el mundial de la muerte

El reloj dio dos años con dignidad.

Después, con horror, dos y medio.

Ella volvió al trabajo como sustituta.

—Esta mierda de morirse es fácil —dijo.

(Acababa de vomitar en el fregadero).

Cuando conseguía ir al trabajo, a veces no regresaba y teníamos que ir a buscarla por el camino, o al aparcamiento, dentro del último coche que quedaba allí. Una vez la encontramos junto a las vías del tren, reclinada en su asiento, cerca de la estación, y los trenes pasaban a un lado y el tráfico rugía al otro. Dimos unos golpecitos en la ventanilla para despertarla.

—Ah —dijo—, sigo viva, ¿no?

Algunas mañanas le daba por instruirnos:

—Si alguno de vosotros ve hoy a la muerte, que me la envíe a mí.

Sabíamos que solo era un alarde de valentía.

Los días que estaba demasiado enferma para salir, nos llamaba para que fuéramos al piano, donde estaba ella.

—Venga, chicos, dadme uno aquí.

Y hacíamos cola para darle un beso en la mejilla.

Cada vez podía ser la última.

Aunque nos ofreciera ligereza o algo con lo que mantenernos a flote, sabíamos que la zozobra no andaba lejos.


Resultó que la tercera Navidad sí fue la última para ella.

Nos sentamos a la mesa de la cocina.

Nos habíamos esforzado lo que no está escrito; habíamos preparado pierogi y un barszcz atroz.

Por entonces ya volvía a estar preparada para cantar «Sto Lat», y todos la entonamos por amor a Penelope, y también por Waldek, la estatua, pero no por ningún país. Cantamos únicamente por la mujer que teníamos delante. Cantamos únicamente por todas sus historias.


Pero pronto tenía que suceder.

Le dieron una última opción.

Podía morir en el hospital o morir en casa.

Miró a Rory en aquella habitación clínica, y luego a mí, y al resto de nosotros, y se preguntó quién debería decir algo.

Si hubiese sido Rory, habría soltado: «Eh, usted… ¡Enfermera! Sí, usted, eso es: desconéctela de toda esta mierda». Si hubiese sido yo, menos bruto, pero directo. Henry demostraría demasiado aplomo, y Tommy no habría dicho nada; era demasiado joven.

Tras una breve deliberación, nuestra madre se decidió por Clay, lo llamó para que se acercara y le susurró algo, y él se volvió hacia la enfermera y la doctora; mujeres ambas, ambas amables a más no poder.

—Dice que aquí echaría de menos su cocina, y que quiere estar en casa por nosotros. —Entonces ella le guiñó un ojo ictérico—. Y que tiene que seguir tocando el piano… y no perder de vista a este.

Pero no fue a Rory a quien señaló, sino al hombre que llevaba a Tommy de la mano.

La voz de Penny se levantó desde la cama.

—Gracias a las dos por todo —dijo.


Clay ya había cumplido los trece por entonces, estaba en su segundo año de instituto.

Lo llamaron al aula de un orientador, justo después de que Henry saliera de allí; le preguntaron si le apetecía hablar. Los días oscuros de antes de Claudia Kirkby.

Se llamaba señor Fuller.

El hombre no era psicólogo, como tampoco ella lo sería, sino un profesor asignado a ese puesto, y no era mal tipo, pero ¿por qué querría Clay hablar con él? No le encontraba ninguna utilidad.

—Verás —dijo el profesor. Era bastante joven y llevaba una camisa azul cielo. La corbata era de un estampado de ranas, y a Clay le dio por pensar: «¿Ranas?»—. A veces resulta más fácil hablar con alguien que no sea de la familia.

—Estoy bien.

—Vale, bueno, ya sabes. Aquí me tienes.

—Gracias. ¿Puedo volver ya a mates?


Hubo momentos duros, por supuesto, hubo momentos terribles, como cuando la encontramos en el suelo del baño, igual que una golondrina de mar que no había podido acabar la migración.

O también como cuando veíamos a Penny y a nuestro padre en el pasillo, y la forma en que él la ayudaba a caminar. Era así de idiota, nuestro padre, porque siempre nos miraba y formaba con la boca su frase —su «¡Echadle un ojo a este bombón!»—, pero llevaba cuidado de no hacerle moratones.

Moratones, rascadas. Lesiones.

No valía la pena correr el riesgo, por nada.

Deberían haberse detenido junto al piano, a hacer un descanso y fumarse un cigarrillo.

Pero en eso de morirse no hay descansos, supongo, es despiadado y sin piedad. Es absurdo describirlo con esas dos expresiones, lo sé, pero a esas alturas la verdad es que ya no te importa. Es como morir por partida doble.

O como cuando había que obligarla a desayunar, a que se sentara a la mesa de la cocina; nunca conseguía acabarse los copos de maíz.

Como una vez que Henry estaba fuera, en el garaje:

Se había liado a mamporros con una alfombra enrollada, pero entonces me vio y cayó al suelo.

Yo me quedé allí de pie, desvalido, desarmado.

Entonces di un paso y le ofrecí mi mano.

Tardó un minuto en aceptarla y que los dos saliéramos de nuevo al patio.


A veces nos quedábamos todos en su habitación.

En la cama, o tirados en la moqueta.

Éramos críos y cuerpos, expuestos ante ella.

Pasábamos el rato tumbados allí como prisioneros de guerra.

Y por supuesto, sería a nosotros mismos a quienes imitaríamos más adelante, el día del aniversario, cuando les leí la Odisea un rato a los demás.

Solo que esta vez era Michael quien nos leía:

Los sonidos del mar y de Ítaca.

Él, de pie junto a la ventana de la habitación.


Cada tanto venía una enfermera a comprobar cómo estaba. La entregaba entonces a la morfina y se esforzaba por encontrarle el pulso.

¿O acaso se concentraba de esa forma para olvidar?

O para hacer a un lado el motivo que la había llevado allí, y quién y qué era:

La voz de la rendición.


Nuestra madre era sin duda una maravilla por entonces, pero un milagro en triste descomposición.

Era un desierto recostado sobre almohadas.

Sus labios tan secos y áridos.

Su cuerpo volcado sobre las mantas.

Su cabello, que no cedía terreno.

Nuestro padre podía leer todo lo que quisiera sobre los aqueos y las naves listas para zarpar.

Pero ya no había aguas agrestes.

Ni un mar color vino oscuro.

Solo un único bote corroído, aunque incapaz de hundirse del todo.


Pero sí.

¡Joder, ya lo creo que sí!

A veces también había buenos momentos, había momentos geniales.

Como cuando Rory y Henry esperaron junto a la puerta de la clase de mates de Clay, o de ciencias, apoyados con chulería:

El pelo óxido oscuro.

La sonrisa sesgada.

—Venga, Clay, vámonos.

Regresaron corriendo a casa y los tres le hicieron compañía, y Clay leyó, y Rory dijo:

—Es que no entiendo por qué Aquiles es tan llorica.

Un movimiento mínimo agitó los labios de Penny.

Todavía tenía regalos para repartir.

—Agamenón le ha robado a la novia.

Nuestro padre se los llevó de vuelta al instituto en coche, dándole un sermón al parabrisas, pero ellos notaron que no iba en serio.


Había noches que nos quedábamos levantados hasta tarde, en el sofá, viendo películas antiguas, desde Los pájaros hasta La ley del silencio, o cosas que nunca esperarías de ella, como Mad Max 1 y 2. Sus preferidas seguían siendo las de los ochenta. En realidad, esas últimas dos eran las únicas que soportaban Rory y Henry; las demás les parecían demasiado lentas. Ella sonreía al oírlos quejarse y protestar.

—¡Esto es un tostón total! —se quejaban, y era un mantra, una rutina.

Un metrónomo.


Y, por último, la madrugada que estoy buscando, cuando ella debía de saber ya que le faltaba poco… y fue a despertarlo a las tres de la madrugada:

Cruzó la puerta de nuestra habitación arrastrando el gotero, y primero fueron a sentarse en el sofá.

Por entonces ella ya izaba sus sonrisas.

Su rostro se hundía.

—Clay, ha llegado el momento, ¿vale? —Y volvió a contárselo todo, esta vez la versión sin editar. Él solo tenía trece años, todavía era demasiado pequeño, pero ella decía que había llegado la hora. Le relató escenas pasadas de Pepper Street, secretos de sexo y cuadros. Le dijo—: Algún día tendrías que pedirle a tu padre que dibuje. —De nuevo, se irguió y se derrumbó—. Y no hagas caso de la cara que ponga.


Al cabo de un rato dijo que tenía calor, sin embargo.

—¿Por qué no salimos al porche?

Estaba lloviendo, y la lluvia brillaba —tan fina que relucía entre las farolas— cuando se sentaron con las piernas estiradas. Se apoyaron contra la pared y ella fue tirando de él hacia sí.

Intercambió su vida por esas historias:

Desde Europa hasta la ciudad, y hasta Featherton.

Una niña llamada Abbey Hanley.

Un libro titulado El cantero.

Ella se lo había llevado cuando lo abandonó.

—Una vez tu padre enterró una máquina de escribir, ¿lo sabías? —dijo con la perfecta minuciosidad del moribundo. Adelle y sus cuellos con apresto, y cómo la había llamado «mi vieja y fiel ME», y que hubo un tiempo en que ambos regresaron allí, a un viejo pueblo de patios viejos, y enterraron la fantástica Remington… Y había sido una vida, dijo, lo había sido todo—. Es quienes somos de verdad.


Cuando terminó, la lluvia era aún más leve.

El gota a gota casi se había acabado.

El cuarto chico Dunbar estaba aturdido.

Porque ¿cómo va un chico de solo trece años a quedarse ahí sentado y hacerse cargo de algo así? ¿De todo lo que le caía encima de repente?

Pero, por supuesto, lo entendió.

Estaba medio dormido, pero también despierto.

Esa mañana, ambos eran un montón de huesos en pijama, y él era el único de todos nosotros. Era el que adoraba sus historias, el que las amaba con todo su corazón. Era en él en quien ella confiaba plenamente. Era él a quien había imaginado yendo un día a desenterrar la vieja ME. Qué crueles, esos giros del destino.

Me pregunto cuándo lo supo Clay:

Que me pasaría esas instrucciones a mí.


Faltaba todavía media hora para el alba, y a veces la buena suerte existe…, porque el viento empezó a cambiar. Llegó hasta ellos lanzando sombras sesgadas y los mantuvo en el porche, descendió y los envolvió. Y entonces:

—Oye —dijo ella—. Oye, Clay…

Y Clay se apretó un poco más contra nuestra madre, contra su rostro rubio y resquebrajado. A esas alturas había cerrado los ojos hundidos.

—Ahora cuéntame tú las historias a mí.

Y el chico podría haberse derrumbado entonces, haberse echado a llorar con desconsuelo en su regazo, pero lo único que hizo fue preguntar:

—¿Y por dónde empiezo?

—Por donde —tragó saliva— quieras.

Y Clay se atascó también, luego consiguió pasar el trago.

—Una vez —dijo—, había una mujer, y tenía muchos nombres.

Ella sonrió, pero mantuvo los ojos cerrados.

Sonrió y le corrigió lentamente.

—No… —dijo, y su voz era una voz moribunda—. Así… —Y una voz superviviente.

Un esfuerzo monumental para seguir a su lado.

Continuaba negándose a abrir los ojos, pero volvió la cabeza para hablar:

—«Una vez, en la marea del pasado Dunbar, hubo una mujer de muchos nombres…».

La voz recorrió una enorme distancia para llegar al chico desde ahí al lado, y entonces Clay exclamó algo en respuesta. Tenía algo propio que añadir:

—Y menuda mujer era.

Al cabo de otras tres semanas, ella se había ido.

El puente de Clay
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