comerciantes y estafadores
Las siete cervezas fueron otro principio:
Una cronología de muerte y acontecimientos.
Al echar la vista atrás veo lo maleducados que fuimos, tanto nosotros como la propia Penny; pura insolencia.
Los chicos peleábamos y discutíamos.
Gran parte de esa muerte nos hacía mucho daño.
Pero a veces intentábamos ganarle la carrera, o reírnos y escupirle a la cara…, todo ello sin dejar de mantener las distancias.
Como mucho, conseguimos interrumpirla.
Ya que la muerte había venido a llevársela, por lo menos podíamos tener mal perder.
Durante las vacaciones de invierno de ese año acepté un trabajo en una empresa de instalación de parquet y moqueta. Me ofrecieron una jornada completa.
En el instituto, a los dieciséis, se me daban bien muchas cosas y mal muchas otras, y mi asignatura preferida solía ser lengua; me gustaba escribir, me encantaban los libros. Una vez, nuestra profesora mencionó a Homero y los demás se rieron y lo ridiculizaron. Mencionaron a un personaje muy querido de unos muy queridos dibujos animados estadounidenses; yo no dije nada de nada. Ese día hicieron bromas con el apellido de la profesora y, al final de la clase, me acerqué a decirle:
—Mi preferido siempre ha sido Odiseo.
La señorita Simpson se quedó un poco perpleja.
Me gustaban sus tirabuzones alocados y sus manos largas, estilizadas y manchadas de tinta.
—¿Conoces a Odiseo y no has dicho nada?
Me dio vergüenza, pero no podía parar.
—Odiseo, el ingenioso —dije—. Agamenón, rey de hombres, y… —deprisa, me la tragué—, Aquiles, el de ágiles pies…
Veía que la profesora estaba pensando: «¡Joder!».
Cuando dejé los estudios, no les pedí permiso:
Se lo anuncié a mi madre en su lecho de enferma y a Michael Dunbar en la cocina. Los dos dijeron que debía seguir, pero yo ya lo había decidido. Hablando de odiseas, las facturas empezaban a llegar a mares —desafiar a la muerte nunca ha sido barato—, pero tampoco fue por eso por lo que lo hice. No, solo me parecía lo correcto, eso es todo lo que puedo decir, e incluso cuando Penny me miró y dijo que fuera a sentarme a su lado, me sentí completamente seguro y con motivos de sobra.
Ella luchó por levantar una mano.
La alzó hasta mi cara.
Sentí su calor de tejado de chapa, incendiada como estaba sobre las sábanas; volvía a ser el efecto de uno de esos oxímoron: la hervía por dentro.
—Prométeme que seguirás leyendo —dijo. Tragó saliva como si fuera maquinaria pesada—. Prométemelo, promételo, ¿quieres, hijo?
—Por supuesto —dije, y tendrías que haberla visto.
Prendió en llamas, a mi lado, sobre la cama.
Su rostro de papel se incendió.
En cuanto a Michael Dunbar, en la cocina, nuestro padre hizo algo extraño.
Miró las facturas, luego a mí.
Después salió al patio con su taza de café y la lanzó contra la valla…, pero de algún modo erró el ángulo y la estrelló entre la hierba.
Al cabo de un minuto fue a recogerla y la taza estaba intacta.
A partir de ese momento, la puerta se abrió de golpe y la muerte entró desde todas partes; merodeó alrededor de todo lo que era de Penelope.
Aun así, ella no pensaba permitirlo.
Una de las mejores noches fue a finales de febrero (casi veinticuatro meses en total), cuando una voz llegó hasta la cocina. Hacía calor y mucha humedad. Incluso la vajilla del escurreplatos sudaba, lo que significaba que era una noche perfecta para el Monopoly. Nuestros padres estaban en la sala de estar, viendo la tele.
Yo era la chistera; Henry, el coche; Tommy, el perro; Clay, el dedal. Rory, como siempre, era la plancha (eso era lo más que se había acercado a usar una de verdad), iba ganando y nos los estaba restregando por las narices.
Rory sabía que yo detestaba las trampas, y el regodeo más aún…, y él estaba haciendo ambas cosas en nuestra cara. Nos alborotaba el pelo cada vez que teníamos que pagarle… Hasta que, al cabo de unas horas, se armó:
—Oye. —Ese fui yo.
—¿Qué? —Ese fue Rory.
—Que has sacado un nueve pero has avanzado diez.
Henry se frotó las manos; la cosa pintaba bien.
—¿Diez? Pero ¿qué me estás contando?
—Mira. Estabas aquí, ¿no?, en Leicester Square. Así que mueve tu culo planchado, retrocede una casilla hasta mi estación y apoquina veinticinco.
Rory no se lo podía creer.
—Era un diez. ¡He sacado un diez!
—Si no retrocedes, voy a quedarme con la plancha y a expulsarte de la partida.
—¿Expulsarme?
Sudábamos como comerciantes y estafadores, y Rory arremetió contra sí mismo, para variar: pasó la palma de la mano por el alambre de su pelo. En aquel entonces ya tenía las manos endurecidas. Y los ojos más aún.
Entonces sonrió, con peligro, hacia mí.
—Estás de coña —dijo—, no lo dices en serio.
Pero yo tenía que mantenerme firme.
—Joder, Rory, ¿a ti te parece que estoy de broma?
—Es un farol.
—Vale, se acabó.
Alcancé la plancha, pero no antes de que Rory le pusiera sus dedos sudados y grasientos encima también, y luchamos por ella, no, nos la birlamos uno al otro, hasta que oímos unas toses desde la sala de estar.
Paramos.
Rory soltó.
Henry fue a ver y, cuando regresó asintiendo para informarnos de que todo iba bien, dijo:
—Vale, ¿por dónde íbamos?
Tommy:
—La plancha.
Henry:
—Ah, sí, perfecto. ¿Dónde está?
Yo puse cara de póquer.
—No está.
Rory registró el tablero como loco.
—¿Cómo que no está?
Con más cara de póquer aún:
—Me la he comido.
—Venga ya. —Incredulidad—. ¡Tienes que estar de broma! —gritó.
Quiso ponerse de pie, pero Clay, en el rincón, le hizo callar.
—Es verdad —dijo—. Yo lo he visto.
Henry estaba entusiasmado.
—¿Qué? ¿En serio?
Clay asintió.
—Como si fuera una aspirina.
—¿Qué? ¿Y te las has tragado? —Henry estalló en una risa resonante, rubio en esa cocina rubio ceniza, mientras Rory se volvía deprisa hacia él.
—¡Yo de ti me callaría, Henry! —Y se detuvo un momento. Luego salió al patio y regresó con un clavo oxidado. Lo dejó con un buen golpe en la casilla correspondiente, pagó lo que debía y me fulminó con la mirada—. Ahí tienes, capullo. ¡Intenta tragarte eso!
Pero, por supuesto, no tuve que hacerlo, porque cuando retomamos la partida y Tommy tiró los dados, oímos la voz desde la sala contigua. Era Penny, medio ida, medio viva.
—Eh, ¿Rory?
Silencio.
Todos paramos.
—¿Sí?
Y ahora que lo recuerdo, me encanta la forma en que lo dijo: cómo se levantó, dispuesto a ir hacia ella, a cargar con ella o morir por ella si era necesario; igual que los griegos cuando los llamaban a las armas.
Los demás nos quedamos sentados, como estatuas.
Guardamos silencio y nos pusimos alerta.
Dios mío, esa cocina y su calor, y los platos con aspecto de estar nerviosos. Y esa voz que llegó tambaleándose. Se posó en el tablero, entre nosotros:
—Mira en su camisa… —La sentimos sonreír—. Bolsillo izquierdo.
Y tuve que dejarle hacerlo. Dejé que acercara la mano y la metiera.
—Joder, ya que estoy, tendría que retorcerte el pezón, capullo.
Pero enseguida consiguió encontrarla.
Su mano buscó y sacó la plancha. Rory sacudió la cabeza y le dio un beso; labios duros sobre una ficha plateada.
Entonces se la llevó hasta el umbral, y por un momento volvió a ser Rory, joven y sin endurecer; el metal se suavizó un instante. Sonrió y gritó con toda su inocencia, su voz subió hasta el techo:
—¡El cerdo de Matthew está haciendo trampas otra vez, Penny!
Y toda la casa tembló a nuestro alrededor, y Rory tembló con ella…, pero enseguida regresó a la mesa y dejó la plancha en mi estación, lanzó una mirada que se me vino encima a mí, y luego a Tommy y a Henry y a Clay.
Era el chico de los ojos de chatarra.
Pasaba absolutamente, de todo.
Pero esa mirada, tan asustada, tan desesperada, y sus palabras, como salidas de un chico hecho pedazos:
—¿Qué vamos a hacer sin ella, Matthew? Joder, ¿qué se supone que vamos a hacer?