bernborough

Henry había puesto sus reglas para esos días.

Primera, tenía que haber cerveza.

Segunda, tenía que estar fría.

Por eso mismo dejó a Tommy, a Clay y a Rosy en el cementerio; se reuniría con ellos más tarde, en Bernborough Park.

(Bernborough Park, para quien no esté familiarizado con el barrio, es un viejo campo de atletismo. Por entonces no había más que una grada cochambrosa y cristales rotos para llenar un aparcamiento. También era el emplazamiento de los entrenamientos más infames de Clay).

Antes de subir al coche, sin embargo, Henry creyó necesario dar a Tommy unas cuantas instrucciones de última hora. Rosy también prestó atención.

—Si ves que llego tarde, diles que se tranquilicen y que paren el carro, ¿vale?

—Claro, Henry.

—Y que tengan el dinero preparado.

—Claro, Henry.

—¡Joder, Tommy, ya te vale con tanto «Claro, Henry»!

—Vale.

—Tú sigue y te saco ahí fuera con él. ¿Es eso lo que quieres?

—No, gracias, Henry.

—No sabes cómo te entiendo, enano. —Una sonrisa sucinta al final de un repaso bien dado, aunque divertido. Le dio un manotazo en la oreja, con cariño pero contundente, y le echó el guante a Clay—. Y tú, hazme un favor. —Le cogió la cara entre las manos—. No olvides que vas con estos dos.


En medio de la nube de polvo que levantó el coche, la perra miró a Tommy.

Tommy miró a Clay.

Clay no miró a ninguno de los dos.

Se tocó el bolsillo, y una parte inmensa de sí mismo sintió el anhelo —de echar a correr, de nuevo—, pero, con la ciudad abriéndose ante ellos y el cementerio a sus espaldas, se acercó y se colocó la perra bajo el brazo.

Se levantó, y Rosy sonreía.

Tenía ojos de trigo y oro.

Se reía del mundo a sus patas.


Bajaban por Entreaty Avenue, la gran cuesta que había ascendido hacía un rato, cuando por fin la dejó en el suelo. Pisaron los franchipanes podridos de Poseidon Road, la arteria del barrio del hipódromo. Un kilómetro oxidado de tiendas.

Mientras Tommy suspiraba por la tienda de mascotas, Clay se moría por otros lugares; por las calles y los monumentos de cierta chica.

Lonhro, pensó.

Bobby’s Lane.

La adoquinada Peter Pan Square.

La chica tenía el cabello caoba y ojos verde bueno, y era aprendiz de Ennis McAndrew. Su caballo favorito se llamaba Matador. Su carrera favorita era la Cox Plate, desde siempre. Su ganador favorito de esa carrera era el magnífico Kingston Town, hacía más de tres décadas. (Lo mejor siempre pasa antes de que naciéramos nosotros).

El libro que leía se titulaba El cantero.

Uno de los únicos tres que importaban.


En el calor de Poseidon Road, los chicos y la perra torcieron hacia el este y poco después emergió ante ellos: la pista de atletismo.

Se acercaron y desaparecieron en ella colándose por un agujero de la valla.

Esperaron en la recta, al sol.

En cuestión de minutos apareció la clientela habitual: polluelos de buitre sobre el cadáver de un campo de atletismo. Los hierbajos invadían las calles; la pista roja de tartán estaba medio levantada. El área interior se había convertido en una selva.

—Mira —dijo Tommy, y señaló.

Desde todas direcciones no paraban de llegar chicos en la cima de su gloria pubescente. Aun de lejos se veían sus sonrisas socarradas y podían contarse sus cicatrices de ciudad. También se percibía su olor: la esencia a hombres en ciernes.

Clay los observó un rato desde la última calle. Bebían, se rascaban las axilas. Arrojaban botellas. Algunos pateaban la pista llagada. Poco después, decidió que ya había visto suficiente.

Colocó una mano en el hombro de Tommy y se dirigió a la sombra de la grada.

La oscuridad lo engulló.

El puente de Clay
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