la guerra del piano

Durante aquellos años resultaba comprensible.

Que la gente no lo entendiera.

Todos creían que la muerte de Penny y el abandono de nuestro padre nos hizo ser como éramos —y sí, sin duda nos hizo más pendencieros, más rudos y recios, y aguzó nuestro instinto de lucha—, pero no fue lo que nos hizo fuertes. No, en el principio fue algo más.

Fue nuestro erguido maestro de madera.

El piano.


El caso es que empezó conmigo, en sexto, y ahora, mientras escribo esto, me siento culpable, así que pido disculpas. Al fin y al cabo se trata de la historia de Clay y escribo sobre mí, pero en cierto modo creo que es importante. Nos conduce a otra parte.

Hasta ese momento, todo iba bien en el colegio. Me gustaba ir a clase y nunca me quedaba fuera cuando se jugaba al fútbol. Tampoco me había peleado con nadie, hasta que a alguien le dio por fijarse y empezaron a burlarse de mí por tocar el piano.

Daba igual que nos obligaran o que el piano, como instrumento, arrastrase una larga historia de rebeldía: Ray Charles no podía molar más; Jerry Lee Lewis le prendía fuego. Por mucho que hubiese avanzado el mundo, desde la perspectiva de un niño del barrio del hipódromo, solo una clase de persona tocaba el piano. Daba igual que fueses el capitán del equipo de fútbol o boxeador juvenil amateur, el piano te convertía en algo, y ese algo, por supuesto, era lo siguiente:

Estaba claro que eras homosexual.


En realidad, hacía años que todo el mundo sabía que aprendíamos a tocarlo, aunque no se nos diera muy bien. Sin embargo, nada de eso importaba, porque, a lo largo de la infancia, los niños toman conciencia de las cosas según el momento. Pueden pasar de ti durante una década y hacerte la vida imposible en la adolescencia. Pueden considerar incluso «interesante» que en primero colecciones sellos y martirizarte por lo mismo en noveno.

En mi caso, como ya he dicho, ocurrió en sexto.

Solo fue necesario un crío unos centímetros más bajo que yo, aunque él era bastante más fornido; de hecho, era boxeador juvenil. Un crío llamado Jimmy Hartnell. Su padre, Jimmy Hartnell también, era el dueño del Club de Boxeo Tri-Colors, en Poseidon Road.

Jimmy, menuda pieza.

Tenía la planta de un pequeño supermercado:

Era compacto y salía caro si se cruzaba.

Su pelo era un flequillo pelirrojo.

En cuanto a cómo empezó todo, había chicos y chicas en el pasillo, y diagonales de sol y polvo. Había uniformes y voces, e incontables cuerpos en movimiento. Había belleza en la fatalidad de la escena, en cómo la luz se sesgaba en perfectos y largos rayos oblicuos.

Jimmy Hartnell avanzó por el pasillo a grandes zancadas, pecoso, seguro, directo hacia mí. Camisa blanca, pantalones grises. Parecía estar encantado. Era la chulería de patio de colegio en su máxima expresión; su olor, el olor de un buen desayuno; sus brazos, todo sangre y músculo.

—Eh, ¿ese no es el chico Dunbar? —preguntó—. ¿El que toca el piano? —Me golpeó con el hombro, obsequiosamente—. ¡Menuda «princesa»!

Ese crío había nacido para poner comillas.


La cosa continuó igual durante semanas, quizá un mes, aunque cada vez iba un poquito más allá. El hombro se convirtió en codo, el codo en puñetazo en las pelotas (aunque ni mucho menos tan letal como el de la querida Bollos), y lo que no tardó en convertirse en un clásico: retuercepezones en el lavabo de los chicos, alguna que otra llave de cabeza, y estrangulamientos en el salón de actos.

En muchos sentidos, echando la vista atrás, solo eran los privilegios de la infancia, el ser maligna y legítimamente mangoneado. No se diferenciaba tanto de ese polvo vapuleado por la habitación.

Aunque eso no significaba que me gustase.

O, es más, que no fuese a responder.

Igual que muchos otros en la misma situación, no me enfrenté al problema de manera directa, o al menos aún no. No, eso habría sido una soberana estupidez, de modo que contraataqué como pude.

En resumidas cuentas: culpé a Penelope.

La emprendí con el piano.


Por supuesto, hay problemas y problemas, y el mío en esos momentos era el siguiente:

Comparado con Penelope, Jimmy Hartnell era un blandengue.

Aunque nunca consiguió acabar de domarnos al piano, siempre nos obligó a practicar. Se aferraba a un borde de Europa, o a una ciudad, al menos, del Este. Por entonces, incluso tenía un mantra (y por Dios que nosotros también):

«Podrás dejarlo cuando vayas al instituto».

Aunque en ese momento no me servía de ayuda.

Estábamos a mediados del primer trimestre, lo que significaba que aún tendría que apañármelas para sobrevivir casi todo un curso.


Al principio empecé con poca convicción:

Iba al lavabo en medio de la práctica.

Llegaba tarde.

Tocaba mal a propósito.

Pero no tardé en desafiarla sin ambages negándome a tocar ciertas piezas y, poco después, a tocar siquiera. Penelope tenía toda la paciencia del mundo con aquellos niños conflictivos y consumidos del Hyperno, pero no la habían preparado para esto.

Al principio intentó hablar conmigo. Me decía: «¿Qué narices te pasa últimamente?», y «Vamos, Matthew, no me vengas con esas».

Por supuesto, no le conté nada.

Tenía un moratón en medio de la espalda.

Durante toda una semana o así, nos sentamos, Penny a la izquierda, yo a la derecha, y yo me quedaba mirando la partitura; las corcheas, el ritmo de las negras. También recuerdo la expresión de mi padre cuando entró en la cámara de tortura y nos encontró en plena guerra.

—¿Otra vez? —dijo.

—Otra vez —respondió ella, pero no lo miraba a él, sino al frente.

—¿Quieres un café?

—No, gracias.

—¿Té?

—No.

Penny permaneció sentada como una estatua.


En algún momento hubo malas palabras, masculladas entre dientes, y casi todas las pronuncié yo. Cuando Penelope hablaba, lo hacía con calma.

—¿No quieres tocar? —decía—. Muy bien. Nos quedaremos aquí sentados. —Su sosiego se hacía exasperante—. Nos sentaremos aquí cada día hasta que des tu brazo a torcer.

—No lo haré.

—Sí que lo harás.

Ahora miro atrás y me veo allí, ante las teclas escritas del piano. Pelo oscuro y revuelto, desgarbado, ojos brillantes, y definitivamente en aquella época tenían cierto color, eran azules y claros, como los de nuestro padre. Me veo tenso y sintiéndome desdichado mientras insisto:

—No lo haré.

—Te podrá el aburrimiento —contraatacó ella—, preferirás tocar a seguir de brazos cruzados.

—Eso no te lo crees ni tú.

—¿Disculpa? —No me había oído—. ¿Qué has dicho?

—He dicho —dije, y me volví hacia ella— que no te lo crees ni tú, joder.

Y se levantó.

Habría explotado a mi lado, pero para entonces ya había conseguido imbuirse del espíritu de su padre y su expresión no delató la menor perturbación. Volvió a sentarse y me miró fijamente.

—Muy bien, pues no nos moveremos de aquí —dijo—. Nos quedaremos aquí sentados a esperar.

—Odio el piano —susurré—. Odio el piano y te odio a ti.

Fue Michael Dunbar quien me oyó.

Estaba en el sofá y de pronto se convirtió en Estados Unidos interviniendo en la contienda con todos sus efectivos; cruzó la sala de estar de un salto y me arrastró fuera, a la parte de atrás, y podría haber sido Jimmy Hartnell al darme un empujón que me envió más allá del tendedero y me hizo pasar bajo las pinzas. Se le encogían los hombros cada vez que respiraba, agitado, mientras yo mantenía las manos contra la valla.

—En tu vida vuelvas a hablarle a tu madre de esa manera.

Y me dio otro empellón, con más fuerza esta vez.

Hazlo, pensé. Pégame.

Pero Penny estaba a un brazo de distancia.

Me miró, me examinó.

—Eh. Eh, ¿Matthew? —dijo.

Me volví, no pude evitarlo.

El arma de lo inesperado:

—Levanta y entra, nos quedan diez minutos. Joder.


Ya dentro de casa, me equivoqué.

Sabía que era un error admitirlo, ceder, pero lo hice.

—Lo siento —dije.

—¿El qué?

Ella miraba al frente.

—Ya lo sabes. Lo de «joder».

Muy quieta, continuó mirando al frente, ese lenguaje musical, sin pestañear.

—¿Y?

—Y lo de que te odio.

Hizo un levísimo gesto en mi dirección.

Un movimiento sin el menor movimiento.

—Puedes decir todas las palabrotas que quieras y odiarme cuanto te apetezca, si tocas.


Pero no toqué, esa noche no, ni la siguiente.

No toqué el piano durante semanas, luego fueron meses; ojalá Jimmy Hartnell hubiera podido verlo. Ojalá supiera por todo lo que estaba pasando solo para librarme de él:

A la mierda ella y sus vaqueros ajustados y la suavidad de sus pies; y a la mierda el sonido de su respiración. A la mierda los cuchicheos en la cocina —con Michael, mi padre, que la apoyaba sin reservas— y, ya que estamos, a la mierda él también, ese lameculos, y esa fijación con defender a Penelope. Podría decirse que lo único que hizo bien en esa época fue dar un tirón de orejas a Rory y a Henry cuando ellos pretendieron seguir mi ejemplo y negarse a tocar. Era mi guerra, no la suya, aún no. Que se buscaran su propia manera de hacer el cretino, que para eso les sobraba imaginación, créeme.

No, a mí aquellos meses se me hicieron eternos.

Los días se acortaron con la llegada del invierno, luego se alargaron con la primavera y Jimmy Hartnell continuó yendo a por mí, nunca se aburría ni perdía la paciencia. Me retorcía los pezones en los lavabos y sus puñetazos me dejaban la entrepierna magullada; se le daban bien los golpes bajos, ya lo creo que sí. Mientras Penelope y él esperaban, yo solo estaba allí para recibir empujones hasta que cediese.

¡Cuánto deseaba verla estallar!

Cuánto deseaba que se diera una palmada en el muslo o que se tirase de los relucientes pelos.

Pero no, claro que no, esa vez le hizo justicia a aquel monumento de silencio comunista. Incluso cambió las normas por mí: las horas de práctica se alargaron. Ella esperaba en la silla, junto a mí, y mi padre le llevaba café, tostadas con mermelada y té. Le llevaba galletas, fruta y chocolatinas. Las lecciones eran travesías de dolor de espalda.

Una noche nos dieron las tantas allí sentados, y esa fue la noche que se descubrió todo. Mis hermanos ya estaban en la cama, y ella, como siempre, esperó hasta que me di por vencido. Penelope continuaba sentada muy derecha cuando me levanté y me tambaleé hasta el sofá.

—Eh, eso es trampa —dijo—, el piano o a la cama.

Y fue entonces cuando me delaté; me desmoroné y sentí el error que iba a cometer.

Contrariado, me levanté; pasé junto a ella de camino al recibidor desabotonándome la camisa, y vio lo que había debajo, porque allí, en el costado derecho del pecho, estaban las marcas y las huellas dactilares de mi bestia negra de flequillo pelirrojo.

Rápidamente, alargó un brazo.

Sus finos y delicados dedos.

Me detuvo junto al instrumento.

—¿Qué es eso? —preguntó Penelope.


Como ya he dicho antes, por entonces nuestros padres eran, sin duda alguna, insuperables.

¿Los odiaba por lo del piano?

Por supuesto.

¿Los quería por lo que hicieron después?

Puedes apostar la casa, el coche y las manos.

Porque después vinieron momentos como estos.


Recuerdo que me senté en la cocina, en la desembocadura de la luz.

Me senté y lo solté todo, y ellos escucharon con atención, en silencio. Incluso durante las proezas pugilísticas de Jimmy Hartnell, al principio se limitaron a asimilarlo.

—Princesa… —dijo Penelope al fin—. ¿No ves lo tonto que hay que ser para decir algo así, y que está mal y… —parecía buscar algo más, lo más grave de todo— lo poco original que es?

Yo tenía que ser sincero:

—Lo que duele de verdad es lo de que te retuerzan los pezones…

Clavó la mirada en el té.

—¿Por qué no nos lo has contado hasta ahora?

Menos mal que mi padre era un genio de la perspicacia.

—Es un chico —dijo guiñándome un ojo, y entonces supe que todo iría bien—. ¿Tengo razón o tengo razón?

Y Penelope lo comprendió.

Se reprendió, de inmediato.

—Claro —susurró—, igual que ellos…

Los chicos del Hyperno High.


Al final todo quedó decidido en el tiempo en que Penelope tardó en acabarse el té. Tenían el triste convencimiento de que solo existía una manera de ayudarme, y no era presentándose en el colegio. No era buscar protección.

Michael dijo que muy bien.

Una declaración templada.

Añadió que lo único que podía hacerse era liarse a puñetazos con Jimmy Hartnell y zanjar el asunto. Básicamente fue un monólogo, y Penelope dio su conformidad. En cierto momento casi se echó a reír.

¿Estaba orgullosa de él y su discurso?

¿Se alegraba de lo que me tocaría pasar?

No.

Echando la vista atrás, creo que en realidad le parecía una lección de vida, imaginarme a mí enfrentándome a mis temores, lo cual, por supuesto, resultó la parte más sencilla:

Imaginarlo era una cosa.

Llevarlo a cabo parecía casi imposible.

Cuando Michael terminó y preguntó: «¿A vosotros qué os parece?», ella suspiró, aunque más que nada estaba aliviada. No se trataba de algo sobre lo que bromear, pero eso fue lo que hizo.

—Bueno, si pelearse con ese crío va a hacer que vuelva al piano, entonces no hay nada más que añadir.

Estaba cohibida pero también impresionada. Yo estaba total y absolutamente consternado.

Mis padres, que tenían la obligación de protegerme y educarme como un hombre de bien, me enviaban, sin pensárselo dos veces, a una inminente derrota de patio de colegio. Me sentía dividido entre el amor y el odio hacia ellos, aunque ahora comprendo que se trataba de un entrenamiento.

Al fin y al cabo, Penelope moriría.

Michael se iría.

Y yo, por supuesto, me quedaría.

Sin embargo, antes de que ocurriese nada de todo eso, Michael me enseñaría y me prepararía para enfrentarme a Hartnell.

Aquello iba a ser genial.

El puente de Clay
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