arkansas

En Silver, en el lecho seco del río, fueron apilando días hasta convertirlos en semanas, y semanas hasta completar un mes. Clay encontró una solución intermedia: volvía a casa los sábados para ir a Los Aledaños, pero solo cuando Michael estaba en las minas.

Aparte de eso, todos los días estaban en pie antes del alba.

Regresaban mucho después de que oscureciera.

Con la llegada del invierno, encendían hogueras en el cauce y trabajaban hasta entrada la noche. Para entonces, hacía tiempo que los insectos habían enmudecido. Había puestas de sol frías y rojas, y el olor del humo durante toda la mañana. Sin prisa pero sin pausa, un puente tomaba forma, aunque nadie lo hubiese dicho por su aspecto. El lecho del río recordaba el dormitorio de un adolescente, pero en lugar de haber ropa y calcetines tirados por todas partes, estaba sembrado de tierra removida y cruces y ángulos de madera.

Llegaban al alba y allí permanecían.

Eran un chico, un hombre y dos tazas de café.

—Prácticamente no se necesita nada más —decía el Asesino, pero ambos sabían que mentía.

También necesitaban una radio.


Un viernes fueron al pueblo.

Lo encontró en la Sociedad de San Vicente de Paúl:

Era alargado, negro y estaba muy rozado, un radiocasete que más o menos funcionaba, aunque solo si lo forzabas con un trozo de Blu Tack. Incluso contenía una cinta aún, una recopilación casera de grandes éxitos de los Rolling Stones.

Sin embargo, todos los miércoles y los sábados extendía la antena, inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados. El Asesino no tardó en comprenderlo y saber qué carreras tenían importancia.


En los intervalos, cuando volvía a Archer Street, Clay se sentía sorprendentemente vivo y agotado; estaba polvoriento. Llevaba los bolsillos llenos de tierra. Cogía ropa, se compró unas botas, marrones, que luego fueron pardas y más tarde ya ni se sabía de qué color. No se separaba de la radio, y si Carey corría en Hennessey, iba a verla. Si se trataba de otro lugar —Rosehill, Warwick Farm o Randwick—, seguía la carrera a través de las ondas, dentro, en la cocina, o en la parte de atrás, solo, en el porche. Luego la esperaba en Los Aledaños.

Ella aparecía y se tumbaba a su lado.

Le hablaba de los caballos.

Él miraba el cielo y se lo callaba: que ninguna de sus monturas ganaba. Sabía que pesaba sobre ella como una carga, pero mencionarlo solo lo empeoraría.

Hacía frío, aunque nunca se quejaban, se tumbaban en vaqueros y con chaquetas gruesas. El rompecabezas de pecas encendido de sangre. Ella a veces llevaba puesta la capucha y se le escapan mechones de pelo por los lados que le hacían cosquillas a Clay en el cuello. Ella siempre encontraba la manera de llegar a él.

Típico de Carey Novac.


En julio, una noche que había ido a las minas, Michael Dunbar dejó nuevas anotaciones que se añadían a sus planes para el andamio y las dimensiones para las armaduras de los arcos. Clay sonrió al ver el dibujo de la cimbra. Aunque, por desgracia, tenía que volver a cavar, esta vez para construir una rampa y poder descargar los bloques de piedra.

Atacó las paredes del lecho y, poco a poco, fue dando forma a una pista; no solo estaba el puente, sino también todo lo que lo rodeaba, y en eso trabajó, incluso con mayor ahínco, cuando se quedó solo en el río. Escuchaba la radio mientras cavaba. Luego regresaba a casa con paso tambaleante y se desplomaba en el sofá hundido.


Desde Settignano, había habido un entendimiento tácito.

El Asesino no volvió a mencionarlo.

No le preguntó a Clay de qué se había enterado:

¿Qué sabía de El cantero y Miguel Ángel? ¿Qué sabía de Abbey Hanley, o Abbey Dunbar? ¿Sabía que pintaba? ¿Y de sus cuadros?

En ausencia de Michael, Clay leía sus capítulos favoritos, y los de Carey.

Para ella seguían siendo los de antes:

La ciudad y su educación.

La nariz rota adolescente.

El tallado de la Piedad, con Jesús —puro líquido— en brazos de María.

Para Clay, seguía siendo el David.

El David y los Esclavos.

Los adoraba del mismo modo que le había ocurrido a su padre.

También le gustaba una de las descripciones del libro, la que hablaba del lugar donde las estatuas se encontraban en ese momento, en Florencia, en la Galería de la Academia:

En la actualidad, el David se alza al final del pasillo de la galería, en una cúpula de luz y aire. Atrapado en la indecisión: por siempre temeroso, por siempre desafiante y decisorio. ¿Puede enfrentarse al poderoso Goliat? Mira al infinito por encima de nosotros mientras los Prisioneros aguardan a lo lejos. Llevan siglos en pugna, a la espera de que el escultor regrese y los acabe, y aún habrán de esperar unos cuantos siglos más…

En casa, cuando volvía, algunas noches subía al tejado. Otras leía en un lado del sofá, mientras yo hacía lo mismo en el otro.

A menudo veíamos películas juntos.

A veces hacíamos sesión doble.

Misery y Mad Max 2.

Ciudad de Dios. («¿Qué? —exclamó Henry desde la cocina—. ¡No me digáis que vais a poner algo de este siglo!»). Y más tarde, para compensar, La mujer explosiva. («¡Eso ya está un poquito mejor, joder, 1985!»). Esa última también había sido un regalo, conjunto, de Rory y Henry, esta vez para mi cumpleaños.

La segunda noche de sesión doble fue fantástica.

Nos sentamos todos juntos y vimos la tele embobados.

Las favelas de Río nos dejaron hechos polvo.

Luego Kelly LeBrock nos levantó el ánimo.

—¡Eh, rebobina un poco! —dijo Rory. Y—: ¡Tendrían que darle un Oscar a esta puta obra de arte!


En el río, junto a la radio, tras un puñado y luego decenas de carreras, la primera victoria de Carey continuaba mostrándose esquiva. De pronto, aquella primera tarde en Hennessey —cuando su maniobra le valió una reclamación— parecía algo muy lejano, aunque no lo suficiente para que hubiese dejado de escocer.

En una ocasión, la jockey atravesaba el pelotón como el rayo a lomos de una yegua llamada Bengala cuando otro jinete perdió la fusta delante de ella y la vara le golpeó por debajo de la barbilla. El incidente le valió una distracción y, en consecuencia, la yegua perdió velocidad.

Acabó cuarta, pero viva, y cabreada.


Al final llegó, sin embargo; no podía ser de otra manera.

Un miércoles por la tarde.

La carrera se celebraba en Rosehill y el caballo era un corredor de la milla llamado Arkansas.

Clay estaba solo en el lecho del río.

Había llovido durante días en la ciudad y ella había mantenido el caballo en el interior de la pista. Mientras que los demás jockeys habían desviado sus monturas hacia el exterior en busca de un suelo más firme, como parecía ser lo sensato, Carey había hecho caso a McAndrew.

—Tú no lo saques del barrizal, niña —le dijo acertada y secamente—. No te separes de los palos, quiero ver ese lomo manchado de pintura cuando cruces la meta, ¿entendido?

—Entendido.

Sin embargo, McAndrew vio que dudaba.

—Mira, nadie ha corrido por ahí en todo el día, aguantará, y les sacarás varias zancadas.

—Así ganó Peter Pan la Copa una vez.

—No, no fue así —la corrigió él—, hizo justo lo contrario, se abrió todo lo que pudo, pero la pista entera era un barrizal.

Era muy extraño que Carey cometiera ese tipo de errores; debían de ser los nervios, y McAndrew sonrió, a medias, tanto como jamás lo hacía en un día de carrera. Muchos de sus jockeys ni siquiera sabían quién era Peter Pan. Ni el caballo ni el personaje de ficción.

—Tú gana la puñetera carrera.

Y lo hizo.


En el lecho del río, Clay lo celebró:

Apoyó una mano en un tablón del andamio. Había oído decir a los hombres del bar cosas como «Tú dame cuatro cervezas y no habrá manera de borrarme la sonrisa de la cara», y eso era justo lo que le ocurría a él.

Carey había ganado.

La imaginó llevando el caballo hasta la meta, y el brillo y las manecillas de reloj de McAndrew. En la radio, no tardarían en conectar con Flemington, al sur, y el locutor terminó con una risa. «Mírenla, a la jockey, está abrazando al viejo y duro entrenador…, ¡y no se pierdan la cara de McAndrew! ¿Habían visto alguna vez a alguien tan incómodo?», comentó.

La radio lanzó una carcajada, y Clay hizo otro tanto.

Una pausa; luego, de vuelta al trabajo.


La siguiente vez que fue a casa, pensó y soñó en el tren. Concibió un sinfín de maneras posibles de celebrar la victoria de Arkansas, pero tendría que haber sabido que las cosas nunca salen como uno imagina.

Se dirigió derecho a las gradas de Hennessey.

La vio correr y obtener dos cuartos puestos y un tercero. Y luego su segundo primero. Fue con un velocista llamado Sangre en el Cerebro, propiedad del acaudalado dueño de una funeraria. Por lo visto, había bautizado a sus caballos con el nombre de afecciones mortales: Embolia, Infarto, Aneurisma. Su preferido era Gripe. «Muy infravalorada —decía—, pero implacable».

En cuanto a Sangre en el Cerebro, Carey había dejado que corriera tranquilo y relajado y lo había espoleado en la curva. Cuando regresó junto a su entrenador, Clay observó a McAndrew.

Estaba tenso, aunque encantado, con su traje azul marino.

Casi consiguió leerle los labios.

—Ni se te ocurra abrazarme.

—No se preocupe —contestó ella—, esta vez no.


Después, Clay volvió a casa a pie.

Cruzó las compuertas de Hennessey, atravesó el humo del aparcamiento y las brillantes y rojas hileras de luces traseras. Salió a Gloaming Road, ruidosa y colapsada de tráfico, como correspondía.

Las manos en los bolsillos.

La ciudad se doblegaba ante la noche y entonces…

—¡Eh!

Se volvió.

—¡Clay!

Ella asomó por detrás de las puertas.

Se había cambiado, ya no llevaba la chaquetilla, sino unos vaqueros y una camisa, aunque iba descalza. Su sonrisa era de nuevo la de la recta.

—¡Espera, Clay! Espera…

Y él sintió su calor y su sangre cuando lo alcanzó y se quedó a cinco metros de él.

—Sangre en el Cerebro —dijo. Luego sonrió y añadió—: Arkansas.


Carey se abrió paso en la oscuridad y medio le saltó encima.

Casi lo derriba.

El latido del corazón de Carey era como un frente tormentoso —aunque cálido, en el interior de la chaqueta de Clay— y el tráfico continuaba detenido, continuaba paralizado.

Ella lo abrazó con una fuerza inusitada.

La gente pasaba a su lado y miraba, pero a ellos les daba igual.

Carey colocó los pies sobre sus zapatos.

Sus palabras en el hoyo de la clavícula de Clay.

El chico notó las vigas de su huesuda caja torácica, un andamiaje en sí mismo, mientras lo abrazaba con fervor y fiereza.

—Te he echado de menos, ¿sabes?

Él la estrechó hasta que dolió, pero les gustaba; y el suave pecho de Carey se aplastó con dureza contra él.

—Yo también te he echado de menos —dijo Clay.

—¿Luego? —preguntó ella cuando se soltaron.

—Claro —contestó él—. Allí estaré.

Allí estarían ambos, y serían disciplinados y observarían sus reglas y sus normas, tácitas pero siempre presentes. Ella le haría cosquillas y nada más. Nada más que contarle todo, y no decirle que lo mejor era aquello: poner sus pies sobre los de él.

El puente de Clay
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