la casa del asesino

Nada más cruzar el lecho seco del río, Clay le estrechó la mano a Michael Dunbar en la oscuridad. Ambos notaron el pulso en los oídos. Empezaba a refrescar. Por un momento, Clay imaginó el río, en plena crecida, solo por oír algo, por tener una distracción. Cualquier cosa de la que hablar.

Pero ¿dónde estaba el agua, joder?

Hacía un momento, al verse, se habían estudiado con curiosidad antes de bajar el rostro. Hasta que estuvieron a escasos metros el uno del otro no volvieron a mirarse más de un segundo.

La tierra parecía viva.

Por fin era noche cerrada y todo continuaba en silencio.

—¿Te ayudo con las bolsas?

—No, gracias.

La mano de su padre estaba espantosamente fría y húmeda. El hombre tenía los ojos nerviosos y parpadeaba sin parar. Clay había oído en sus palabras el rostro vencido, el paso fatigado y la voz apenas usada. Conocía todo aquello muy bien.

Cuando se dirigieron a la casa y se sentaron en el escalón de la entrada, el Asesino se hundió en parte. Separó los antebrazos, se sostuvo la cara.

—Has venido.

Sí, pensó Clay, he venido.

De haberse tratado de cualquier otra persona, habría alargado el brazo y habría colocado la mano sobre su espalda para decirle que no pasaba nada.

Pero no pudo.

Había una sola idea en su mente, y la repetición de esa idea.

He venido. He venido.

Ese día, tendría que conformarse con eso.


Cuando el Asesino se recuperó, aún transcurrió un buen rato antes de que entraran. Cuanto más te acercabas, más desazonada parecía la casa:

Canalones oxidados, escamas de pintura.

Estaba rodeada de hierbajos virulentos.

Delante de ellos, la luna brillaba sobre el camino rendido.

Dentro, había paredes de color crema y una gran onda expansiva hueca; todo olía a soledad.

—¿Un café?

—No, gracias.

—¿Té?

—No.

—¿Te apetece comer algo?

—No.

Se sentaron en el silencio de la sala de estar. La mesa de café estaba cargada de libros, revistas y planos de puentes. Un sofá los engulló, a padre e hijo.

Madre mía…

—Disculpa…, ha sido un poco una sorpresa, ¿no?

—No pasa nada.

A eso lo llamo yo congeniar.


Finalmente volvieron a levantarse y el Asesino le enseñó la casa.

Fue una visita corta, pero útil para saber dónde iba a dormir y dónde estaba el baño.

—Te dejo por si quieres deshacer el equipaje y darte una ducha.

En la habitación había un escritorio de madera, sobre el que Clay colocó todos los libros. Metió la ropa en el armario y se sentó en la cama. Lo único que quería era volver a estar en casa; se habría echado a llorar solo por poder cruzar la puerta. O subir al tejado con Henry. O ver a Rory tambaleándose por Archer Street, con todo un barrio de buzones a la espalda…

—¿Clay?

Levantó la cabeza.

—Ven a comer algo.

Le rugió el estómago.

Se inclinó hacia delante, con los pies pegados al suelo.

Cogió la caja de madera, cogió el mechero y miró la inscripción de «Matador», y la pinza nueva.

Por muchas y variadas razones, Clay no pudo moverse.

Todavía no, pero pronto.

El puente de Clay
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