué habría pensado Waldek Lesciuszko de él, o mejor dicho, de ella. ¿Dónde estaba su paciencia? ¿Y la vara de pícea? ¿O, estando donde estaba, de eucalipto o calistemo? Sabía que existía una gran diferencia entre cinco chicos muy chicos y una chica estudiosa y ansiosa por complacer a su padre, pero aun así se sentía ligeramente decepcionada cuando veía alejarse a Rory la mar de ufano.
Para Clay, sentarse en el rincón de la sala de estar era una obligación, pero al menos estaba dispuesto a soportarla o, como mínimo, a intentarlo. Cuando terminaba, seguía a Penny a la cocina y le hacía su petición de dos palabras:
—Eh, mamá.
Ella se detenía en el fregadero. Le tendía un trapo de cocina a cuadros.
—Creo que hoy te contaré lo de las casas y que creía que estaban hechas de papel…
—¿Y las cucarachas?
Ella no podía reprimirse.
—¡Eran enormes!
No obstante, a veces creo que se preguntaban, nuestros padres, por qué habían escogido vivir así. Conforme el caos y la frustración aumentaban, saltaban por tonterías con mayor frecuencia.
Recuerdo un día de verano. Llevaba lloviendo dos semanas y llegamos a casa rebozados en barro. Penny perdió los papeles con nosotros, y con razón, y recurrió a la cuchara de madera. Nos dio en los brazos, en las piernas —donde pudo (la tierra era fuego cruzado, metralla)—, hasta que terminó por astillar dos de esas cucharas y decidió lanzarnos una bota al recibidor. De algún modo, la bota cogió impulso, y altura, mientras giraba sobre sí misma, vuelta tras vuelta, y finalmente alcanzó a Henry en la cara con un golpe sordo. Le sangraba la boca y se había tragado un diente flojo, y Penny se sentó en el suelo, junto al baño. Cuando varios de nosotros fuimos a consolarla, se levantó de un salto y gritó:
—¡Dejadme en paz!
Pasaron horas antes de que fuese a comprobar cómo estaba Henry, quien todavía no se había decidido. ¿Lo reconcomían los remordimientos o estaba furioso? Al fin y al cabo, perder un diente era bueno para el negocio.
—¡El hada de los dientes ya no me traerá dinero! —protestó, y le enseñó el hueco.
—El hada de los dientes lo sabe todo —dijo ella.
—¿Crees que te traen más dinero si te lo tragas?
—No si vas rebozado de barro.
Para mí, las discusiones más memorables que tuvieron nuestros padres a menudo estuvieron relacionadas con Hyperno High. Las correcciones interminables. Los padres groseros. O las contusiones por haber mediado en alguna pelea.
—Joder, ¿por qué no dejas que se maten entre ellos? —dijo nuestro padre una vez—. ¿Cómo puedes ser tan…?
A Penny empezó a hervirle la sangre.
—Tan… ¿qué?
—No sé, ingenua y tan… tonta para creer que conseguirás cambiar algo. —Estaba cansado, y resentido, tanto de la obra como de tener que aguantarnos. Señaló la casa con un aspaviento—. Dedicas todo tu tiempo libre a corregir exámenes e intentar ayudarlos y mira, mira cómo está la casa.
Tenía razón, había Legos por todas partes, y ropa y polvo como si los hubiera repartido una bomba de racimo. El lavabo recordaba un baño público de la época de sus privilegios de la libertad; ninguno de nosotros era consciente de la existencia de la escobilla.
—¿Y qué? ¿Entonces me quedo en casa y hago la limpieza?
—Bueno, no, no es eso lo que…
—¿Paso la puñetera aspiradora?
—Joder, no me refería a eso.
—BUENO, ¿Y A QUÉ TE REFERÍAS? —vociferó Penny—. ¿EH?
Empleó ese tono que hace que un niño levante la vista, el momento en que el enfado se desborda en ira. Esta vez va en serio.
Aunque la cosa no quedó ahí.
—¡SE SUPONE QUE DEBERÍAS ESTAR DE MI LADO, MICHAEL!
—¡Y lo estoy! —aseguró él—. Lo estoy.
Y la voz apagada, que era incluso peor:
—Entonces ¿qué tal si lo demuestras?
Luego, la calma tras la tormenta, y el silencio.
Como he dicho, sin embargo, se trataba de episodios aislados, y nuestros padres no tardaban en volver a reunirse frente al piano:
El símbolo de la tortura infantil.
Pero su remanso de calma en medio de la vorágine.
Una vez, él se quedó detrás de ella mientras Penny se recuperaba tocando Mozart; luego colocó las manos sobre el instrumento, en el trocito de sol que incidía sobre la tapa, junto a la ventana.
—Escribiría un «Lo siento» —dijo él—, pero no recuerdo dónde está la pintura…
Y Penelope se interrumpió un momento, con un atisbo de sonrisa ante el recuerdo.
—Bueno, eso y que no hay sitio —contestó, y continuó tocando sobre las teclas escritas.
Sí, ella continuó tocando, un conjunto musical de una sola mujer, y aunque a veces el caos se adueñaba de todo, también había lo que llamábamos discusiones normales —peleas normales—, las cuales la mayoría de las veces tenían lugar entre nosotros, los chicos.
Por ejemplo: Clay empezó a jugar al fútbol australiano con seis años, tanto al organizado como al que practicábamos en el 18 de Archer Street, desde la parte delantera a la trasera, rodeando toda la casa. Con el tiempo, los equipos acabaron estando formados por nuestro padre, Tommy y Rory contra Henry, Clay y yo. En el último placaje, podías patear el balón por encima del tejado, pero solo si Penny no estaba leyendo en una tumbona o corrigiendo ese aluvión constante de trabajos.
—Eh, Rory —decía Henry—, ven a por mí, que te voy a machacar.
Y Rory lo hacía y le pasaba por encima, o Henry lo detenía y lo estampaba contra el suelo. No había partido en que no fuese necesario separarlos.
—Vale.
Nuestro padre los miraba, alternativamente.
Henry, todo rubio y rasguñado.
Rory, del color de un ciclón.
—¿Vale qué?
—Ya sabéis qué —contestaba entre resuellos y resoplidos, con los brazos arañados—. Daos la mano. Ya.
Y lo hacían.
Se daban la mano, aseguraban que lo sentían y luego:
—¡Sí, siento tener que darte la mano, capullo!
Y volvían a enzarzarse. En una ocasión hubo que sacarlos a rastras del porche trasero, donde estaba Penelope, con los trabajos de sus alumnos desperdigados por todas partes.
—Bueno, ¿qué habéis hecho esta vez? —preguntó, con un vestido y descalza al sol—. ¿Rory?
—Mmm.
Ella lo fulminó con la mirada.
—¿Quééé…? —cedió Rory.
—Recoge mi silla. —Echó a andar hacia la casa—. ¿Henry?
—Que sí, que sí.
Henry ya estaba de rodillas, reuniendo los papeles caídos.
Ella alargó una mirada a Michael, y un guiño completamente conchabado y cómplice.
—La madre que los parió…
No me extraña que yo saliera tan malhablado.
¿Qué más?
¿Qué más mientras avanzábamos de año en año como piedras rebotando sobre el agua?
¿He mencionado que a veces nos sentábamos en la valla de atrás para ver las sesiones de entrenamiento del final de la mañana? ¿He dicho ya que seríamos testigos del deterioro progresivo de aquellas instalaciones hasta que acabaron convertidas en otro campo caído en el olvido?
¿He mencionado la guerra del Conecta Cuatro cuando Clay tenía siete años?
¿O la partida de parchís que duró cuatro horas, si no más?
¿He mencionado que fueron Penny y Tommy los que por fin ganaron la batalla, en la que nuestro padre y Clay quedaron segundos, yo tercero, y Henry y Rory (a los que habían obligado a jugar juntos) los últimos? ¿He mencionado que se echaron las culpas el uno al otro, acusándose de tirar los dados de pena?
En cuanto a lo que ocurrió con el Conecta Cuatro, dejémoslo en que meses después aún seguíamos buscando las fichas.
—¡Eh, mirad! —gritábamos desde el pasillo o la cocina—. ¡Hay una incluso aquí!
—Ve a buscarla, Rory.
—Ve a buscarla tú.
—Yo no pienso ir, esa es de las tuyas.
Etcétera. Etcétera.
Etcétera.
Clay recordaba el verano que Tommy preguntó quién era Rosada mientras Penelope leía la Ilíada. Era tarde, pero aún estábamos despiertos, en la sala de estar, y Tommy descansaba la cabeza sobre el regazo de Penny y los pies sobre mis piernas. Clay estaba en el suelo.
Penny se inclinó y acarició el pelo de Tommy.
—No es una persona, idiota, es el cielo —contesté yo.
—¿Qué quieres decir?
Esta vez lo había preguntado Clay, y Penelope se lo explicó.
—Es porque ¿sabes cuando al amanecer y al atardecer el cielo se vuelve naranja y amarillo y a veces rojo?
Clay asintió desde debajo de la ventana.
—Bueno, pues cuando está rojo es porque tiene una tonalidad rosada, a eso se refería. ¿No es perfecto?
Clay sonrió y Penny hizo otro tanto.
Tommy volvió a poner cara de concentración.
—¿Héctor también es otra forma de llamar al cielo?
Aquello fue el colmo. Me levanté.
—¿De verdad hacía falta que fuésemos cinco?
Penny Dunbar no contestó, pero se echó a reír.
Con el invierno llegó de nuevo la temporada de fútbol organizado y las victorias, los entrenamientos y las derrotas. No era un deporte que entusiasmara especialmente a Clay, pero lo practicaba porque era lo que hacíamos los demás, y creo que eso es lo que hacen los hermanos pequeños durante un tiempo, fotocopian a los mayores. En ese sentido, debería decir que, aunque se distinguía de nosotros, también podía ser igual. A veces, durante un partido en medio de casa, cuando un jugador recibía un puñetazo disimulado, o un codazo, Henry y Rory enseguida empezaban con sus «¡Yo no he sido!» y sus «¡Venga ya, y una mierda!», pero yo había visto que había sido Clay. Sus codos ya eran mortíferos y repartían en todas direcciones; era difícil verlos venir.
Algunas veces lo admitía.
—Eh, Rory, he sido yo —decía.
No sabéis de lo que soy capaz.
Pero Rory no se lo tragaba; era más sencillo pelear con Henry.
Para remate de tanto despropósito (y de esta historia), qué más apropiado que, ya por entonces, Henry fuese pública y tristemente famoso en lo tocante a deportes y ocio después de ser expulsado por empujar al árbitro y luego condenado al ostracismo por sus compañeros de equipo tras haber cometido el mayor de los pecados futbolísticos. En el descanso, el entrenador les preguntó:
—Eh, ¿dónde está la fruta?
—¿Qué fruta?
—No vayáis de listillos, ya sabéis, las naranjas.
Pero entonces alguien se percató.
—¡Mirad, ahí hay un montón de mondas! ¡Ha sido Henry, ha sido el jeta de Henry!
Chicos, hombres y mujeres, todos lo fulminaron con la mirada.
Una gran afrenta para un barrio de las afueras.
—¿Es eso cierto?
Por mucho que quisiese negarlo, sus manos lo delataban.
—Me ha entrado hambre.
El campo estaba a seis o siete kilómetros de casa y habíamos ido en tren, y obligaron a Henry a volver a pie, como al resto de nosotros. Cuando alguno hacía algo por el estilo, acabábamos pagándolo todos, así que enfilamos la Princes Highway.
—De todas maneras, ¿por qué has empujado al árbitro de esa manera? —pregunté.
—No paraba de pisarme y llevaba tacos de acero.
—¿Y por eso tenías que comerte todas las naranjas?
Esta vez fue Rory.
—No, eso ha sido porque sabía que tú también tendrías que volver a pata, capullo.
—¡Eh! —Michael.
—Ya, ya… Perdón.
Pero en esa ocasión no hubo retractación de las disculpas, y creo que ese día, de algún modo, todos estábamos contentos, aunque pronto empezaríamos a desmoronarnos; como Henry, que vomitó en la alcantarilla. Penny estaba arrodillada a su lado, flanqueada por la voz de nuestro padre:
—Creo que estos sí que son los privilegios de la libertad.
¿Cómo íbamos a saberlo?
Solo éramos la tropa de los Dunbar, ajenos a todo lo que estaba por llegar.