la chica del concurso
En el pasado, en el año que tuvieron para su amistad, hubo momentos en que era fácil ser Carey y Clay, porque tenían toda la vida por delante, siempre juntos. Aun así, hubo muchos momentos. A veces Clay paraba y se advertía a sí mismo:
No debería enamorarse de esa manera.
¿Cómo iba a merecer un amor así?
Sí, puede decirse sin temor a equivocarse que se querían; en tejados, en parques, incluso en cementerios. Paseaban por las calles del barrio del hipódromo y tenían quince y dieciséis años; había contacto, pero nunca se besaban.
Ella era una buena chica, de luz verde:
Carey Novac, la de ojos claros.
El chico era el chico con fuego en los ojos.
Se querían casi como hermanos.
El día del listín telefónico llamaron a todos los números, comenzando por el primero.
No había iniciales que empezasen con A, así que decidieron probarlos todos con la esperanza de que alguno resultase ser un pariente.
Fue el cuarto.
Se llamaba Patrick Hanley.
—¿Qué? ¿Quién? ¿Abbey? —dijo.
Fue Carey quien llamó. Habían ido turnándose, un número cada uno, y a ella le había tocado el segundo y el cuarto. Había obligado a Clay a que empezara él. Ambos pegaron la oreja al auricular y, por el tono receloso de la voz, dedujeron que por fin habían dado en el blanco. Los demás no sabían de qué les hablaban. Carey le informó de que buscaban a una mujer que había vivido en un lugar llamado Featherton. En el otro extremo, sin embargo, colgaron.
—Pues parece que habrá que ir hasta allí —dijo Carey, y buscaron de nuevo la dirección—. Ernst Place, Edensor Park.
Era julio por entonces y ella tenía un día libre, un domingo.
Cogieron el tren y el autobús.
Había un campo y un camino para bicis.
La casa hacía esquina en el lado derecho de una calle sin salida.
El hombre los reconoció de inmediato en la puerta.
Ellos se lo quedaron mirando junto al enladrillado.
Era moreno, llevaba una camiseta negra y lucía una pérgola que se hacía pasar por un bigote.
—¡Hala! —se le escapó a Carey Novac sin darse cuenta—. ¡Pedazo de mostacho!
Patrick Hanley ni se inmutó.
Cuando Clay reunió suficiente valor para hablar, sus preguntas se toparon con otra pregunta.
—¿Para qué narices buscáis a mi hermana?
Pero entonces le echó un buen vistazo a Clay, y Clay se parecía mucho a aquel otro Dunbar. El chico advirtió el momento en que ocurrió el cambio. ¿Patrick recordó a Michael? No solo al hombre con el que Abbey se casó, sino también al chico con el que su hermana paseaba por el pueblo.
Fuera por lo que fuese, el trato se volvió más cordial y pasaron a las presentaciones.
—Ella es Carey —dijo el chico— y yo Clay.
Patrick Hanley se acercó un poco más.
—Clay Dunbar —dijo con tal naturalidad que los dejó a cuadros.
Era una afirmación, no una pregunta.
Abbey vivía en un espléndido edificio de apartamentos:
El suyo ocupaba varias ventanas brillantes en un Goliat de hormigón (de tipo capitalista). Fueron a visitarla unas semanas después, en cuanto Carey volvió a tener un día libre, una tarde de agosto. Se detuvieron a su imponente sombra.
—Esto llega hasta el cielo —comentó Carey y, como era habitual, llevaba la melena suelta. Sus pequitas de sangre estaban nerviosas—. ¿Listo?
—No.
—¡Venga ya, mírate!
Deslizó una mano para tomarlo del brazo. Podrían haber sido Michael y Abbey.
Aun así, Clay no se movió.
—¿Qué quieres que mire?
—¡A ti!
Como siempre, ella llevaba vaqueros, y gastados, además. La camisa de franela estaba descolorida. Una chaqueta negra medio abierta.
Lo abrazó junto al interfono.
—Yo tampoco aparecería en el listín si viviese en un sitio así —dijo Carey.
—Creo que es la primera vez que me ves con camisa —comentó Clay.
—¡Exacto! —Le apretó el brazo—. ¿Lo ves? Te lo dije. Estás listo.
Pulsó el código 182.
En el ascensor, Clay no paró quieto, estaba tan nervioso que pensó que iba a vomitar, pero se encontró mejor cuando salió a aquel pasillo enlucido de blanco, con molduras azul oscuro. Al final se encontraban las mejores vistas de la ciudad que pudiesen imaginarse. Había agua por todas partes (de la variedad salada) y los edificios recortados contra el horizonte parecían al alcance de la mano.
A la derecha se veía la Casa de la Ópera.
A la izquierda estaba su eterna compañera:
Pasaron de las velas a la Percha.
Una voz se alzó detrás de ellos.
—Madre mía. —Tenía una amable mirada ahumada—. Sois como dos gotas de agua.
Dentro, el apartamento era el de una mujer.
Allí no vivía ningún hombre, ni niños.
De alguna manera, aquello resultaba obvio al instante.
Cuando miraron a la primera señora Dunbar, vieron que era, y que había sido, muy guapa. Vieron que tenía una melena bien cuidada, ropa buena, era atractiva en todos los sentidos, pero aun así, hubo amor y lealtad: aquella mujer no era Penelope. Ni se le acercaba.
—¿Os apetece un refresco? —preguntó.
—No, gracias —contestaron al unísono.
—¿Té? ¿Café?
Sí, sus ojos eran grises y gloriosos.
Con aquel pelo podría haber salido por televisión —llevaba una melenita corta que dejaba boquiabierto— y no hacía falta fijarse demasiado para volver a ver a la chica que había sido, delgaducha como un ternerillo.
—¿Y un vaso de leche con galletas? —contraatacó Carey tratando de distender el ambiente. Se sintió obligada a desafiar a Abbey.
—A ver, guapa… —contestó con una sonrisa la mujer, aquella versión mayor, que no solo lucía unos pantalones perfectos, también sabía llevarlos. Eso, y una camisa carísima—. Me caes bien, pero callada estás más mona.
Cuando Clay me lo contó, dijo algo muy curioso.
Dijo que la televisión estaba encendida y que de fondo se oía un concurso. De la misma manera que en otro tiempo Abbey adoraba Mi bella genio, en ese momento parecía que seguía ese tipo de programas. Clay no sabía de cuál se trataba, pero estaban presentando a los concursantes, uno de los cuales se llamaba Steve, un programador informático cuyos hobbies eran hacer parapente y jugar al tenis. Le gustaba leer y realizar actividades al aire libre.
Cuando se sentaron y Carey se hubo relajado, charlaron un rato sobre pequeñas cosas, las clases, el trabajo, que Carey era aprendiz de jockey, aunque solo intervino Clay. Abbey habló de nuestro padre, de que era un ángel y de cómo paseaba a la perra por Featherton.
—Luna —dijo Carey Novac, aunque en voz baja, casi para sí.
Clay y Abbey sonrieron.
Cuando por fin se animó a levantar un poco más la voz, fue para realizar una pregunta candente.
—¿Volvió a casarse?
—Eso está mejor —dijo Abbey. Y luego—: Sí, desde luego.
Clay miró a Carey pensando «Gracias a Dios que estás aquí» y al mismo tiempo se sintió cegado por la claridad de la estancia. ¡Aquel lugar estaba inundado de luz! El sol entraba a raudales y bañaba el moderno sofá, el horno kilométrico e incluso la cafetera como si fueran objetos sagrados, aunque Clay sabía que no había un piano. De nuevo, ella no era nada. La lealtad de Clay era incondicional y lucharía en silencio hasta el final.
En cuanto a Abbey, la mujer miró hacia otro lado, con la taza de café entre las manos.
—Sí, volví a casarme, dos veces. —De pronto, como si no pudiera esperar más, dijo—: Ven, quiero enseñarte algo. —Viendo que Clay vacilaba al comprender que quería que entrase en el dormitorio, insistió—. Venga, que no muerdo. Ven…
Y sí, ya lo creo que fue, porque allí, frente a la cama, en un tramo de pared, había algo que derribaría su corazón y luego se lo extraería poco a poco:
Era algo sumamente sutil y sencillo, en un marco plateado marcado de arañazos.
Un dibujo de las manos de Abbey.
Un esbozo de trazos truncados, pero delicados.
Truncados, pero suaves; podías acostarte en ellos.
—Diría que tenía diecisiete años cuando lo dibujó —dijo Abbey, y Clay la vio de verdad por primera vez, aquella otra belleza que se ocultaba debajo.
—Gracias por enseñármelo —repuso.
Abbey aprovechó el impulso.
Era imposible que ella supiera algo de Clay y Penny, o de los cinco hermanos, el ruido y el caos, o de las peleas por el piano, o de morir. Enfrente solo tenía a aquel chico y quiso que ese momento trascendiera.
—¿Cómo podría explicártelo, Clay? —Estaba entre los dos chicos—. Me gustaría decirte que lo lamento, que fui una tonta…, pero estás aquí, y me doy cuenta. —Por un momento miró a Carey—. ¿Él también es un ángel?
Carey le devolvió la mirada y luego se concentró en Clay. Las pecas ya no estaban nerviosas. Una sonrisa que recordaba el mar. Y, por supuesto, dijo:
—Por supuesto.
—Eso creía —convino Abbey Hanley con tristeza pero sin autocompasión—. Supongo que dejar a tu padre fue el mejor error que he cometido —concluyó.
Después de eso, aceptaron un té, no podían rechazarlo, y Abbey tomó más café y les contó parte de su historia. Trabajaba en un banco.
—Es un tostón —dijo, y Clay sintió una punzada.
—Es lo que dicen mis hermanos de las películas de Matthew.
El humo de sus ojos se expandió ligeramente.
—Pero ¿cuántos hermanos tienes?
—Somos cinco, y cinco animales, incluyendo a Aquiles.
—¿Aquiles?
—El mulo.
—¿El mulo?
Clay empezaba a relajarse de verdad.
—En la vida ha visto una familia igual —comentó Carey sin pensarlo.
Y tal vez a Abbey podían herirle esas cosas, pensar en una vida que nunca tendría, y entonces todo se torcería, por lo que ninguno de ellos tentó a la suerte. No hablaron ni de Penny ni de Michael, y fue Abbey quien dejó la taza en la mesa.
—Miraos —dijo con afecto sincero.
Meneó la cabeza y se echó a reír, de sí misma.
Me recordáis a él y a mí.
Lo pensó, Clay lo supo, pero no lo dijo.
—Creo que sé por qué has venido, Clay.
Se levantó y regresó con El cantero.
Era claro y de bronce, con el lomo agrietado, pero la edad solo lo mejoraba. La ventana se oscurecía. Abbey encendió la luz de la cocina y cogió un cuchillo de la pared, junto a la tetera.
Con mucha delicadeza, en la mesa, practicó una incisión en el interior —justo junto al lomo— para retirar la primera página, la que contenía la biografía del autor. Luego lo cerró y se lo entregó a Clay.
En cuanto a la página, se la enseñó.
—Esta me la quedo yo, si no te importa —dijo Abbey—. «Amor, amor y amor», ¿eh? —Aunque lo pronunció con nostalgia más que con frivolidad—. ¿Sabes?, creo que siempre he sabido que no debería tenerlo yo.
A la hora de irse, los acompañó a la puerta y se detuvieron junto a los ascensores. Clay se acercó para estrecharle la mano, pero ella se negó.
—Anda, dame un abrazo.
A Clay le resultó una sensación extraña.
Abbey era más suave de lo que parecía, y cálida.
Nunca podría explicar lo agradecido que se sentía, tanto por el libro como por sus brazos. Sabía que no volvería a verla, que aquello era todo. En el último resquicio, antes de que bajara el ascensor, Abbey sonrió cuando las puertas se cerraron.