aguas revueltas
Se despertó.
Estaba sudando.
Nadó hacia la superficie entre el mar de sábanas.
Desde la confesión de la verdad ante McAndrew y Ted y Catherine Novac, lo perseguía una pregunta insistente.
¿Había confesado solo por él?
No, no lo creía ni en sus momentos más bajos, lo había hecho porque era lo que debía hacer. Merecían saber por qué había ocurrido.
Muchas noches después, se despertó y la sintió encima de él:
La chica se apoyaba en su pecho.
Es un sueño, sé que es un sueño.
Ella acudía a voluntad de su imaginación.
La acompañaba el olor a caballo y a muerte, pero lleno de vida y muy realista; lo sabía porque ella seguía caliente. Estaba muy quieta, pero Clay sentía su respiración.
—¿Carey? —la llamó, y ella se movió.
Se incorporó, somnolienta, y se sentó a su lado. Sus vaqueros y sus brillantes antebrazos, como esa primera vez, cuando ella se acercó a su casa.
—Eres tú —dijo Clay.
—Soy yo… —Pero entonces le dio la espalda. Él le había tocado el cabello caoba—. Estoy aquí porque me mataste.
Clay se hundió en un canal de sábanas.
En la cama, pero atrapado en aguas revueltas.
Después de eso, volvió a correr, todas las mañanas antes de ir a trabajar conmigo. Su plan no tenía fisuras: cuanto más corriera, menos comería y más posibilidades habría de volver a verla.
El único problema fue que no ocurrió.
—Está muerta.
Lo dijo en voz queda.
Algunas noches iba al cementerio.
Se agarraba con fuerza a la valla.
Ansiaba ver a aquella mujer de nuevo, la del principio, la de cuando… La que le había pedido un tulipán.
¿Dónde está?, casi le preguntó.
¿Dónde está ahora que la necesito?
Habría mirado dentro del surco, de aquella arruga sobre las cejas.
En su lugar, corrió a Bernborough.
Lo hizo noche tras noche.
Al final, habían transcurrido bastantes meses cuando volvió a pisar la pista una medianoche. Se había levantado viento, y aullaba. No había luna. Solo farolas. Clay se detuvo cerca de la línea de meta y luego se dirigió hacia las hierbas altas.
Por un momento, deslizó el brazo entre la maleza, fría y poco agradable al tacto. Por un momento oyó una voz. Una voz que lo llamaba con bastante claridad. Por un momento quiso creer y por eso contestó «¿Carey?», pero sabía que no debía entrar.
Simplemente se quedó allí y repitió su nombre, durante horas, hasta el alba, y comprendió que aquello nunca acabaría. Viviría así, de la misma manera que moriría, no habría más amaneceres en su interior.
—Carey —susurró—. Carey. —El viento arreció a su alrededor hasta que por fin se calmó—. Carey —susurró con mayor desesperación. Y su acto final de futilidad—. Carey… —susurró—, Penny.
Y alguien, en algún lugar, lo oyó.