matador vs. reina de corazones
Y, de nuevo, así fue.
Clay y Carey no podían saber qué significaría la visita a Abbey Hanley, en la que esta arrancó la primera página de El cantero. En un primer momento, fue una referencia más; el inicio de otro principio en el discurrir de los meses.
En primavera regresaron ambos:
Matador y Reina de Corazones.
En verano, la angustia de la espera tras la advertencia a Carey:
La chica debía podar la madera muerta y Clay haría que lo cumpliese. Tenía un plan.
Entre unas cosas y otras, como puedes imaginar, la única constante —lo que ambos amaban de corazón— fue el libro de Miguel Ángel, a quien llamaban afectuosamente el escultor, o el artista, o su preferido: el cuarto Buonarroti.
Se tumbaban en la cama de Los Aledaños.
Y leían, un capítulo tras otro.
Llevaban linternas y pilas de recambio.
Para proteger el colchón cada vez más desteñido, Carey llevó un plástico gigantesco y, cuando se iban, hacían la cama, lo remetían por debajo. De camino a casa, ella lo cogía del brazo. Sus caderas se tocaban.
En noviembre, la historia se repitió.
Reina de Corazones era excepcional.
Habían corrido el doble de carreras y, a pesar de haber echado los restos, Matador había perdido fuelle. Pero aún quedaba otra oportunidad por llegar: a principios de diciembre se celebraría en la ciudad una carrera de Grupo 1 y Ennis McAndrew estaba preparándolo. Según él, el caballo no había destacado porque aún no estaba listo. Aquella era la que él quería, aunque tenía un nombre raro —nada de Copa, ni Plate, ni Stakes—: el Desfile de Santa Ana. Sería la última carrera de Matador. La quinta de Royal Hennessey. El 11 de diciembre.
Cuando llegó el día, hicieron lo que a ella le gustaba hacer.
Apostaron un dólar por Matador, en la quinta.
Le pidió a un holgazán que validara el boleto por ella.
El hombre lo hizo, aunque les dijo, risueño:
—Ya sabéis que ese pobre diablo no tiene ni una posibilidad, ¿verdad? Se enfrenta a Reina de Corazones.
—¿Y?
—Pues que no va a ganar ni en sueños.
—También decían eso de Kingston Town.
—Matador no es Kingston Town.
Carey decidió pasar al ataque.
—No sé ni para qué me molesto siquiera en hablar contigo. ¿Cuántos aciertos has conseguido últimamente?
El hombre rio de nuevo.
—No muchos.
Se pasó una mano por las mejillas patilludas.
—Lo que imaginaba. Ni siquiera eres lo bastante listo para fingir que sabes de lo que hablas. Pero, eh… —Sonrió—. Gracias por apostar por mí, ¿vale?
—A mandar. —Cada uno se había ido por su lado cuando el hombre se volvió hacia ellos una vez más—. ¡Eh, me parece que me has convencido!
Nunca habían visto tanto público como esa tarde. Reina de Corazones también se marchaba, igual que Matador, pero a pasar una temporada compitiendo en el extranjero.
Apenas había sitio en las gradas, pero encontraron dos asientos desde los que siguieron a Petey Simms, que daba vueltas con el caballo en el paddock. McAndrew, por supuesto, parecía cabreado. Pero aquello era lo habitual.
Carey le cogió la mano antes del pistoletazo de salida.
—Buena suerte —dijo él, mirando al frente.
Carey le dio un apretón y luego la soltó, porque cuando los caballos dejaron los cajones ese día, el público se puso en pie. La gente gritaba y algo cambió.
Los caballos encararon la curva; algo no iba bien.
Cuando Reina de Corazones se adelantó alargando el paso, Matador, negro y oro, mantuvo su mismo ritmo, uno al lado del otro, toda una hazaña teniendo en cuenta el tamaño de las zancadas de la yegua. Cuando Reina de Corazones aceleró, Matador no se quedó atrás.
La sombra de la grada hervía de nerviosismo.
Alentaban a la Reina con gritos estridentes, rayanos en el terror, porque aquello no podía ser, era imposible.
Pero lo fue.
Cuando cruzaron la línea, todo se redujo a cuál de los dos había levantado o bajado antes la cabeza.
Si daban crédito a sus ojos, la victoria era de Matador, y a sus oídos también, porque un suspiro recorrió el público.
Carey lo miró.
Lo aferró, con una sola mano.
Sus pecas estaban a punto de explotar.
Ha ganado.
Lo pensó, pero no lo dijo, y menos mal que no lo hizo porque era la mejor carrera que habían visto nunca —o de la que habían formado parte en las gradas— y sabían que esa idea estaba impregnada de poesía.
Tan y tan cerca y, de pronto, se esfumó.
La foto acabó demostrándolo:
Reina de Corazones había ganado por los ollares.
—¡Por los ollares, por los putos ollares! —protestó Petey después, en los confines de los cubículos, pero esta vez McAndrew sonreía.
Cuando vio a Carey tan dolida y abatida, se acercó a ella y le echó un vistazo. Como si la examinara. La chica temió que también le mirara los pies.
—¿Y a ti qué puñetas te pasa? El caballo sigue vivo, ¿no?
—Tendría que haber ganado.
—Tendría que haber nada, nunca lo habíamos visto correr de esa manera. —La obligó a mirarlo a aquellos ojos azules y duros de escoba—. Eso y que un día conseguirás esa Grupo Uno por él, ¿de acuerdo?
Los principios de una especie de felicidad.
—De acuerdo, señor McAndrew.
A partir de ese momento, Carey Novac, la niña de Gallery Road, empezaría su verdadero aprendizaje. Comenzó el 1 de enero.
Básicamente le tocaría trabajar las veinticuatro horas del día.
No habría tiempo para nada, ni para nadie.
Por fin montaría, haría más entrenamiento de caballos, entraría en las carreras de prueba y empezaría a suplicar para sus adentros que la dejara correr.
McAndrew se lo advirtió el primer día:
—Si me incordias, ya puedes olvidarte de todo lo demás.
Ella agacharía la cabeza, mantendría la boca cerrada y haría el trabajo de buena gana.
En cuanto a Clay, tomó una decisión.
Sabía que Carey tenía que dejarlo.
Él podía alejarla de lo que ella deseaba.
Clay había pensado en volver a entrenar, con dureza, y Henry se prestó a echarle una mano. Lo acordaron una noche, sentados en el tejado. Miss Enero estaba al tanto de todo. Obtendrían una llave del bloque de apartamentos de Crapper y volverían a Bernborough Park. Habría dinero y lloverían las apuestas.
—¿Hecho? —dijo Henry.
—Hecho.
Se estrecharon la mano, un gesto que resultó apropiado, porque esa noche Henry también se despediría de alguien, de aquella mujer de magnífica anatomía. Por la razón que fuese:
La dobló y la dejó en el tejado de tejas inclinadas.
La tarde del 31 de diciembre, Carey y Clay fueron a Bernborough.
Dieron una vuelta a la pista diezmada.
La grada parecía arder en el infierno con la puesta de sol; pero un infierno en el que entrarías con gusto.
Se detuvieron y él cerró la mano sobre la pinza.
La sacó despacio.
—Es el momento de que te lo cuente —anunció, y le contó todo de todo sobre esas aguas que siempre están por llegar.
Se encontraban a diez metros de la línea de meta. Carey lo escuchó en silencio, apretando la pinza que él apretaba en la mano.
—¿Lo entiendes ahora? ¿Lo entiendes? —dijo Clay cuando le hubo contado toda la historia—. Te he robado un año que nunca he merecido. Un año contigo. No puedes seguir conmigo.
Volvió la mirada hacia el área interior, hacia la selva, y pensó que era incuestionable; sin embargo, nadie podía derrotar a Carey Novac. No, los caballos podían perder, pero Carey no, y maldita fuera por ello, aunque hay que quererla, porque esto es lo que hizo a continuación.
Le obligó a volver la cara y se la sostuvo.
Cogió la pinza y le dio vueltas.
Se la llevó a los labios, despacio.
—Dios, Clay, pobre, pobrecito, pobrecito mío… —dijo. La grada le encendió el pelo—. Ella tenía razón, ¿sabes?, Abbey Hanley, dijo que eras un ángel, ¿no lo ves? —De cerca, Carey era ligera pero visceral, podía mantenerte vivo con sus súplicas; con el dolor de sus ojos verde bueno—. ¿No ves que no voy a dejarte nunca, Clay? ¿No ves que no voy a irme?
Clay parecía a punto de derrumbarse.
Carey lo envolvió con fuerza entre sus brazos. Lo abrazó y lo estrechó y le susurró, y él sintió todos los huesos de su cuerpo. Ella sonrió y lloró y sonrió.
—Ve a Los Aledaños —dijo—. Ve el sábado por la noche. —Lo besó en el cuello e intentó imbuirle de sus palabras—. Nunca te dejaré, nunca…
Y así es como me gusta recordarlos:
La veo abrazándolo, con fuerza, en Bernborough.
Son un chico, una chica y una pinza.
Veo la pista, y ese fuego, detrás de ellos.