el triunvirato
El sábado, al caer la noche, Clay estaba sentado con Henry en el tejado.
Cerca de las ocho en punto.
—Como en los viejos tiempos —dijo Henry, y en ese momento, llenos de magulladuras, eran felices—. Ha sido una gran carrera —dijo también, refiriéndose a Carey.
Clay miraba fijamente en diagonal. Al número 11.
—Sí.
—Tendría que haber ganado. Una reclamación, hay que joderse.
Después, esperó.
Los Aledaños, y el sonido seguro de ella; el quedo susurro de pies.
Cuando llegó, no se tumbaron hasta que llevaban allí un buen rato.
Estuvieron sentados en el borde del colchón.
Hablaron, y él quería besarla.
Quería tocarle el pelo.
Aunque fuera solo con dos dedos, allí donde le caía junto a la cara.
En la luz de esa noche a veces parecía dorado y a veces rojo, y no había forma de decir dónde terminaba.
No lo hizo, sin embargo.
Por supuesto que no:
Habían fijado unas reglas, por algún motivo, y las seguían para no romper ni poner en peligro lo que tenían. Les bastaba con estar allí, solos, juntos, y tenían muchísimas otras formas de mostrarse agradecidos.
Sacó el mechero pequeño y pesado, con «Matador en la quinta».
—Es lo mejor que me han regalado nunca —dijo, y lo encendió un momento. Luego lo cerró—. Hoy has montado muy bien.
Ella le devolvió El cantero.
Sonrió.
—Sí —dijo.
Un rato antes también había sido una de esas noches buenas, porque la señora Chilman abrió su ventana.
—¡Eh, chicos Dunbar! —llamó gritando hacia la casa y el tejado.
Henry fue el primero en contestar.
—¡Señora Chilman! Gracias por remendarnos la otra noche. —Y enseguida se puso manos a la obra—: Eh, me gustan mucho esos rulos.
—Ay, cállate, Henry. —Pero sonreía. Sonreía incluso con las arrugas.
Los dos chicos se levantaron y se acercaron.
Se agacharon en el borde de la casa.
—Oye, ¿Henry? —preguntó la señora Chilman.
Todo aquello resultaba divertido, porque Henry sabía lo que vendría a continuación. Cada vez que la señora Chilman levantaba la mirada así, era para pedirle un libro de sus batidas de los fines de semana. Le encantaban las novelas románticas, las policíacas y las de terror; cuanto más ramplonas, mejor.
—¿Tienes algo para mí?
Él se burló.
—¿Que si tengo algo? ¿Usted qué cree? ¿Qué tal le suena El cadáver de Jack el Destripador?
—Ya lo he leído.
—¿El hombre al que ocultaba en el sótano?
—Ese fue mi marido… Nunca encontraron su cuerpo.
(Los dos chicos rieron. La mujer era viuda desde antes de que la conocieran, y ya bromeaba con ello).
—Está bien, señora Chilman. ¡Joder, qué clienta más dura! ¿Qué le parece El afanador de almas? Pone los pelos de punta.
—Hecho. —Sonrió—. ¿Cuánto?
—Ay, venga ya, señora Chilman, no nos andemos con jueguecitos. ¿Y si hacemos lo de siempre? —Henry le dirigió un guiño rápido a Clay—. Digamos que se lo dejo quid pro quo.
—¿Quid pro quo? —La mujer miró hacia arriba, pensándoselo—. Eso es italiano, ¿verdad?
Henry soltó una carcajada.
Cuando por fin se tumbaron, ella recordó la carrera.
—Pero he perdido —dijo—. La he pifiado.
La tercera carrera.
En la Lantern Winery Stakes.
Mil doscientos metros y su montura se llamaba El Pistolero. La salida les fue fatal, pero Carey lo puso de nuevo en la pista. Se abrió camino entre los demás y lo dejó bien colocado, y Clay los contempló en perfecto silencio mientras el pelotón llegaba a la recta; un tumulto de cascos veloces, y los ojos y el color y la sangre. Y la idea de que Carey estaba entre ellos.
El único problema fue que, en la recta final, se pegó demasiado al segundo clasificado, Pump Up the Jam —como la canción; en serio, vaya nombre— y le arrebataron la victoria.
—Mi primera vez frente a los comisarios —dijo.
La voz de ella contra el cuello de él.
En el tejado, después de efectuar la transacción y que la señora Chilman insistiera en pagar diez dólares, preguntó:
—¿Y tú cómo estás, Clay? ¿Ya te cuidas últimamente?
—Casi siempre.
—¿Cómo que casi siempre? —La mujer se asomó un poco más—. Eso hay que hacerlo siempre.
—Vale.
—Muy bien, tesoro.
La mujer estaba a punto de cerrar la ventana otra vez cuando Henry apretó un poco más.
—Eh, ¿cómo es que a él lo trata de «tesoro»?
La señora Chilman volvió a salir.
—Tú tienes un piquito de oro, Henry, pero él es todo un tesoro. —Y se despidió, esta vez sí, con la mano.
Henry se volvió hacia Clay.
—No eres ningún tesoro —dijo—. Lo que eres, en realidad, es bastante feo.
—¿Feo yo?
—Sí, más feo que el culo de Starkey.
—¿Es que últimamente lo has estado mirando o qué?
Henry le dio primero un codazo y luego un manotazo inofensivo en la oreja.
Es un misterio, a veces incluso para mí, cómo los chicos y los hermanos se expresan su amor.
Hacia el final empezó a hablarle de aquello.
—Allí se está muy tranquilo.
—Supongo.
—Aunque el río está del todo seco.
—¿Y tu padre?
—Él también es bastante seco.
Carey se rio y él sintió su aliento, y pensó en esa calidez, en que las personas eran cálidas así, de dentro afuera; en cómo podía prender en ti ese calor y desaparecer, y luego prenderte otra vez, porque nunca había nada permanente…
Sí, ella rio.
—No seas idiota —dijo.
—Vale —fue lo único que respondió Clay.
El corazón le latía como si fuera demasiado grande para su cuerpo; estaba seguro de que el mundo podía oírlo. Miró a la chica que tenía al lado, y la pierna que le echaba por encima con languidez. Miró el ojal de más arriba, la tela de su camisa:
Los cuadros del estampado.
El azul que se había vuelto azul cielo.
El rojo descolorido a rosa.
Las largas crestas de su clavícula y el charco de sombra de debajo.
La levísima fragancia de su sudor.
¿Cómo se podía amar tantísimo a alguien y tener tanta disciplina, quedarse quedo y quieto tanto tiempo?
Tal vez si lo hubiese hecho en ese momento, si hubiese encontrado antes el valor, no habría ocurrido lo que ocurrió. Pero ¿cómo iba a predecir esas cosas? ¿Cómo iba a saber que Carey —esa chica tumbada medio encima de él y cuyo aliento entraba y salía rozando su cuerpo, que había tenido una vida, que era una vida entera— acabaría completando su triunvirato de amor y abandono?
No podía saberlo, por supuesto.
No podía.
Todo estaba en lo que estaba por llegar.