retrato de un asesino de mediana edad

Si antes del principio (de este escrito, al menos) hubo una máquina de escribir, una perra y una serpiente, en el principio en sí —once años antes— hubo un asesino, un mulo y Clay. Sin embargo, incluso en los principios alguien tiene que ser el primero, y ese día solo podía ser el Asesino. Al fin y al cabo, fue él quien nos puso una decisión por delante y nos obligó a mirar atrás. Lo hizo con su llegada. Llegó a las seis.

Además, el momento también resultó de lo más apropiado: otra abrasadora tarde de febrero. El sol había horneado el hormigón y continuaba en lo alto, ansioso. Era un calor casi corpóreo, y llegaba con él, o mejor dicho, él lo llevaba incorporado. En toda la historia de los asesinos, este debía de ser el más patético con diferencia:

Con un metro setenta y ocho, era de estatura mediana.

Con setenta y cinco kilos, tenía un peso normal.

Pero no te dejes engañar: era un páramo con traje; encorvado, deshecho. Se apoyaba contra el aire como si esperase que este acabara con él, solo que no lo haría, al menos no ese día, pues de pronto no parecía la mejor ocasión para andar concediendo favores a un asesino.

No, ese día el Asesino lo notó.

Lo olió.

Era inmortal.

Lo cual más o menos lo resumía todo.

Típico del Asesino no ser asesinable en el momento en que más le habría valido estar muerto.


Durante un rato larguísimo, por lo menos diez minutos, permaneció en la desembocadura de Archer Street, aliviado por haber llegado, aterrado de estar allí. A la calle no parecía importarle demasiado; la brisa era densa pero desenfadada, su fragancia tostada resultaba tangible. Más que estar aparcados, los coches parecían colillas aplastadas, y los cables eléctricos se combaban bajo el peso de palomas mudas y acaloradas. A su alrededor, toda una ciudad se alzó y anunció:

Bienvenido a casa, Asesino.

Una voz muy cálida, a su lado.

Diría que te has metido en un lío viniendo aquí… En realidad, llamarlo lío es quedarse corto, te has metido de lleno en la boca del lobo.

Y él lo sabía.

El calor no tardó en asediarlo.

Archer Street se empleó a fondo, casi frotándose las manos, y el Asesino poco menos que se incendió. Sintió cómo el fuego crecía en las entrañas de la chaqueta, y con él llegaron las preguntas:

¿Sería capaz de seguir caminando y rematar el principio?

¿Sería capaz de llegar al final?

Durante un instante se permitió un último lujo: la calma que precede a la tempestad. Luego tragó saliva, se masajeó la hirsuta coronilla y se dirigió al número 18 con firme determinación.

Un hombre con un traje en llamas.


Por supuesto, ese día se encaminaba hacia cinco hermanos.

Nosotros, los chicos Dunbar.

De mayor a menor:

Yo, Rory, Henry, Clayton, Thomas.

No volveríamos a ser los mismos.

Aunque, siendo justos, él tampoco. Para que puedas hacerte una ligera idea de dónde se metía el Asesino debería contarte cómo éramos:

Muchos nos consideraban por civilizar.

Unos bárbaros.

En gran parte tenían razón:

Nuestra madre había muerto.

Nuestro padre había huido.

Jurábamos como carreteros, siempre andábamos a la greña y tratábamos de machacar al otro al billar, al ping-pong (en mesas de tercera o cuarta mano, y a menudo instaladas sobre el suelo irregular del patio trasero), al Monopoly, a los dardos, al fútbol australiano, a las cartas, a cualquier cosa que cayera en nuestras manos, como si nos fuera la vida en ello.

Teníamos un piano que no tocaba nadie.

La tele cumplía cadena perpetua.

Al sofá le habían caído veinte años.

A veces, cuando sonaba el teléfono, uno de nosotros salía, cruzaba el porche a la carrera e iba a la casa de al lado, la de la vieja señora Chilman. La mujer acababa de comprar un bote de salsa de tomate y no podía abrir el puñetero tarro. Luego, quien fuese, volvía dando un portazo y la vida continuaba.

Sí, para los cinco, la vida siempre continuaba:

Era algo que nos inculcábamos los unos a los otros con cada golpe, sobre todo cuando las cosas iban fabulosamente bien o rematadamente mal. Eso pasaba cuando salíamos a Archer Street al final de la tarde. Paseábamos por la ciudad. Los edificios de apartamentos, las calles. Los árboles atribulados. Recogíamos las conversaciones mantenidas a voz en grito que arrojaban bares, casas y bloques, convencidos de que esos eran nuestros dominios. Como si pensáramos reunirlo todo y llevárnoslo a casa, bajo el brazo. Poco importaba que al día siguiente, al abrir los ojos, nos encontrásemos con que todo se había esfumado y solo quedaban edificios y luz brillante.

Ah, y una cosa más.

Quizá la más importante.

En nuestra pequeña lista de mascotas disfuncionales, que supiésemos, éramos los únicos que teníamos un mulo.

Y menudo mulo.


El animal en cuestión se llamaba Aquiles, y la historia de cómo acabó llegando a nuestro patio de las afueras, en uno de los barrios con hipódromo de la ciudad, es una señora historia. Por un lado estaba relacionada con la pista de entrenamiento y los establos abandonados que había detrás de nuestra casa, con una ordenanza municipal desfasada y con un triste y orondo anciano que cometía faltas de ortografía. Por otro, con nuestra difunta madre, nuestro huido padre y el más pequeño de los hermanos, Tommy Dunbar.

En su momento, ni siquiera se consultó a todos los de la casa, y la llegada del mulo resultó controvertida. Tras una de las muchas discusiones acaloradas con Rory…

(«¡Eh, Tommy! ¿Qué está pasando aquí?».

«¿Qué?».

«¿Cómo que qué? ¿Te estás quedando conmigo? ¡Hay un burro en el patio!».

«No es un burro, es un mulo».

«¿Qué más da?».

«Un burro es un burro, un mulo es un cruce entre…».

«¡Como si es un cruce entre un caballo de carreras y un puto poni de las Shetland! ¿Qué hace debajo del tendedero?».

«Comer hierba».

«¡Eso ya lo veo!»).

… nos las apañamos para quedárnoslo.

O mejor dicho, fue el mulo el que se quedó.

Como ocurría con la mayoría de las mascotas de Tommy, también en lo tocante a Aquiles surgieron algunos problemas. Sobre todo uno en particular: el mulo tenía aspiraciones. Después de que la mosquitera pasara a mejor vida, todos sabíamos que entraba en casa cuando alguien dejaba la puerta trasera entornada, si no abierta del todo. Ocurría al menos una vez por semana, la misma frecuencia con que yo estallaba. Y mis estallidos sonaban más o menos así:

—¡Mecagüen… todo! —Por aquel entonces era un malhablado de mucho cuidado, especialmente conocido por unir el «Me cago en» y hacer énfasis en el «todo»—. ¡Joder, estoy hasta los huevos de repetir siempre lo mismo! ¡Que cerréis la puerta!

Etcétera.


Lo que nos lleva de vuelta al Asesino y a cómo podía saberlo.

Tal vez contaba con la posibilidad de que ninguno de nosotros estuviese en casa cuando él llegara. O con que tendría que decidir entre utilizar su vieja llave o esperar en el porche delantero para formular su única pregunta, para plantearnos su propuesta.

Seguro que esperaba, incluso buscaba, burla y desdén.

Pero nada parecido a lo que encontró.

Menuda andanada:

El resentimiento de la casita, el embate del silencio.

Y el allanador del mulo, ese carterista.

Serían las seis y cuarto cuando Archer Street lo acompañó paso a paso hasta allí. El cuadrúpedo se quedó a cuadros.


Y así fue.

El primer par de ojos con que topó el Asesino fueron los de Aquiles, y con Aquiles siempre había que andarse con ojo. Estaba en la cocina, a unos pasos de la puerta trasera, frente a la nevera, con esa acostumbrada expresión de «¿Y tú qué miras?» plantada en su alargada y ladeada cara. Incluso mascaba, con los ollares hinchados. Indiferente. Al mando de la situación. Si estaba custodiando las cervezas, lo bordaba.

¿Y bien?

En ese momento, Aquiles parecía llevar el peso de la conversación.

Primero la ciudad y ahora el mulo.

En realidad, hasta cierto punto tenía un asomo de sentido. Si en algún lugar de la ciudad tenía que aparecer un ejemplar equino, solo podía ser allí; los establos, la pista de entrenamiento, la voz lejana de los locutores del hipódromo.

Pero ¿un mulo?

La sorpresa fue mayúscula, y el entorno desde luego no ayudó. Aquella cocina poseía una geografía y un clima propios:

Paredes nubladas.

Suelo agostado.

Un litoral de platos sucios que se extendía hacia el fregadero.

Y luego el calor, el calor.

Incluso la vigilante beligerancia del mulo disminuyó un instante a la vista de aquel calor contundente. Era peor allí dentro que fuera; una hazaña nada desdeñable.

Aun así, Aquiles no tardó en retomar su tarea, ¿o el Asesino estaba tan deshidratado que alucinaba? Con la de cocinas que debía de haber en el mundo… Por un instante pensó en llevarse los nudillos a los ojos y estrujárselos hasta deshacerse de esa visión, pero ¿para qué?

Era real.

Estaba seguro de que ese animal —ese pedazo de mulo pasota, gris, manchado, rojizo, castaño, greñudo, de ojos grandes y ollares carnosos— estaba plantado con firmeza en el agrietado suelo, victorioso, con la intención de dejar algo meridianamente claro:

Habrá muchas cosas que un asesino pueda hacer, pero jamás, bajo ningún concepto, debería volver a casa.

El puente de Clay
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