En el principio hubo un asesino, un mulo y un chico, aunque esto no es el principio, es antes, soy yo, y yo soy Matthew, y aquí me tienes, en la cocina, de noche —la vieja desembocadura de la luz—, aporreando las teclas sin parar. La casa está sumida en el silencio.

Ahora mismo, todos duermen.

Estoy sentado a la mesa de la cocina.

La máquina de escribir y yo, yo y la vieja ME, como decía nuestro difunto padre que solía decir nuestra difunta abuela. En realidad, ella la llamaba «mi vieja y fiel ME», pero yo nunca he sido muy dado a las florituras. A mí, si por algo se me conoce es por los moratones y el pragmatismo, la altura y la fuerza, las palabrotas y algún que otro arranque de sentimentalismo. Si eres como la mayoría, te preguntarás por qué iba yo a molestarme en hilar una frase y mucho menos a saber nada sobre poemas épicos o los antiguos griegos. A veces está bien que te subestimen de esa manera, pero aún está mejor cuando alguien se da cuenta. En mi caso, tuve suerte:

Para mí fue Claudia Kirkby.

También hubo un chico, un hijo, un hermano.

Sí, siempre hubo un hermano, y fue él —de nosotros, de los cinco— quien cargó con todo sobre los hombros. Como siempre, me lo contó tranquila y pausadamente y, por supuesto, no se equivocaba. Sí que había una vieja máquina de escribir enterrada en el viejo patio de un viejo pueblo de patios viejos, aunque más me valía contar bien los pasos o acabaría desenterrando el cadáver de una perra o una serpiente (cosa que hice, en ambos casos). Supuse que si la perra y la serpiente estaban allí, la máquina de escribir no podía encontrarse demasiado lejos.

Un perfecto tesoro sin piratas.


Cogí el coche al día siguiente de mi boda.

Salí de la ciudad.

Conduje toda la noche.

Atravesé kilómetros y kilómetros de vacío, y unos cuantos más.

El pueblo en sí era una dura y remota tierra de leyenda; se veía desde lejos. Estaba ese paisaje pajizo y esos cielos maratonianos. Lo rodeaba un páramo agreste sembrado de maleza y eucaliptos, y era cierto, joder si era cierto: la gente caminaba encorvada e inclinada. Ese mundo los había postrado.

Fue en la puerta del banco, junto a uno de los muchos bares, donde una mujer me indicó el camino. Era la mujer más recta del pueblo.

—Tuerza a la izquierda en Turnstile, ¿de acuerdo? Luego siga derecho unos doscientos metros y vuelva a torcer a la izquierda.

Era castaña, vestía bien —botas, vaqueros, una camisa lisa de color rojo— y entornaba un ojo al sol con encono. Lo único que la delataba era un triángulo invertido de piel en la base del cuello, fatigado, viejo y surcado, como el asa de un baúl de cuero.

—¿Lo tiene?

—Lo tengo.

—De todos modos, ¿qué número busca?

—El veintitrés.

—Ah, anda detrás de los viejos Merchison, ¿no?

—Bueno, para ser sincero, la verdad es que no.

La mujer se acercó más y en ese momento reparé en sus dientes, blancos y brillantes aunque amarillos, muy similares al insolente sol. Le tendí la mano al ver que se aproximaba, y ahí estábamos ella, yo, sus dientes y el pueblo.

—Matthew —me presenté.

La mujer se llamaba Daphne.

Volví al coche y, mientras tanto, ella le dio la espalda al cajero automático y caminó hacia mí. Incluso se había dejado la tarjeta, y se plantó a mi lado con una mano en la cadera. Yo estaba a punto de sentarme al volante cuando Daphne asintió, segura. Lo sabía. Era como si lo supiera casi todo, como una mujer al tanto de las noticias.

—Matthew Dunbar.

Lo dijo, no lo preguntó.

Ahí estaba yo, a doce horas de casa, en un pueblo que no había pisado en mis treinta y un años de vida, y parecía que todos hubieran estado esperándome.


Nos miramos largo rato, al menos unos segundos, de manera franca y directa. Varias personas aparecieron y pasaron de largo.

—¿Qué más sabe? ¿Sabe que he venido por la máquina de escribir?

Abrió el otro ojo.

Se midió con el sol del mediodía.

—¿La máquina de escribir? —Eso la dejó descolocada—. ¿De qué narices habla?

Aproximadamente en ese mismo momento, un anciano empezó a preguntarle a gritos si era suya la maldita tarjeta que estaba formando una maldita cola frente al maldito cajero, y Daphne corrió a recuperarla. Tal vez podría haberle explicado que en toda aquella historia había una vieja ME, de cuando en las consultas de los médicos se utilizaban máquinas de escribir y las secretarias aporreaban las teclas. Si le hubiese interesado o no, eso nunca lo sabré. Lo que sí sé es que sus indicaciones fueron precisas.

Miller Street:

Una tranquila cadena de montaje de amables casitas asándose al sol.

Aparqué el coche, cerré la puerta y crucé el crujiente césped.


Fue más o menos entonces cuando me arrepentí de no haber llevado a la chica con la que acababa de casarme —mejor dicho, la mujer, y madre de mis dos hijas— y, por supuesto, también a mis hijas. A ellas sí que les habría gustado aquello; habrían paseado, saltado y bailado por todas partes con sus piernas larguiruchas y sus melenas radiantes. Habrían hecho la rueda por el césped, gritando: «¡Y no nos miréis las braguitas, ¿vale?!».

Menuda luna de miel:

Claudia estaba en el trabajo.

Las niñas estaban en el colegio.

Aunque hasta cierto punto me gustaba, claro; a una buena parte de mí le gustaba en buena parte.

Inspiré, espiré y llamé a la puerta.


Dentro, la casa era un horno.

Los muebles estaban achicharrados.

Los cuadros acababan de salir de la tostadora.

Tenían aire acondicionado. Estaba estropeado.

Hubo té y galletas de mantequilla, y el sol se aplastaba contra la ventana. También había sudor de sobra en la mesa. Goteaba de brazo a mantel.

En cuanto a los Merchison, eran gente hirsuta y honrada.

Eran un hombre de camiseta azul de tirantes, con unas imponentes patillas que parecían cuchillas de carnicero forradas de pelo, y una mujer llamada Raelene. La mujer llevaba pendientes de perla, rizos apretados y un bolso, y aunque vivía yendo eternamente a la compra, se quedó. En cuanto mencioné el patio y que podría haber algo enterrado en él, decidió que debía esperar. Cuando acabamos el té y de las galletas no quedaban más que migas, me situé frente a las patillas.

—Habrá que ponerse manos a la obra —dijo él, lisa y llanamente.


Fuera, en el patio alargado y reseco, me dirigí a la izquierda, en dirección al tendedero y a una banksia avejentada y agonizante. Volví la vista un momento: la casita, el tejado acanalado. El sol seguía bañándola aunque empezaba a recostarse, inclinándose hacia el oeste. Cavé con pala y manos, y ahí estaba.

—¡Mierda!

La perra.

De nuevo.

—¡Mierda!

La serpiente.

Ambos reducidos a huesos.

Mis dedos los desenterraron con delicadeza.

Los dejamos en el césped.

—¡Caramba!

El hombre lo dijo tres veces, aunque con mayor énfasis la tercera, cuando por fin encontré la vieja Remington, gris bala. Aquella arma enterrada iba envuelta en tres capas de plástico resistente, tan transparente que se veían las teclas: primero la Q y luego la W, después la sección central de la F y la G, la H y la J.

Me la quedé mirando un momento, sin más.

Las teclas negras parecían dientes de monstruos, aunque cordiales.

Finalmente alargué las manos, sucias, y la extraje con cuidado. Rellené los tres hoyos. La desembalamos y, agachados, la examinamos con detenimiento.

—Menudo bicho —comentó el señor Merchison.

Las cuchillas forradas de pelo se movían nerviosamente.

—Ya lo creo —convine. Era magnífica.

—Quién me iba a decir a mí esta mañana que me encontraría algo así…

La levantó y me la entregó.

—¿Quieres quedarte a cenar, Matthew?

Esa fue la señora Merchison, que continuaba sin salir del todo de su asombro. Aunque no había asombro que valiese ante la cena.

Alcé la vista, aún en cuclillas.

—Gracias, señora Merchison, pero todavía estoy digiriendo las galletas. —Volví a mirar la casa, que ya estaba envuelta en sombras—. En realidad, debería ponerme en camino. —Les estreché la mano—. No saben cuánto se lo agradezco.

Eché a andar con la máquina de escribir a salvo entre mis brazos, pero el señor Merchison no pensaba consentirlo.

Me dio el alto con un campechano «¡Eh!».

¿Y qué iba a hacer yo?

Tenía que existir una buena razón para haber desenterrado los dos animales, así que me di la vuelta a la altura del tendedero —un viejo y gastado tendedero de sombrilla, igual que el nuestro— y aguardé a lo que tuviera que decir y que finalmente dijo.

—¿No olvidas algo, amigo?

Señaló con la cabeza los huesos de la perra y la serpiente.


Y así me marché de allí.

Ese día, en el asiento trasero de mi vieja ranchera iban los restos óseos de una perra, una máquina de escribir y la erizada espina dorsal de una serpiente de Mulga.

Más o menos a medio camino, me detuve en el arcén. Conocía un lugar, un pequeño desvío —con una cama y un buen descanso—, pero decidí no tomarlo. Al final me recosté en el coche, con la serpiente junto al cuello. Mientras me quedaba dormido, pensé en que los «antes del principio» están por todas partes, porque muchísimo antes de muchas cosas hubo un chico en ese viejo pueblo de patios viejos que se arrodilló en el suelo cuando la serpiente mató a la perra y la perra mató a la serpiente… Aunque todo eso está aún por llegar.

No, de momento esto es lo único que necesitas saber:

Volví a casa al día siguiente.

Volví a la ciudad, a Archer Street, donde todo empezó de verdad y discurrió de muchas y diversas maneras. La bronca sobre por qué narices me he traído la perra y la serpiente hace horas que ha amainado, y los que debían irse se han ido y los que debían quedarse se han quedado. Discutir sobre el contenido del asiento trasero del coche con Rory nada más llegar fue la guinda del pastel. Con Rory precisamente. Él mejor que nadie sabe qué, por qué y quiénes somos:

Una familia destartalada por la tragedia.

Un «¡Catapum!» de cómic con muchachos, moratones y mascotas.

Estábamos hechos para ese tipo de reliquias.

En mitad del tira y afloja, Henry sonrió de medio lado, Tommy se echó a reír y ambos dijeron: «Como siempre». El cuarto de nosotros dormía, como llevaba haciéndolo desde que me había ido.

En cuanto a mis hijas, se quedaron boquiabiertas cuando entraron y vieron los huesos.

—¿Para qué los has traído a casa, papá? —preguntaron.

Porque es imbécil.

Sorprendí a Rory pensándolo, al instante, aunque jamás lo habría dicho delante de las niñas.

En cuanto a Claudia Dunbar —de soltera Claudia Kirkby—, sacudió la cabeza y me tomó de la mano. Y parecía feliz, tanto que casi hizo que me derrumbara. Estoy seguro de que era porque yo estaba contento.

Contento.

«Contento» es un adjetivo aparentemente simplón, pero escribo y te cuento todo esto porque así es como nos sentimos, ni más ni menos. Yo en concreto porque ahora adoro esta cocina y su gran y terrible historia. Tengo que contártelo aquí. Es lo más apropiado. Estoy contento de oír mis anotaciones estampándose en la página.

Delante tengo la vieja ME.

Más allá, una accidentada mesa de madera llena de arañazos.

Hay un salero y un pimentero desparejados y un regimiento de migas irreductibles. La luz del recibidor es amarilla, la de aquí es blanca. Estoy sentado, pienso y tecleo. Aporreo las teclas sin parar. Escribir nunca es fácil, pero resulta más sencillo cuando tienes algo que contar:

Deja que te hable de nuestro hermano.

El cuarto chico Dunbar, Clay.

A él le ocurrió todo.

Todos cambiamos por él.

El puente de Clay
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