pintura en el piano

Así que acabarían casándose.

Penelope Lesciuszko y Michael Dunbar.

En cuanto a tiempo, les llevó aproximadamente un año y siete meses.

En cuanto a aspectos más difíciles de ponderar, les costó un garaje lleno de retratos y un poco de pintura en el piano.

Les costó un giro a la derecha y un accidente de tráfico.

Y una forma: la geometría de la sangre.


Ese período consiste sobre todo en una suma de pinceladas.

La línea temporal reducida a momentos.

A veces son muy dispersos, como el invierno y ella aprendiendo a conducir. O septiembre y las horas de música. Hubo todo un noviembre lleno de torpes intentos por parte de él para hablar el idioma de ella, y luego de diciembre hasta febrero y entrado abril, y por lo menos unas cuantas visitas al pueblo natal de él, con su calor sofocante y su sudor.

Entretanto, por supuesto, hubo películas (y él no la miraba para saber si debía reír) y el recién descubierto amor de ella por el vídeo, sin duda su mayor maestro. Cuando daban una película en televisión, ella la grababa para practicar inglés; todo un catálogo de los ochenta, de E. T. a Memorias de África, de Amadeus a Atracción fatal.

La Ilíada y la Odisea siguieron presentes. Hubo partidos de críquet en la tele. (¿De verdad podían durar la friolera de cinco días enteros?). Y un sinfín de viajes salados en ferry sobre esas aguas brillantes coronadas de blanco.

Y se formaron también estelas, de duda, cuando ella lo veía desaparecer en algún lugar obstinadamente custodiado de sus adentros. Otra vez los dominios del fantasma de Abbey; un paisaje tan vasto como baldío. Ella lo llamaba entonces por su nombre:

—Michael. ¿Michael?

—¿Qué? —se sobresaltaba él.

Bordeaban los límites del enfado, o de pequeños hoyos de leve irritación, y ambos sentían lo deprisa que podían agrandarse. Pero justo cuando ella pensaba que él iba a decirle: «No vengas a buscarme, no me llames», en realidad él le ponía una mano en el antebrazo. Los miedos de Penny, a lo largo de los meses, se aplacaron.


A veces, sin embargo, los momentos se expanden.

Se detienen y se despliegan por completo.

Para Clay, esos momentos eran los que Penny le describió durante sus últimos meses de vida, cuando estaba sedada y sudada en morfina, y desesperada por contárselos como debía. Los más memorables eran un par de ellos, y ambos tuvieron lugar de noche y con exactamente doce meses de diferencia entre sí.

Penelope los veía como dos títulos:

La noche que por fin me lo enseñó.

Y Pintura en el piano.


Estaban a 23 de diciembre, la noche antes de Nochebuena.

El primer año la celebraron juntos en la cocina de Michael, quien le dijo, tan pronto como acabaron de cenar:

—Ven, voy a enseñarte algo.

Salieron al garaje.

Era extraño que en todos los meses que hacía que se conocían ella nunca hubiese puesto un pie allí dentro. En lugar de ir por la entrada lateral, él levantó la puerta de persiana de delante. Un estruendo que sonó como un tren.

Dentro, cuando encendió la luz y apartó el telón de sábanas, Penny se quedó atónita…, porque allí, entre las motas de polvo flotantes, había incontables lienzos, todos ellos tensados sobre armazones de madera. Algunos eran enormes. Otros, del tamaño de un bloc de dibujo. Y en todos ellos estaba Abbey, que a veces era una mujer y a veces, una niña. Podía ser traviesa o reservada. En algunos, la melena le caía hasta la cintura; en otros la llevaba cortada a la altura del escote, o recogía sus ondas en alto con los brazos. Sin embargo, en todos era una fuerza vital, nunca pasaba mucho tiempo antes de que reclamara de nuevo tu atención. Penelope se dio cuenta de que, al ver esos cuadros, cualquiera sabría que quien los había pintado sentía algo incluso más intenso de lo que los retratos podían sugerir. Estaba en cada una de las pinceladas que tenías delante, y en cada una de las que no se habían plasmado. En la precisa tensión del lienzo y en los errores perfectamente intactos, como una gota de malva en el tobillo, o una oreja que flotaba junto a ella, a un milímetro del rostro.

Su perfección no importaba:

Todo ello estaba bien.

En un cuadro, el mayor de todos, donde sus pies se hundían en la arena, Penny sintió que podía pedirle los zapatos que sostenía sobre una mano abierta y generosa. Mientras ella los miraba, Michael se sentó junto a la entrada abierta, con la espalda contra la pared, y Penny, cuando hubo visto suficiente, fue a sentarse también a su lado. Sus rodillas y sus codos se tocaban.

—¿Abbey Dunbar? —preguntó.

Michael asintió.

—Hanley de soltera…, y ahora no tengo ni idea.

Ella sintió que el corazón se le desbocaba y aceleraba por la garganta. Lo obligó a volver poco a poco a su lugar.

—Yo… —Michael casi se interrumpió—. Siento no habértelo enseñado antes.

—¿Sabes pintar?

—Sabía. Ya no.

Al principio ella sopesó qué debía pensar, o hacer…, pero entonces se negó en redondo. No le pidió que la pintara a ella; no, jamás competiría con esa mujer. Y entonces le tocó el pelo. Le pasó la mano por él y dijo:

—Pues no me pintes nunca. —Luchó por encontrar el valor—. Haz otras cosas en lugar de eso…

Era un recuerdo que Clay atesoraba con cariño, porque a ella le resultó difícil contárselo (aunque la muerte era una motivación sin igual): cómo Michael se acercó entonces a ella, que lo llevó directa al lugar donde Abbey lo había dejado, donde él había estado tirado, deshecho, en el suelo.

—Le dije —le contó al niño, y estaba tan marchita ya—. Le dije: «Llévame exactamente a donde estuviste», y enseguida lo hizo.

Sí, habían ido hasta allí y se habían abrazado y entregado el uno al otro, habían sufrido y luchado, habían expulsado a la fuerza todo lo indeseado. Y solo quedó la respiración de ella, los sonidos de ella, la marea creciente de lo que llegarían a ser; y se abandonaron a ello todo el rato que hizo falta…, y entre asalto y asalto se tumbaban a hablar. Penelope solía ser la primera en hacerlo. Le contó que de niña se había sentido sola y que quería por lo menos cinco hijos, y Michael contestó que muy bien. Incluso bromeó diciendo:

—¡Dios mío, espero que no tengamos cinco niños!

La verdad es que debería haber ido con más cuidado.

—Nos casaremos.

Fue él; le salió así, sin más.

A esas alturas estaban rasguñados y magullados; los brazos, las rodillas y los omóplatos.

—Encontraré la forma de pedírtelo. Puede que dentro de un año por estas fechas —prosiguió.

Y ella, bajo él, sonrió y lo abrazó con fuerza.

—Por supuesto —dijo—, está bien. —Le dio un beso y lo hizo girar. Luego, un último y casi silencioso—: Otra vez.


Y un año después llegó el segundo título.

Pintura en el piano.

23 de diciembre.

Era un lunes por la tarde, con la luz enrojeciendo fuera.

El aire traía el bullicio de los hijos de los vecinos, que jugaban a lanzarse pases de fútbol australiano.

Penelope acababa de cruzárselos.

Los lunes siempre llegaba a casa sobre esa hora, poco después de las ocho y media. Había terminado el último de sus trabajos de limpieza, el despacho de un abogado, y esa noche hizo lo de siempre:

Dejó el bolso al lado de la puerta, caminó hasta el piano y se sentó.

Solo que esta vez hubo algo diferente. Abrió la tapa y, en las teclas, encontró unas palabras escritas con simplicidad pero con belleza:

P|E|N|E|L|O|P|E L|E|S|C|I|U|S|Z|K|O

P|O|R F|A|V|O|R

C|Á|S|A|T|E C|O|N|M|I|G|O

Él se había acordado.

Se había acordado; cómo se tapó ella la boca con la mano, y cómo sonrió, y cómo le ardieron los ojos, disipada toda duda, olvidada ya, mientras temblaba sobre esas letras. No quería molestarlas ni correr la pintura. Aunque llevara horas seca…

Pero enseguida encontró el valor.

Dejó que sus dedos cayeran suavemente entre las palabras FAVOR y CÁSATE.

Se volvió.

—¿Michael? —llamó.

No hubo respuesta, así que salió de nuevo y los niños ya no estaban; estaban la ciudad y el aire rojo y Pepper Street.

Él había ido a sentarse, solo, en los escalones de su casa.


Más tarde, mucho después, mientras Michael Dunbar dormía en la cama individual que a menudo compartían en el apartamento de ella, Penelope volvió a salir, a oscuras.

Encendió la luz.

Giró el regulador para bajar la intensidad a una penumbra y se sentó en la banqueta del piano. Sus manos se deslizaron despacio y, con suavidad, tocó las teclas más agudas. Las presionó delicada pero sincera y decididamente, ahí donde había usado la pintura sobrante.

Tocó las teclas del S|Í.

El puente de Clay
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