la supervivencia de los chicos dunbar

Aquí, en el 18 de Archer Street, quedamos cinco de nosotros.

Éramos los chicos Dunbar, y seguimos adelante.

Cada uno a su manera.

Clay, por supuesto, era el callado, aunque no antes de ser el raro: el que corría por el barrio del hipódromo y el chico que encontrabas encaramado al tejado. Qué error cometí el día que lo hice subir allí; le faltó tiempo para convertirlo de manera clara y categórica en una costumbre. En cuanto a sus carreras por el barrio, por entonces ya sabíamos que siempre acabaría volviendo para sentarse entre las tejas y las vistas.

Cuando le pregunté si quería que corriese con él, se encogió de hombros y no tardamos en hacerlo así:

Un entrenamiento, una huida.

Felicidad y padecimiento perfectos.


Primero, entre medias, estuvo Rory.

Su objetivo era que lo expulsaran del instituto; quería dejarlo desde párvulos, y vio el cielo abierto. Dejó claro que yo no era ni su tutor ni su padre en funciones. Nadie podía acusarlo de no ser claro y directo:

Vandalismo. Absentismo reiterado.

Decirles a los profesores dónde podían meterse los deberes.

Alcohol dentro del recinto escolar.

(«¡Pero si solo es una cerveza! ¡No entiendo a qué vienen esas caras!»).

Por supuesto, lo único bueno que resultó de aquello fue la reunión con Claudia Kirkby la primera vez que lo expulsaron de manera temporal.

Recuerdo llamar a la puerta y entrar, y los trabajos que cubrían la mesa. Eran sobre Grandes esperanzas, y el primero de todos había sacado un cuatro sobre veinte.

—Joder, ese no será el de Rory, ¿verdad?

Trató de ordenarlos.

—No, en realidad Rory ha sacado un uno sobre veinte, y eso porque lo ha entregado. Lo que escribió no valía nada.

Aunque no estábamos allí por el trabajo.

—¿Expulsado? —pregunté.

—Expulsado.

Era franca pero cordial. Y me sorprendía su buen humor. Una expulsión no era ninguna tontería, pero había un deje divertido en su voz. Creo que pretendía reconfortarme. En ese lugar había alumnos de duodécimo que parecían mayores que ella y, aunque resulte raro, eso me alegró; de haber seguido mis estudios, los habría terminado el año anterior. Por alguna razón aquello me pareció importante.

Sin embargo, no tardó en entrar en materia.

—Entonces ¿está de acuerdo con la expulsión?

Asentí.

—Y su…

Supuse que estaba a punto de decir «padre». Todavía no les había informado de que nos había abandonado; se enterarían a su debido tiempo.

—En estos momentos está fuera; además, creo que puedo encargarme yo.

—Usted…

—Tengo dieciocho años.

No hacía falta que me justificase, dado que aparentaba más edad, aunque quizá esa solo era mi percepción. Clay y Tommy siempre me parecieron más pequeños de lo que eran. Incluso ahora, después de tantos años, debo recordarme que Tommy no tiene seis años.

Continuamos hablando en su aula.

Me dijo que solo serían dos días.

Aunque, claro, también estaba el otro tema:

Desde luego eran dignas de ver —sus pantorrillas, sus canillas—, aunque no cómo las había imaginado. Simplemente eran, no sé, suyas. No hay otra manera de explicarlo.

—¿Ha visto a la directora? —preguntó, interrumpiendo mi incursión hacia el suelo. Cuando levanté la vista, vi lo que había escrito en la pizarra. Con letra clara y redondeada, en cursiva. Algo sobre Ralph y Piggy y el tema del cristianismo—. ¿Ha hablado con la señora Holland?

Asentí de nuevo.

—Y, bueno… Comprenda que debo preguntarlo. ¿Es…? ¿Cree que se debe a…?

Estaba atrapado en la calidez de sus ojos.

Ella era como el primer café de la mañana.

Volví en mí.

—¿La muerte de nuestra madre?

No respondió, pero tampoco apartó la mirada. Les hablé a la mesa y las páginas.

—No. —Incluso iba a tocar una, a leerla, pero me detuve a tiempo—. Rory siempre ha sido así, aunque creo que ahora lo hace de manera intencionada.

Lo expulsaron en dos ocasiones más, lo que se tradujo en otras tantas visitas al instituto y, para ser sinceros, no me quejaba.

Fue la época más romántica de Rory.

Un Puck con dos buenos puños.


El siguiente fue Henry, que empezaba a labrarse su camino.

Era un palillo. Una mente afilada.

Su primer toque de genialidad fue hacer dinero en el Brazos Desnudos. Se le ocurrió al ver a aquellos bebedores de mediana edad allí fuera, de pie, delante de la puerta. Se percató de que todos tenían perro y de que los perros tenían sobrepeso, tan diabéticos como sus dueños.

Una noche, Clay, Rory y él volvían de hacer la compra cuando Henry dejó las bolsas en el suelo.

—¿Qué cojones haces? —preguntó Rory—. Recoge las bolsas, joder.

Henry se volvió hacia allí.

—¿Habéis visto esa panda de pringados de ahí fuera? —Tenía catorce años y mucha impertinencia—. Mirad, todos le han dicho a la parienta que iban a sacar el perro.

—¿Qué?

—Allí, ¿es que no tienes ojos en la cara? Dicen que salen a dar un paseo, pero se van a beber al bar. ¡Mirad cómo están esos chuchos! —Se acercó a ellos y les ofreció una sonrisa al bies, por primera pero no última vez—. A ver, panda de vagos, ¿alguno quiere que le pasee al perro?

Por supuesto, les cayó en gracia, los enamoró.

Les divirtió su absoluto descaro.

Se sacó veinte la noche durante meses.


A continuación, Tommy, y lo que estaba por llegar:

Tommy se perdió en la ciudad intentando encontrar el museo.

Solo tenía diez años. Como si no fuese suficiente con que Clay desapareciese cada dos por tres, aunque al menos Tommy llamó. Estaba en una cabina telefónica a kilómetros de casa y fuimos a buscarlo en coche.

—¡Eh, Tommy! —lo llamó Henry—. No tenía ni idea de que supieras qué era una cabina telefónica.

Acabó siendo una tarde genial. Estuvimos fuera horas, conduciendo por la ciudad y la costa. Le prometimos que lo llevaríamos otro día.


En cuanto a Clay, y a mí, el entrenamiento empezó una mañana.

Lo había pillado a punto de escaparse.

Apenas amanecía cuando salió por delante. Si le sorprendió verme junto al buzón, lo disimuló bastante bien: se limitó a continuar su camino como si nada. Al menos por entonces iba calzado.

—¿Te apetece compañía? —le pregunté.

Se encogió de hombros, volvió la vista hacia otro lado y empezamos a correr.

Corríamos todas las mañanas. Luego, yo volvía a la cocina y me tomaba mi café, y Clay subía al tejado. La verdad es que le encontré el aliciente:

Primero, las piernas, encendidas de dolor.

Luego la garganta y los pulmones.

Sabías que estabas empleándote a fondo cuando lo sentías en los brazos.

Corríamos hasta el cementerio. Corríamos por Poseidon Road. En Carbine corríamos por en medio de la calle; una vez un coche nos tocó la bocina y nos separamos, cada uno viró hacia un lado. Pulverizábamos los franchipanes podridos. Contemplábamos la ciudad desde el cementerio.

También estaban esas otras mañanas, igual de memorables, cuando nos topábamos con los boxeadores del Tri-Colors a primera hora, en pleno trabajo de carretera.

—Eh, tíos —saludaban—, eh, tíos.

Espaldas encorvadas y pómulos en proceso de curación.

Las zancadas de los corredores de nariz rota.

Por supuesto, uno de ellos era Jimmy Hartnell. Una vez retrocedió corriendo hacia atrás y me llamó. Como la mayoría de ellos, llevaba un lago de sudor alrededor del cuello de la camiseta.

—¡Eh, Piano! —dijo—. ¡Eh, Dunbar!

Luego saludó y continuó su camino. Otras veces, cuando nos cruzábamos, entrechocábamos las manos como jugadores suplentes; uno dentro, otro fuera. Atravesábamos todos nuestros problemas a la carrera.

A veces también venían con extras: jockeys jóvenes, aprendices de McAndrew. Era uno de los requisitos del preparador: durante el primer año de entrenamiento, tenían que correr con los chicos del Tri-Colors en días alternos. Sin excepciones.

También recuerdo la primera vez que corrimos en Bernborough:

Era domingo, un amanecer incendiario.

Las gradas ardían como una casa de vecinos —como si unos criminales le hubieran prendido fuego— y la pista ya estaba inundada de malas hierbas y de llagas y eccemas. El área interior aún no era una selva, pero desde luego estaba en camino.

Hicimos ocho cuatrocientos metros.

Treinta segundos de descanso.

—¿Otra vez? —pregunté.

Clay asintió.

Lo que habitaba su estómago había desaparecido, y el sufrimiento era de una belleza impecable. En Bernborough también retomó la costumbre de ir descalzo y con la pinza en el bolsillo de los pantalones cortos…, y a veces creo que lo tenía planeado. A veces creo que lo sabía:

Que correríamos por las calles del barrio del hipódromo.

Que él lo buscaría desde lo alto del tejado.

Con el pretexto de encontrar a nuestro padre, creo que Clay sabía que ahí fuera había algo, igual que yo ahora, porque allí, en aquel mundo de las afueras, entrenábamos de camino a él:

Corríamos para ir al encuentro de un mulo.

El puente de Clay
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